(Viene de la entrada anterior)
En la última década se han introducido nuevos instrumentos cuánticos que por primera vez en la historia nos permiten mirar dentro del cerebro pensante. Al frente de esta revolución cuántica están las exploraciones del cerebro por PET (tomografía por emisión de positrones) y MRI (imagen por resonancia magnética). Una exploración PET se crea inyectando azúcar radiactivo en la sangre. Este azúcar se concentra en regiones del cerebro que son activadas por los procesos mentales, que requieren energía. El azúcar radiactivo emite positrones (antielectrones) que son fácilmente detectados por instrumentos. Así, rastreando la pauta creada en el cerebro vivo, también se pueden rastrear las pautas del pensamiento y aislar las regiones precisas del cerebro que están comprometidas en cada actividad.
La máquina MRI actúa de la misma manera, excepto que es más precisa. La cabeza del paciente se coloca dentro en un intenso electroimán en forma de donut. El campo magnético hace que los núcleos de los átomos del cerebro se alineen paralelos a las líneas del campo. Se envía al paciente un pulso de radio, que hace que estos núcleos se tambaleen. Cuando los núcleos cambian de orientación emiten un minúsculo «eco» de radio que puede ser detectado, lo que señala la presencia de una sustancia particular. Por ejemplo, la actividad general está relacionada con el consumo de oxígeno, de modo que la máquina MRI puede aislar los procesos mentales apuntando a la presencia de sangre oxigenada.
Cuanto mayor es la concentración de sangre oxigenada, mayor es la actividad mental en esa región del cerebro. (Hoy «máquinas MRI funcionales» [fMRI] pueden apuntar a minúsculas regiones del cerebro de solo un milímetro de diámetro en fracciones de segundo, lo que hace que estas máquinas sean ideales para seguir la pauta de los pensamientos del cerebro vivo).
Con máquinas MRI hay una posibilidad de que algún día los científicos puedan descifrar las líneas generales de los pensamientos en el cerebro vivo. El test más simple de «lectura de la mente» sería determinar si alguien está mintiendo o no. Según la leyenda, el primer detector de mentiras del mundo fue creado por un sacerdote indio hace siglos. Metía al sospechoso en una habitación cerrada junto con un «burro mágico», y le instruía para que tirase de la cola del animal. Si el burro empezaba a hablar, significaba que el sospechoso era un mentiroso. Si el burro permanecía en silencio, entonces el sospechoso estaba diciendo la verdad. (Pero, en secreto, el viejo ponía hollín en la cola del burro).
Una vez que el sospechoso había salido de la habitación, lo normal era que proclamara su inocencia porque el burro no había hablado al tirar de su cola. Pero entonces el sacerdote examinaba las manos del sospechoso. Si las manos estaban limpias, significaba que estaba mintiendo. (A veces, la amenaza de utilizar un detector de mentiras es más efectiva que el propio detector).
El primer «burro mágico» de los tiempos modernos fue creado en 1913, cuando el psicólogo William Marston propuso analizar la presión sanguínea de una persona, que aumentaría al decir una mentira. (Esta observación sobre la presión sanguínea se remonta en realidad a tiempos antiguos, cuando un sospechoso era interrogado mientras un investigador le sujetaba las manos). La idea caló pronto, y el Departamento de Defensa no tardó en crear su propio Instituto Poligráfico.
Pero con los años se ha hecho evidente que los detectores de mentiras pueden ser engañados por sociópatas que no muestran remordimiento por sus acciones. El caso más famoso fue el del doble agente de la CIA Aldrich Ames, que se embolsó enormes sumas de dinero de la antigua Unión Soviética por enviar a numerosos agentes de Estados Unidos a la muerte y por divulgar secretos de la armada nuclear norteamericana. Durante décadas, Ames superó una batería de pruebas de detectores de mentiras de la CIA. También lo hizo el asesino en serie Gary Ridgway, conocido como el infame asesino del río Verde; llegó a matar hasta cincuenta mujeres.
En 2003 la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos publicó un informe sobre la fiabilidad de los detectores de mentiras, con una lista de todas las formas en que los detectores de mentiras podían ser engañados y personas inocentes calificadas como mentirosas.
Pero si los detectores de mentiras solo miden niveles de ansiedad, ¿qué hay sobre medir el propio cerebro? La idea de observar la actividad cerebral para descubrir mentiras se remonta a veinte años atrás, al trabajo de Peter Rosenfeld de la Universidad de Northwestern, quien observó que registros EEG de personas que estaban mintiendo mostraban una pauta en las ondas P300 diferente de cuando estas personas estaban diciendo la verdad. (Las ondas P300 se suelen estimular cuando el cerebro encuentra algo nuevo o que se sale de lo normal).
La idea de utilizar exploraciones MRI para detectar mentiras se debe a Daniel Langleben de la Universidad de Pensilvania. En 1999 dio con un artículo que afirmaba que los niños que sufrían de trastorno de déficit de atención tenían dificultad para mentir, pero él sabía por experiencia que esto era falso; tales niños no tenían ningún problema para mentir. Su problema real era que tenían dificultad para inhibir la verdad. «Ellos simplemente cambian las cosas», señalaba Langleben. Conjeturó que, para decir una mentira, el cerebro tiene que dejar primero de decir la verdad, y luego crear un engaño. Langleben afirma: «Cuando uno dice una mentira deliberada tiene que tener en su
mente la verdad. Eso significa que razonar debería implicar más actividad cerebral». En otras palabras, mentir es una tarea difícil.
Mediante experimentos con estudiantes universitarios en los que se les pedía que mintieran, Langleben descubrió pronto que las personas que mienten aumentan la actividad cerebral en varias regiones, incluido el lóbulo frontal (donde se concentra el pensamiento superior), el lóbulo temporal y el sistema límbico (donde se procesan las emociones). En particular, advirtió una actividad inusual en el giro cingulado anterior (que está relacionado con la resolución de conflictos y la inhibición de la respuesta).
Langleben afirma que ha alcanzado tasas de éxito de hasta un 99 por ciento al analizar sujetos en experimentos controlados para determinar si mentían o no (por ejemplo, pedía a los estudiantes universitarios que mintiesen sobre las cartas de una baraja). El interés en esta tecnología ha sido tal que se han iniciado dos aventuras comerciales que ofrecen este servicio al público. En 2007 una compañía, No Lie MRI, asumió su primer caso, una persona que estaba en pleitos con su compañía de seguros porque ésta afirmaba que él había quemado deliberadamente su tienda de delicatessen. (La exploración fMRI indicó que él no era un estafador).
Los defensores de la técnica de Langleben afirman que es mucho más fiable que el detector de mentiras a la antigua usanza, puesto que alterar pautas cerebrales está más allá del control de nadie. Aunque las personas pueden entrenarse hasta cierto punto para controlar su pulso y respiración, es imposible que controlen sus pautas cerebrales. De hecho, los defensores señalan que en una era en la que cada vez hay más amenazas terroristas, esta tecnología podría salvar muchas vidas detectando un ataque terrorista a Estados Unidos.
Aun concediendo este éxito aparente de la tecnología en la detección de mentiras, los que critican esta técnica han señalado que la fMRI no detecta mentiras realmente, sino solo un aumento de la actividad cerebral cuando alguien dice una mentira. La máquina podría dar resultados falsos si, por ejemplo, una persona llegara a decir la verdad en un estado de gran ansiedad. La fMRI solo detectaría la ansiedad que siente el sujeto y revelaría incorrectamente que estaba diciendo una mentira. «Hay muchas ganas de tener tests para separar la verdad del engaño», advierte el neurobiólogo Steven Hyman, de la Universidad de Harvard.
Algunos críticos afirman también que un verdadero detector de mentiras, como un verdadero telépata, podría hacer que las relaciones sociales ordinarias resultasen muy incómodas, puesto que cierta cantidad de mentira es un «lubricante social» que engrasa las ruedas de la sociedad en movimiento. Por ejemplo, nuestra reputación quedaría arruinada si todos los halagos que hacemos a nuestros jefes, superiores, esposas, amantes y colegas se revelaran como mentiras. De hecho, un verdadero detector de mentiras también podría revelar todos nuestros secretos familiares, emociones ocultas, deseos reprimidos y planes secretos. Como ha dicho el periodista científico David Jones, un verdadero detector de mentiras es «como la bomba atómica, que debe reservarse como una especie de arma definitiva. Si se desplegara fuera de los tribunales, haría la vida social completamente imposible».
(Finaliza en la siguiente entrada)
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