domingo, 21 de diciembre de 2014
La Hipótesis Gaia – La Tierra, un sistema vivo autorregulado
En 1972, el científico británico James Lovelock y la bióloga estadounidense Lynn Margulis expusieron la llamada Hipótesis Gaia, según la cual, nuestro planeta se comporta como un ecosistema gigantesco en el que la comunidad biótica y las características físicas y químicas del entorno interaccionan y evolucionan al unísono. La Tierra, por tanto, no es un mero soporte para que la vida se manifieste, sino un todo hermosamente vivo.
Vista desde el espacio, con toda su brillante belleza destacando sobre el oscuro fondo del infinito, la Tierra se muestra como un planeta diferente: parece estar viva. Las grandes masas de agua que la rodean y su particular atmósfera contrastan con el aspecto apagado e inexpresivo de Venus o Marte, sus planetas vecinos, carentes de vida.
Esta diferencia, vista a través de otras radiaciones de onda que el ojo no percibe, es aún mayor. Por ejemplo, la salida de radiación infrarroja, es decir, su pérdida de calor, es menor de lo que cabría esperar de un planeta que ocupara esa posición en el Sistema Solar o de un mundo que no fuese más que un conjunto de rocas desnudas. La Tierra parece tener una atmósfera que retiene la cantidad justa de calor para que la vida en ella sea posible.
A principios de los años sesenta, la NASA solicitó la colaboración de James Lovelock, un científico británico interdisciplinar que, en su faceta de físico, realizó importantes trabajos, como el de la detección de concentraciones extremadamente pequeñas –trazas- de sustancias químicas mediante una técnica analítica llamada “detector de captura de electrones”. Esta técnica permitió descubrir que los plaguicidas y otros residuos altamente tóxicos estaban presentes en toda criatura viviente de este mundo.
La NASA solicitó la ayuda de Lovelock para intentar averiguar la existencia de vida en Marte. Lovelock sugirió que para ello bastaría con analizar la composición química de la atmósfera del planeta, ya que el aire de un planeta muerto tiene una composición cercana a lo que se llama estado químico de equilibrio, es decir, un estado en el que todas las reacciones químicas posibles entre los gases han ocurrido ya.
Un planeta que tuviera vida –como el nuestro- tendría una atmósfera muy distinta, puesto que los organismos vivos están obligados a utilizar el aire como fuente de materia prima y como depósito de sus productos residuales. Esta utilización del aire es posible gracias, precisamente, a un estado de desequilibrio en el que los gases oxidantes –como el oxígeno o el dióxido de carbono-y los reductores –como el metano y el hidrógeno- forman una mezcla altamente reactiva con una gran cantidad de energía disponible.
Lovelock sabía que la atmósfera de la Tierra era una mezcla de gases, inestable y extraordinaria, cuya composición se había mantenido constante durante grandes periodos de tiempo. Partiendo de este dato, comenzó a preguntarse si sería posible que el planeta no sólo hiciera la atmósfera, sino que también la regulara, manteniéndola en una composición constante y favorable para los organismos. La hipótesis Gaia comenzaba a gestarse.
Los antiguos griegos llamaron Gaia a la diosa de la Tierra. Esta diosa, cariñosa, femenina y nutricia, también era cruel y despiadada con todo aquel que no viviera en armonía con el planeta. Gaia parecía encajar con la idea que Lovelock tenía acerca de la Tierra y que, más tarde, daría nombre a la hipótesis que, junto a la bióloga estadounidense Lynn Margulis, expondría en 1972. Esta hipótesis, en palabras del propio Lovelock, propone que “la biosfera es una entidad autorregulada con capacidad para mantener a nuestro planeta sano mediante el control del ambiente físico-químico”; es decir, la Tierra es un superecosistema –no un superorganismo- que regula o mantiene el clima o la composición atmosférica a un nivel óptimo para sí misma.
La hipótesis considera, además, que la evolución de los organismos está tan estrechamente relacionada con la evolución de su medio ambiente físico y químico que ambas forman un único proceso evolutivo. Por tanto, las rocas, el aire y los océanos no son producto sólo de la geología, sino también una consecuencia de la presencia de la vida.
A través de la incesante actividad de los organismos vivos, las condiciones fisicoquímicas del planeta se han mantenido favorables para la vida durante los últimos 3.600 millones de años. Toda especie que afecte negativamente al medio ambiente, haciéndolo menos favorable, será expulsada de la misma manera que, para un darwinista, los miembros menos adaptados al medio no superarán el definitivo examen de la selección natural.
Una de las analogías que más ayudan a explicar Gaia es la que propuso el físico estadounidense Jerome Rothstein durante una conferencia titulada “¿Es la Tierra un organismo vivo?, celebrada en 1985. Para Rothstein, la forma que todos reconocemos como viva más parecida a Gaia es la secuoya (Sequoia gigantea). Estos árboles son verdaderos gigantes de lignina y celulosa, capaces de alcanzar 100 metros de altura y más de 2.000 kilogramos de peso. Las secuoyas, que, en ocasiones, cuentan con más de 6.000 años de edad, son una de las especies más grandes y longevas que puedan admirarse como un organismo vivo completo.
La secuoya, sin duda, está viva, pero más del 95% de su madera está muerta. Sólo una fina capa circundante de células vivas –el llamado cambium- que el árbol presenta bajo su corteza, lo mantiene vivo y en crecimiento. De forma similar, la Tierra tiene su propio cambium formado por una fina capa superficial de organismos vivos –de la que los seres humanos somos sólo una ínfima parte- que se extiende por su superficie. Ni el aire de encima ni las rocas de abajo están vivos, pero protegen a esa fina película de vida del hostil medio ambiente externo.
Además, a excepción de un escaso 1%, los gases del aire son enteramente producidos por los organismos vivos de la superficie terrestre. Al igual que la corteza de una secuoya, que crece para proteger y mantener a las células vivas del árbol, el aire ha aumentado en composición para sustentar un clima y un medio ambiente químico favorables para la vida.
La hipótesis de Lovelock no se entiende si no es desde una perspectiva holística en la que el todo es algo más que la suma de las partes. El paradigma reduccionista de la ciencia más ortodoxa con el que Gaia choca casi frontalmente adopta un enfoque de “abajo arriba” al que se le escapa la cualidad y la esencia misma del sistema como un todo a fuerza de separar sus piezas para comprender sus características individuales. La medicina moderna, por ejemplo, comienza a reconocer a la mente y al cuerpo como parte de un sistema en el que el estado de cada uno puede afectar a la salud del otro.
Como consecuencia, para Lovelock nace una nueva ciencia adaptada a las necesidades de Gaia: la Geofisiología. De la misma forma que la Fisiología es la ciencia de la medicina que adopta un enfoque holístico de los sistemas de los organismos vivos, la Geofisiología se ocupa de cómo funciona la Tierra viva e ignora las tradicionales divisiones entre la evolución de las piedras y la evolución de la vida como hechos separados.
Sin embargo, pocos científicos comparten el punto de vista de Lovelock. El argumento contrario es que los procesos geológicos producen, independientemente, condiciones favorables para la vida, la cual simplemente se adapta a estas condiciones.
No obstante, en la raíz de la controversia, aparece un problema aparentemente simple pero de difícil solución como es el de la definición de la vida. Todos saben qué es, pero pocos –si es que existe alguno- han ofrecido una definición que satisfaga a la mayoría. Lovelock se defiende de aquellos que consideran que su hipótesis carece de rigor científico o que tan sólo es una metáfora o una fantasía argumentando que si sus colegas son incapaces de ponerse de acuerdo en una definición de la vida, su objeción a Gaia no puede ser ni mucho menos científica.
Lovelock ha llenado los últimos años de su vida pensando, sintiendo e incluso gozando del convencimiento de que Gaia, nuestro planeta, está, en cierto modo, hermosamente viva. Tal vez no como la veían los antiguos –una diosa sensible con propósito y premeditación-, sino como un árbol, un árbol real que nunca se mueve por voluntad propia, pero que conversa constantemente con la luz del Sol y con la Tierra para –en palabras del propio Lovelock- “crecer y cambiar tan imperceptiblemente que, para mí, el viejo roble sigue igual que cuando yo era un niño”.
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