Desde tiempos prehistóricos, el hombre ha creído poder dominar el mundo y las fuerzas de la naturaleza invocando la ayuda de espíritus y demonios. Esta creencia siguió presente en las religiones griega y romana. Con el triunfo del cristianismo, aquellos dioses se convirtieron en demonios, a la vez que algo similar ocurría con la sexualidad en general y especialmente la femenina, identificada con el influjo del Maligno: eran las brujas.
En los primeros tiempos, la Iglesia no presentó batalla a la brujería y la hechicería, por el simple

Pero tiempo más tarde, Santo Tomás de Aquino (1221-1274) dejó claro que, en su opinión, era propio de gente de poca fe creer que los demonios y sus operaciones fueran simples fantasías: “La fe católica quiere que los demonios sean algo, que

Hasta finales del siglo XV, invocar al demonio había sido considerado un simple pecado, e incluso

Acusar a alguien de hechicero o bruja era la forma más sencilla de conseguirle, sin más, el odio incondicional de los vecinos o condenarlo a

Por estos métodos se obtenían confesiones como la siguiente: “Cocía en calderas, sobre un fuego maldito, hierbas envenenadas, sustancias extraídas bien de los animales, bien de cuerpos humanos, que, por una profanación horrible, iba a levantar del reposo de la tierra santa de los cementerios, para servirse de ellos en sus encantamientos: merodeaba durante la noche alrededor de las horcas patibularias, sea para quitar jirones a las vestiduras de los ahorcados, sea para robar la cuerda que los colgaba, o para apoderarse de sus cabellos, uñas o grasa”. Esta confesión se extiende con el añadido de unas cuentas herejías.
Con el paso del tiempo se han ido creando muchos mitos y leyendas alrededor de la brujería y el

La percepción popular (recogida y aumentada por los autores esotéricos y especialmente Dan Brown) de que cinco millones de mujeres fueron quemadas vivas en una pira acusadas de brujería en Europa entre 1450 y 1750 es una completa exageración. La mayoría de los historiadores de ese periodo estiman que la cifra de 40.000 es más atinada y que un cuarto de ellos fueron hombres.

En Gran Bretaña, en el periodo que va de 1440 a 1650, sólo se quemó a una bruja por siglo. Margery Jordemaine, la “Bruja del Ojo”, fue quemada en Smithfield el 27 de octubre de 1441; Isabella Billington, en York en 1650 –aunque se la ahorcó antes-; e Isabel Cockie en 1596.
En Inglaterra, una acusación de brujería no terminaba necesariamente en sentencia de muerte. La Iglesia –a menudo responsabilizada de la persecución- no tomaba parte en los juicios. Los acusadores debían demostrar que una bruja les había perjudicado y los jurados ingleses eran sorprendentemente reacios a condenar. El 75% de los juicios terminaban en absolución.
Contrariamente al mito popular de enfervorizadas turbamultas, parece ser que había un considerable

No es fácil saber quiénes eran estas brujas y qué ocurría realmente, pero es prácticamente seguro que los sacrificios rituales de niños y las cópulas con animales ocurrieran sólo en la activa imaginación de los inquisidores y el pueblo, no en los aquelarres. Algunos investigadores sugieren que la brujería fue la supervivencia de cultos paganos, probablemente con tintes orgiásticos, a Diana o a Dionisos. Sólo una proporción realmente pequeña, no sólo de las acusadas, sino de las practicantes, eran verdaderas brujas: atraídas por los bulos de la propia Iglesia, muchas mujeres practicaban ritos que no entendían o inventaban, excitadas por las promesas de poder y fortuna. Además, se trataba de un saber iniciático de transmisión oral. La feroz persecución hizo que esta doctrina fuera aún más secreta, y deformada en las cámaras de tortura, donde las víctimas inventaban cualquier cosa que satisficiera a su verdugo. Ahí surgió la imagen de la bruja lasciva e infanticida que había de ser borrada de la faz de la Tierra. Curiosamente, a la posteridad ha llegado un arquetipo de mujer vieja y decrépita, pero lo cierto es que muchas mujeres jóvenes y bellas acabaron en la hoguera: su atractivo sexual era la prueba de su maldad.

Pero no fueron estas protestas las que detuvieron el horror. De la misma manera que la creencia había aparecido de la nada, durante el siglo XVII fue desapareciendo progresivamente sin más motivo que un cambio en el ambiente: el auge del racionalismo y el nacimiento de una postura científica ante la naturaleza, impulsada principalmente por Galileo –víctima también de la Inquisición-. A finales del siglo XVII, terminó esta pesadilla.
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