domingo, 17 de mayo de 2015
¿Cuándo dejará el Sol de brillar?
No teman: el fusible no va a saltar en las próximas horas…ni siglos. Porque con su naturaleza de joven estrella mediana, categoría bastante banal, el Sol tiene una esperanza de vida que se sitúa alrededor de los 10.000 millones de años. Sabiendo que su luminosidad y su diámetro apenas han variado desde su nacimiento (hace unos 5.000 millones de años), la estrella central del sistema solar está hoy en plena madurez. Sus reservas de energía no empezarán a agotarse hasta dentro de 5.000 a 6.000 millones de años, y entonces empezará el proceso de una agonía irreversible, como sucede a cada estrella de nuestro universo.
Las estrellas, que forman grosso modo el 97% de los elementos detectables del universo, se agrupan a menudo en enjambres estelares. Un enjambre, formado a partir de la misma nube de gas primitivo y de polvo, puede contener a miles de estrellas. Nuestra galaxia, la Vía Láctea, contiene más de 100.000 millones de estrellas, una de ellas, el Sol.
Una estrella nace en el medio interestelar y, más concretamente, en una nebulosa, una nube de materia en la que cohabitan gases y partículas de polvo. En un momento dado, por la acción de una perturbación de naturaleza dinámica (presión) o química, gira, acelera y forma un torbellino que sigue girando a velocidad excepcional. La materia se concentra y la nube se fragmenta en entidades o protoestrellas (estrellas en formación), que prosiguen su extraordinaria rotación sobre sí mismas. Llegadas a una determinada densidad y temperatura (hacia un millón de grados), se inician las reacciones nucleares: el hidrógeno arde y se transforma en helio, y esta combustión produce una enorme cantidad de energía que se libera hacia el exterior hasta llegar a la superficie del cuerpo celeste que empieza a brillar. Acaba de nacer una estrella.
La esperanza de vida de una estrella varía en función de su masa. Si tomamos como referencia el Sol, una estrella de masa diez veces superior solo brillará 10 millones de años (frente a 10.000 millones). Los astrónomos han identificado estrellas cuya masa alcanza cien veces la del Sol, pero, en el otro extremo, hay otras cuya masa equivale a la décima parte de la del Sol.
Se llaman estrellas poco masivas las que no superan ocho veces la masa solar (el Sol incluido). Cuando han quemado la mayor parte de su hidrógeno central, la energía liberada no llega a compensar las pérdidas por radiación. Por efecto del desequilibrio gravitatorio así producido, el núcleo se contrae, se calienta y provoca la fusión del helio. La radiación dilata la envolvente externa, donde siguen consumiéndose los restos del hidrógeno liberando materia. La temperatura empieza a disminuir y aumenta la luminosidad. La estrella se convierte en una gigante roja.
Los expertos consideran que el helio en fusión tardará unos buenos cien millones de años (quizá más) antes de transformarse en carbono. Se suceden otras fases de la fusión nuclear (oxígeno, silicio y hierro), hasta que cesa toda combustión. Expelidas, las capas externas se convierten en una nueva nebulosa, y partir de ahí sólo queda un núcleo inerte, excesivamente denso (¡más de 100 kilos por centímetro cúbico!), al que los científicos llaman “enana blanca”.
El fenómeno es parecido en el caso de las estrellas masivas (más de ocho veces la masa solar), excepto que el tiempo se reduce a algunas decenas de millones de años (incluso menos). Además, la energía desplegada no tiene nada que ver, evidentemente, con la producida por sus hermanas menos masivas.
Las primeras fases se desarrollan de la misma manera: combustión del hidrógeno, fusión del helio y aparición progresiva de una supergigante roja. Pero estas etapas producen ahora considerables fenómenos de inestabilidad. Todo se acelera: la temperatura alcanza los 600 millones de grados, se desencadena la combustión del carbono y le sigue la del oxígeno. Las reacciones nucleares producen núcleos pesados (neón, azufre, fósforo y hierro). En el núcleo de la estrella, ¡la densidad se aproxima a las mil toneladas por centímetro cúbico! Los átomos no resisten al aplastamiento.
Los núcleos triturados y destruidos ya solo son un aglomerado degenerado de electrones, protones y neutrones. De hecho, la estrella se hunde brutalmente sobre sí misma y finalmente se convierte en una estrella de neutrones. Las capas externas de este cuerpo celeste agonizante se precipitan a su vez y rebotan sobre la bola que violentamente proyecta la materia al espacio. Asistimos aquí al nacimiento de una supernova, que brillará durante unos días.
Es verdad que, en esta última y espectacular fase, una pequeña estrella de neutrones (de 15 a 20 km de diámetro) adquiere una velocidad de rotación monstruosa, que podría crear también un pulsar, objeto del que se captan los haces (latidos o pulsaciones) de ondas de radio. La primera señal de radio que permitió identificar un pulsar fue captada en octubre de 1967 por una joven astrónoma británica del observatorio de Cambridge, Jocelyn Bell.
En fin, cuando el conjunto de este proceso se desarrolla en una estrella supermasiva, el hundimiento gravitatorio produce los célebres agujeros negros. El campo gravitatorio adquiere entonces una intensidad vertiginosa, hasta el punto de que ni siquiera la luz puede escapar y el objeto celeste se convierte en un astro invisible. En efecto, para liberarse de la atracción de un astro, cualquier cuerpo (grano o partícula) debe alcanzar una velocidad específica llamada velocidad de liberación, que depende de la masa y del radio del astro en cuestión (11.2 km/s en la Tierra). El fotón, componente elemental de la luz, sigue esta regla.
Entonces, cuando la velocidad de liberación de un cuerpo celeste es igual o superior a la de la luz, los fotones no pueden sustraerse a la atracción, puesto que deberían sobrepasar la velocidad límite de 300.000 km/s. Así pues, la luz no puede escaparse de la superficie de la estrella. Este concepto de “cuerpo oscuro” aparece en el siglo XVIII, gracias sobre todo a los trabajos del matemático francés Pierre Simon de Laplace. Pero habrá que esperar hasta las leyes de la relatividad general de Einstein para establecer una verdadera teoría sobre este fenómeno.
Sabiendo que, por definición, nadie puede observar un agujero negro, los investigadores se propusieron demostrar su existencia, por ejemplo captando los rayos X emitidos durante el gigantesco calentamiento que produce el hundimiento de la estrella, pero también la absorción de la materia. Porque al agujero negro no le falta apetito. Especialmente voraz, aspira golosamente todo lo que encuentra a su alrededor, creando así un disco de materia sobrecalentada (de varios millones de grados) que es una fuente de rayos X.
Esta signatura fue detectada en 1999 por el telescopio americano Chandra en el centro mismo de nuestra galaxia. Y el telescopio Hubble ha tomado imágenes por infrarrojos de absorciones de torbellinos de gas y polvo por los agujeros negros Así que, cuando un pequeño agujero negro venga a merodear por la órbita terrestre…¡adiós planeta azul!
Esta hipótesis dramática para la humanidad no preocupa demasiado a los físicos. Pero si un aprendiz de brujo llegara a fabricar un agujero negro en la Tierra, su invento engulliría irremediablemente hasta la menor molécula situada en su entorno inmediato. Después, cada vez más grande e insaciable, devoraría toda la Tierra. ¿Fantasía? Ojalá… ¿No habría parecido fantasía la clonación de una oveja a un científico del siglo XVIII? Además, los científicos no excluyen la formación de pequeños agujeros negros en los aceleradores de partículas, sobre todo en esos monstruosos motores que inevitablemente serán cada vez más potentes y complejos. Pero en teoría, esos microscópicos “objetos oscuros” serían inofensivos.
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