Las plantas no han sido obsequiadas por la Naturaleza con alas, patas o aletas con las que escapar de los animales de una manera rápida, por lo que no tienen otro remedio que aguantar estoicamente las necesidades nutritivas de sus depredadores. A pesar de todo, las plantas cuentan con todo un repertorio de mecanismos que no sólo las ayudan a sobrevivir de forma pasiva, sino que, en ocasiones, las convierten en auténticas cazadoras. ¿Cómo se las arregla un organismo estático para atraer, matar, digerir y asimilar presas?
Durante su agotador vuelo crepuscular, una crisopa se toma un respiro sobre una de las muchas plantas que crecen alrededor del pantano. Este pequeño insecto de alas anacaradas y largas antenas intentará ponerse a salvo de sus posibles depredadores mientras repone fuerzas sobre su improvisado posadero, antes de continuar su viaje. Sin aves, reptiles u otros hambrientos moradores cerca en ese momento, la crisopa se siente segura sin saber que su mortal destino se halla justo bajo sus seis delicadas patas. Pero en este caso, su verdugo no es un animal, sino una Drosera rotundifolia, una planta carnívora de la familia de las droseráceas, que suelen vivir sobre los húmedos suelos de los pantanos.
Cada planta posee de 6 a 12 hojas modificadas formando una roseta, que contiene hasta 260 filamentos muy delgados, coronados por una pequeña glándula globular que segrega una sustancia pegajosa. Las gotitas formadas por la secreción, brillantes y de olor agradable, se muestran ante los ojos del insecto como las guindas de una irresistible tarta de cumpleaños.
Cuando un insecto se posa sobre una de las relucientes hojas de la drosera, ya no puede escapar. Sus patas, una tras otra, van adheriéndose a las gotitas pegajosas, mientras los filamentos vecinos, cada uno con su gotita, van combándose hacia el incauto. En poco tiempo, el pequeño cuerpo queda cubierto por una masa mucilaginosa incolora, sus tráqueas se obstruyen y el insecto muere. Pronto, las glándulas de la drosera comienzan a disparar una carga de enzimas para digerir el cuerpecillo del insecto y convertirlo en comida.
Por su parte, la dionea, tal vez la planta insectívora más conocida de todas, exhibe un sistema único para atraer, matar, digerir y asimilar a sus presas. Primero, atrae a la víctima con un néctar de olor dulzón que secreta a través de sus hojas con forma de gran trampa. Confiada, la presa se posa en la hoja en busca de una recompensa, pero en su lugar tropieza con los pelos sensitivos punzantes que activan la trampa y se encuentra atrapada en el interior de los dientes entrelazados que bordean la hoja. La superficie de cada hoja tiene entre tres y seis pelos sensitivos. Cuando algo toca el mismo pelo dos veces o toca dos pelos en un intervalo de 20 segundos, las células del haz de la hoja se dilatan con rapidez y la trampa se cierra al instante. Si las secreciones del insecto estimulan la trampa, esta sigue estrechándose sobre la presa y forma un precinto hermético. Si sólo se tratara de un curioso o de una ramita seca caída, la trampa vuelve a abrirse al cabo de un día más o menos.
Una vez que la trampa se cierra, las glándulas digestivas alineadas en el borde interior de la hoja secretan fluidos que disuelven las partes blandas de la presa, matan las bacterias y hongos y descomponen el insecto con enzimas para extraer los nutrientes esenciales. Estos nutrientes se absorben a través de la hoja y, de cinco a diez días después de la captura, la trampa vuelve a abrirse para expulsar el exoesqueleto sobrante. Tras tres o cinco ingestiones, la trampa deja de capturar víctimas y dedica dos o tres meses a la mera fotosíntesis antes de desprenderse de la planta.
Un principio elemental en ecología nos dice que las plantas, organismos autótrofos, fabrican su propio alimento a partir de la energía luminosa del Sol y de la materia inorgánica –el agua y otros elementos del suelo-, mientras que los organismos heterótrofos –aquellos que, como nosotros, no pueden sintetizar directamente su propia materia orgánica- han de buscar su alimento, directa o indirectamente, a través de las plantas.
Pero, como en el caso de las plantas carnívoras, esto no siempre es así y, en ocasiones, este principio natural queda, de alguna manera, invertido. Aunque conservan su capacidad fotosintética y siguen siendo capaces de obtener los minerales que necesitan del suelo, estas plantas basan buena parte de su alimentación en la ingesta de animales. ¿Por qué?
Prácticamente sin excepción, todas las plantas insectívoras crecen sobre suelos muy pobres en los que el aporte de minerales es escaso. Todas las plantas compiten por el nitrógeno disponible de la mejor forma que saben hacerlo. Muchas especies de la familia de las leguminosas, por ejemplo, se asocian con bacterias fijadoras de nitrógeno; algunas se alían con hongos y se aprovechan de la facilidad de estos organismos para descomponer moléculas orgánicas complejas; otras, como las droseras, lo hacen capturando y devorando animales.
Los mecanismos que utilizan las plantas carnívoras para procurarse una buena comilona son siempre ingeniosos y, a veces, como en el caso de las lentibularias, espectaculares. Estas plantas flotantes crecen en aguas turbosas pobres en nutrientes. Carecen de raíces y sus tallos, sumergidos en el agua, poseen hojas delgadas y finas como plumas y pequeñas vejigas huecas. En el extremo de estos diminutos sacos subacuáticos, hay una pequeña entrada rodeada de pelos sensibles que sólo puede abrirse hacia dentro, actuando a modo de trampa. Cuando alguna despistada pulga de agua o cualquier otro nadador de pequeño tamaño entra en contacto con la fina hilera de pelos, la trampa se abre y el animal es absorbido sin remedio.
Este sorprendente y rápido suceso es posible gracias a unas glándulas que se hallan en el interior de las vejigas y que bombean agua hacia fuera, de modo que provocan, al abrirse la trampa, la entrada de una pequeña tromba de agua en cuyo interior el insecto se debate inútilmente. El animal muere pronto en el interior, mientras sus jugos son absorbidos por la planta, la cual estará lista para un nuevo bocado tan pronto como haya acabado de digerir el anterior.
La mayoría de los animales evita ser comido mediante el vuelo, la carrera, el salto o cualquier otro movimiento. Las plantas, en cambio, han de resolver sus problemas de supervivencia mediante mecanismos más estáticos, aunque no por ello menos efectivos. Puesto que no pueden desplazarse, la única forma que tienen las plantas de evitar ser comidas –al menos por los insectos- es no dejarse encontrar fácilmente. Las plantas anuales, por ejemplo, tan sólo persisten en un lugar determinado durante uno o dos años, de manera que la probabilidad de ser encontradas por los insectos especialistas es menor y, en consecuencia, no están tan defendidas. Además, suelen crecer entre otras especies distintas de plantas.
Esto explica por qué las plantas cultivadas modernas son tan vulnerables a las plagas de insectos. Casi todas las plantas cultivadas son anuales y, por tanto, con pocos sistemas de defensa. En estado salvaje, sus antepasados eran difíciles de encontrar, pero hoy, que forman campos inmensos, sin otro tipo de plantas alrededor, los insectos las encuentran con facilidad y las plantas se hallan totalmente indefensas.
Toda planta intenta con mayor o menor éxito no ser devorada. Su defensa puede ser obvia, mediante agudas espinas o pelos urticantes, o puede ser más sutil; muchas plantas fabrican sustancias tóxicas que incorporan a sus hojas, sus tallos o a sus sugestivos frutos.
Entre las defensas físicas, el caso de ciertas gramíneas es especialmente curioso, pues extraen sílice del suelo para formar pequeños cristales en sus células que pueden cortar los labios de los animales apacentadores.
Tal vez los mecanismos de defensa de tipo físico más conspicuos sean las espinas. Éstas pueden presentarse tanto en las hojas o en los tallos como alrededor de las flores y los frutos. La hoja de un acebo, con sus márgenes gruesos y provistos de espinas, puede producir una herida dolorosa. Como en otros árboles dotados de espinas, éstas suelen aparecer en las zonas más bajas de la planta, es decir, en las más expuestas al asalto de los herbívoros ramoneadores. Una vez que el árbol sitúa las hojas a suficiente altura, éstas se vuelven ovaladas y dejan de ser agresivas.
Los desiertos no son lugares que destaquen precisamente por una flora exuberante, Esta escasez hace que las plantas existentes queden bien visibles ante los ojos de insectos y herbívoros, por lo que han de desarrollar alguna forma de defensa lo suficientemente convincente para todo aquel que intente llevarla a su estómago.
Los cactus son plantas bien conocidas por sus espinas, las cuales no son sino hojas modificadas ancladas sobre un tallo sorprendentemente grueso.
Estas hojas espinosas cumplen una doble función: por un lado, intentan –y, de hecho, consiguen- desalentar a los animales ramoneadores que buscan alimento; por otro, evitan la pérdida de agua al reducir, de manera extraordinaria, su superficie. Estas extrañas hojas no realizan la fotosíntesis, proceso encargado al carnoso tallo. Algunos llegan a alcanzar alturas de hasta 15 metros y un peso de 10 toneladas, de las que las cuatro quintas partes son agua.
Las armas químicas han sido empleadas por animales y plantas casi desde el mismo comienzo de su evolución. Existen evidencias de que al comienzo de la era Mesozoica, hace unos 225 millones de años, las plantas con flores producían distintos tipos de sustancias químicas defensivas. Una de las más efectivas es el curare, un alcaloide vegetal neurotóxico que bloquea la acción de la acetilcolina –un transmisor del impulso nervioso entre los nervios motores y los músculos esqueléticos-. El curare es empleado por los indios de Sudamérica para impregnar las puntas de sus flechas. Cuando un cazador consigue hacer blanco sobre cualquier zona del cuerpo de un animal, el veneno lo paraliza en muy poco tiempo.
Los venenos más virulentos y mejor conocidos son los alcaloides, como la coniína del tejo que mató a Sócrates. Las comestibles patatas producen un alcaloide, la solanina, que altera el funcionamiento normal del impulso nervioso y que se encuentra casi en exclusividad en los tallos y en los frutos. En la mayoría de las variedades, el tubérculo –la parte comestible- no contiene solanina y las que contienen más de 0.20 gramos por kilo son desechadas.
Las patatas son especialmente resistentes a los insectos y a las enfermedades gracias a estos alcaloides. En ocasiones, se ha intentado incrementar sus niveles en ciertas variedades cultivadas, pero fueron rápidamente retiradas del mercado, ya que su gran toxicidad podría haber sido letal para los seres humanos.
Una de las defensas químicas más ingeniosas consiste en la capacidad para producir cianuro que poseen determinadas especies de plantas. El cianuro es un veneno muy potente que actúa en todos los organismos que respiran aire, siendo tan venenoso para los animales como para las propias plantas.
¿Cómo puede una planta, por tanto, producir un veneno capaz de acabar con su propia vida sin que ello le afecte? La planta no puede contener cianuro, pero sí elaborar dos componentes –los cuales mantiene aislados en distintos compartimientos de sus células- que producen cianuro cuando se mezclan. Cuando un apacentador arranca una hoja de trébol blanco para ingerirla, rompe los compartimientos celulares poniendo en marcha el proceso de fabricación del veneno.
Desgraciadamente para el trébol, una helada repentina puede congelar el agua de sus células que, al dilatarse, se rompen, lo que conduce inevitablemente a la autotoxicidad. Por tanto, es previsible que la capacidad productora de cianuro se vea disminuida a medida que las zonas donde viven las plantas que lo producen van extendiéndose hacia el norte.
El digital es una planta que puede alcanzar los 150 centímetros de altura y que produce unas hermosas flores acampanadas de un llamativo color púrpura. Contiene un glucóxido cardíaco muy poderoso, la digitoxina, que actúa como estimulante muscular y que se usa para tratar las enfermedades cardíacas. Sin embargo, en dosis grandes es muy venenosa.
El acónito es otra planta extremadamente tóxica. Se cuenta que existen casos de personas que han perdido la vida sólo por comer pajarillos ensartados en los tallos de acónito para ser cocinados al fuego.
Muchas plantas poseen, sobre sus hojas o sus tallos, una serie de pelos que realizan dos funciones prácticamente opuestas. En algunas especies, estas finas estructuras ayudan a enfriar la superficie reflejando la luz solar, mientras que en otras hacen que se caliente al reducir la cantidad de agua evaporada. Todo depende del tipo y de la densidad de estos pelos.
La mayoría de las plantas leñosas presenta pelos sólo sobre las partes más jóvenes, despojándose de ellos a medida que la planta madura. Es muy probable que los pelos actúen como defensa en la época más vulnerable de la vida del vástago, antes de que sus tejidos se tornen leñosos. Por esta razón, algunos insectos –como los pulgones- forman grandes grupos sobre los ápices de los rosales, pues sólo allí sus estiletes pueden penetrar hasta el sistema de transporte de la planta del que se alimentan.
Algunos pelos adquieren formaciones tan densas sobre las hojas que se pegan en el revestimiento bucal de los herbívoros con las consiguientes molestas irritaciones.
Sin embargo, la defensa más efectiva es llevada a cabo por pelos glandulares, capaces de exudar sustancias pegajosas o irritantes. El pelo urticante de las ortigas está articulado y presenta un ápice curvo que contiene ácido fórmico, el mismo veneno que poseen los aguijones de las hormigas. Cuando se presiona un pelo urticante de ortiga, la punta produce una minúscula herida antes de desgastarse, mientras el extremo restante inyecta el ácido fórmico dentro de la herida.
Los pelos glandulares y los pelos urticantes constituyen una frontera entre las defensas de tipo físico y las de tipo químico o, tal vez, una sabia mezcla de ambas.
Mención aparte pero ineludible la constituyen las setas, aunque, según el sistema científico de clasificación, pertenecen a un reino propio distinto del de las plantas –el reino Fungi u hongos-. Comparten con ellas, sin embargo, la necesidad de protección frente un modo de vida estático. Durante la Edad Media, las setas fueron consideradas como exhalaciones de la tierra húmeda que aparecían súbitamente sobre los suelos de los bosques o de los prados. Tanto su exquisito sabor como sus formas o colores han atraído al ser humano desde tiempos inmemoriales. Pero, de un buen número de especies, un suculento aspecto ha sido, en ocasiones, lo último que han podido ver aquellos que no supieron distinguirlas. Ya en la antigua Roma, cada cual solía buscar y cocinarse sus propios hongos, pues el asesinato mediante setas venenosas era algo frecuente.
La mayoría de los envenenamientos de consecuencias mortales se debe a la ingestión de Amanita phalloides o de Amanita virosa, ambas portadoras del mismo tipo de veneno y en igual concentración. La muerte, en caso de haber ingerido la cantidad suficiente –alrededor de los 50 gramos-, no se produce de forma inmediata, sino en un plazo de entre 4 y 7 días y casi siempre debido a un fallo hepático.
La Amanita muscaria es una de las setas más bellas y atractivas gracias a su sombrero de color rojo salpicado de blanco. En el pasado, su jugo era utilizado para matar moscas y, en el presente, como estupefaciente en algunos países, ya que su ingesta no es necesariamente mortal si la dosis no es excesiva. En el organismo de cualquier animal, el ácido iboteno –el principio activo de su toxicidad- de la Amanita muscaria se transforma en muscimol, una sustancia que ataca principalmente al sistema nervioso y ocasiona delirios y alucinaciones.
Pero la toxicidad de las setas no afecta por igual a todas las especies animales. Algunas son inmunes a setas que son mortales para otras. Las babosas, por ejemplo, evitan especies micológicas que los seres humanos aprecian por su valor culinario mientras incluyen en su dieta Amanitas que para nosotros son mortales.
A pesar de todo, ningún organismo está a salvo de ser comido por muy sofisticados e infalibles que parezcan sus mecanismos de defensa. Muchas especies han sabido sacar partido de las armas de los demás, utilizándolas para sus propios fines. La Tyria jacobaea es una mariposa de atractivos colores que suele merodear sobre suelos arenosos principalmente durante la noche. Cuando no es más que una oruga, se alimenta preferentemente de las cabezuelas florales de la hierba de Santiago (Senecio jacobaea), acumulando, en su peludo cuerpo cilíndrico potentes alcaloides a los que dará uso cuando se convierta en mariposa adulta. Resultará entonces un plato de mal gusto para cualquier cazador incauto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario