En 1964, en la Ciudad Prohibida de Pekín, tuvieron lugar unos acontecimientos que, aparentemente, carecían de trascendencia. Era algo repetido miles de veces en la historia de la humanidad: chico conoce chica, chico se enamora de chica, chica tiene problemas para vivir con chico y chico se une a chica. En este caso, la romántica historia de amor tuvo unos efectos tremendos en los acontecimientos que durante 20 años asolaron Europa y Asia, y más concretamente, dejó su huella indeleble en la guerra de Vietnam, que pasaría a la historia como una de las mayores pesadillas de Estados Unidos.
Bernard Boursicot era un diplomático francés de poco relieve, destinado en la embajada de Pekín

Un día, en uno de esos festejos cambiaría para siempre la vida de Bernard. Para intentar distraer a los invitados, las embajadas acostumbraban a organizar algún pequeño acto cultural que casi siempre terminaba siendo el mismo concierto con músicos chinos interpretando canciones clásicas del país anfitrión. Pero aquella noche, cuando Bernard se sentó, como el resto de los invitados, en las butacas del improvisado teatro al aire libre, salió al escenario una preciosa mujer china, delicada como una porcelana, embutida en un tradicional vestido ajustado hasta los pies.
Bernard, inicialmente desinteresado por el espectáculo, quedó inmediatamente prendado de la belleza oriental de la protagonista. Poco amante de la música, por primera vez puso sus cinco sentidos en escuchar a la cantante, que recitaba fragmentos de la ópera Madame Butterfly. Embobado, pidió que le contaran lo que narraba aquella canción: el apasionado amor de una mujer japonesa y un hombre estadounidense. El occidental Bernard, como el protagonista masculino de la ópera, había sentido una pasión loca por su Madame Butterfly, sólo que ella se llamaba Shi Pei Pu.
Cuando acabó la representación fue a esperarla a la puerta de la embajada, se acercó a ella y pasearon un rato juntos, siguiendo el camino de regreso a casa de la mujer. Al rato se despidieron, no sin que antes la cantante le invitara a que fuera a verla actuar en su verdadero ambiente: en la Ópera de Pekín, donde –le dijo- podría disfrutar de verdad de la buena música.

La separación se le hizo insoportable y a los pocos días ya no aguantaba más. Una noche fue a verla a su casa. Ella pareció sorprenderse de su osada visita, pero sólo lo parecía. Le dejó entrar y se sentaron a charlar. Bernard se sintió embargado por la mezcla de la belleza suave de Butterfly y el ambiente tradicional chino de su hogar. Dudó, pero después de unos eternos minutos se atrevió a rozarle suavemente la mano. Ella la retiró inocentemente. Shi le transmitió, bajando los ojos, su preocupación por el escándalo que podría levantarse si alguien llegaba a enterarse del hecho gravísimo –normal para un francés- de haberle abierto las puertas de su casa a un hombre, que además era occidental.
En lugar de frenarle, el riesgo estimuló a Bernard, que puso su mano nuevamente sobre la de ella.

Los días siguientes fueron un calvario. Luchaba minuto a minuto para arrancarse la imagen de la cantante, que se aferraba a su cabeza y su corazón. La relación con su mujer fue convirtiéndose en un estorbo y se estropeaba rápidamente. Su trabajo tampoco quedó al margen y sus compañeros comprobaron que había perdido su reconocida capacidad para concentrarse, aunque trabajaba más y mejor que en todo el tiempo que llevaba destinado en Pekín. A Barnard las personas de su alrededor empezaron a importarle poco. Había decidido no volver a ver a su deseada Butterly.

Con el importante puesto conseguido, rompió con su mujer, atendió las cartas de Butterfly y fue a visitarla después de varios meses de separación. Esta vez, se dejó de rodeos y fue directo a conseguir lo que ansiaba, preguntándole si quería ser su amante. No hubo largos preámbulos amorosos. Empezaron a besarse y acariciarse y Bernard no tardó en empezar a desnudarla, momento en el que ella, hasta entonces pasiva, le frenó: “nunca he hecho el amor. Soy virgen”. Él no podía creer que una mujer tan bella, cercana a los treinta años, no hubiera tenido relaciones nunca. Dudó un momento pero decidió seguir adelante. “no, por favor –le paró Butterfly-, no me desnudes”.
La cantante le explicó que le daba miedo la situación, que su madre, como todas las madres chinas, la

Cuando varias horas después el diplomático abandonó la casa, estaba fascinado de la trepidante, enloquecida y romántica noche de sexo que había pasado. Y eso que prácticamente no la había tocado y ni siquiera la había visto completamente desnuda, algo que no haría durante los veinte años que duró la relación que comenzaron esa noche.
A partir de ese día, convertidos ya en amantes, Bernard dedicará su jornada de trabajo al espionaje y las noches a Butterfly. Por la mañana quitaba un micrófono oculto en el despacho del embajador, por la tarde montaba un operativo para conseguir datos sobre la ayuda que China prestaba a Vietnam y por la noche se relajaba con su musa.

Un día ocurrió lo que no debería haber ocurrido nunca. Una Butterfly compungida le comunicó a

El francés, destrozado íntimamente por la separación, se volcó en su trabajo de espionaje para intentar olvidar su desgracia. Mientras, Butterfly despareció de su vida, pero no para irse al pueblo de sus padres, sino para esconderse en un recóndito barrio de Pekín, en un piso que le había buscado el servicio secreto chino. Porque Butterly no estaba realmente embarazada. Todo era una estratagema para acrecentar al máximo la dependencia emocional de Bernard y dejarle enganchado definitivamente a la cantante.

La inteligencia china se enteró rápidamente de su cese y aceleró el regreso de la cantante. Butterfly apareció de repente en casa del diplomático con un bebé chino rubio -¡lo que les debió costar encontrarlo!-, se lo mostró e inmediatamente le dijo que debía abandonarle porque el régimen comunista había decidido recluir en campos de concentración a los “peligrosos” intelectuales y artistas.
Ese último instante con Butterfly fue como una montaña enorem que se le cayera encima. Fracasado

Se convirtió en un solitario que trabajaba lo justo para poder vivir y sin ganas de conocer a más mujeres, porque después de estar con Butterfly ya no le apetecía ninguna otra. Bernard, al igual que el concienzudo espionaje francés, desconocía que había sido utilizado genialmente por los chinos para obtener información de primera mano y al mismo tiempo intoxicar a los estadounidenses.

Pocos meses después, la relación se había asentado y la cantante-espía se decidió a contarle su gran drama: las autoridades chinas tenían secuestrado a su hijo. Si querían volver a verle, si deseaban que pudiera vivir con ellos en París, debían colaborar pasándoles información secreta del Ministerio de Asuntos exteriores francés.
Bernard se lo tragó todo como un niño y se dedicó a buscar el camino que le diera acceso a papeles

En el primer interrogatorio, Bernard no tardó en hundirse. Contó –justificándose como lo haría cualquier padre- que había traicionado a su país porque los chinos tenían secuestrado al hijo que había tenido con Shi Pei Pu. Uno de los interrogadores le contestó: “Pero, ¿cómo va a haber tenido un hijo con otro hombre?” El diplomático francés se quedó helado.

Las investigaciones posteriores coinciden en reconocer que Shi representó el papel de su vida y que Bernard fue un tipo fácil de engañar. Y también era ignorante, pues desconocía que los papeles de mujer en la Ópera de Pekín eran habitualmente representados por hombres. Lo que nunca se llegó a saber es si el francés supo en algún momento a lo largo de tantos años de relación el verdadero sexo de Butterfly, hecho que él aparentemente desmintió. Y si lo supo, como parece normal, ¿por qué prefirió ignorarlo? Él amaba, no cabe duda, a una mujer perfecta, y siempre la amó.
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