domingo, 12 de abril de 2015
Rafael Moneo – Poética del lugar, discurso de la razón
La arquitectura de Rafael Moneo parece haber estado siempre allí. Nunca busca imponerse a través de la espectacularidad de una imagen, sino más bien completar de manera precisa y poética el lugar que ocupa. Como el propio arquitecto ha afirmado en alguna ocasión, el lugar es el origen de la arquitectura y él sabe interrogar con sabiduría a la esencia de los lugares para detectar sus fuerzas o sus carencias, para potenciar las primeras o paliar las segundas a través del ejercicio de la arquitectura, una disciplina rigurosa y objetiva en sus manos.
Son los valores cívicos los que predominan, los valores colectivos de la cultura y los valores civilizadores de la arquitectura, los que conjuntamente destacan por encima de la voluntad individual del arquitecto, pues como dice el propio Moneo: “una obra de arquitectura, si tiene éxito, acaba por hacer desaparecer al arquitecto”. Pero no cabe duda de que éste, el arquitecto, reaparece como maestro de la geometría y del volumen, de la luz y del espacio para dejarnos preciosas lecciones de arquitectura. Desde estas claves de entendimiento, la arquitectura de Rafael Moneo puede definirse como concreta y precisa, en su doble acepción de necesaria en su origen y estricta en su claridad formal. Una arquitectura rigurosa y contenida que, sin embargo, ofrece mucho en lo material y en lo espiritual.
Rafael Moneo Vallés nació en Tudela, Navarra, en 1937. Estudió en la Escuela de Arquitectura de Madrid y tuvo como maestro a Francisco Javier Saénz de Oíza. La dualidad norte-sur propia de los temperamentos artísticos e intelectuales quedará colmada al terminar su carrera, pues se pone en contacto con dos maestros de la arquitectura nórdica, el finlandés Alvar Aalto y el danés Jon Utzon. Por otro lado, el reclamo mediterráneo también es atendido a partir de la concesión de la beca de pensionado en la Academia de España de Bellas Artes en Roma.
A finales de los sesenta comienza su carrera profesional que adquirirá un carácter internacional en las siguientes décadas. La trayectoria de Moneo como arquitecto es, sin embargo, inseparable de su vocación docente, como profesor en las Escuelas de Madrid y Barcelona, en la Escuela Politécnica de Lausana (Suiza) y en las universidades norteamericanas de Princeton y Harvard, donde ha sido decano de la Graduate School of Design. Rafael Moneo es el arquitecto español más premiado: tiene en su haber la Medalla de Oro de las Bellas Artes (1992) y el prestigioso Premio Pritzker (1996); en 2001 recibió el Premio Mies van der Rohe por el Kursaal; en 2003 la Medalla del RIBA y en 2012 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, un justo reconocimiento a una intensa y extensa trayectoria.
Rafael Moneo tiene la honda conciencia de que la arquitectura se inserta en la ciudad o en la naturaleza, en un paisaje rural o urbano, que debe potenciarse a la vez que se satisfacen las necesidades humanas materiales y espirituales de sus habitantes. Le gusta entender que la ciudad es una continuidad histórica, un gran proyecto siempre inacabado en el que se debe actuar aportando valores cívicos a través de la arquitectura. Quizás por eso Moneo ha sido gran proyectista de museos y centros de arte, esos lugares un tanto enigmáticos en los que la civilización custodia sus más preciados tesoros.
Su primera obra de reconocimiento internacional fue un museo de arqueología, el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida (1980-86). Este edificio fue ideado para proteger unos valiosos vestigios romanos, pero logra mucho más, pues llega a dialogar con las ruinas para confrontar y conciliar dos mundos, el pasado y el presente. El museo reposa sobre un yacimiento arqueológico que recoge y ampara en una cripta, como embrión de un proyecto que brota del lugar, pues sobre estos vestigios se elevan los muros paralelos que sostienen grandes arcos que evocan la grandiosa espacialidad romana, así como su sistema constructivo de hormigón en masa revestido de ladrillo.
Un homenaje a la historia con conciencia plenamente contemporánea, el entendimiento del museo como espacio reverencial y al mismo tiempo como lugar de participación le lleva a cultivar reiteradamente la arquitectura de los museos, con obras maestras como la Fundación Pilar y Joan Miró de Palma de Mallorca (1987-1992), el Museo de Arte y Arquitectura de Estocolmo (1991-98), la instalación del Museo Thysen-Bornemisza en Madrid (1992), dos obras en Estados Umidos, el Davis Museum para el Wellesley College (1989-1993) y la ampliación del Museo de Houston (1992-2000), y más recientemente, el Museo del Teatro Romano de Cartagena (2004-2006). La alta responsabilidad que asume en este campo le lleva a consagrar prácticamente nueve años de su actividad a la ampliación del Museo del Prado (1998-2007), un proyecto enormemente difícil en el que se entabló un delicado diálogo entre dos maestros de la arquitectura española, Juan de Villanueva y el propio Rafael Moneo.
Quizás el sueño oculto de todo arquitecto contemporáneo es levantar una catedral. Moneo, procedente de un país de ancestrales diócesis y catedrales, tiene que acudir al Nuevo Mundo para satisfacer esta aspiración. El 21 de septiembre de 1997 se colocó la primera piedra de la catedral de Nuestra Señora de Los Ángeles, un nuevo templo para la ciudad californiana que se esfuerza en ser estrictamente contemporáneo pero insertándose en la gran tradición de la mejor arquitectura religiosa de todos los tiempos. El símbolo de la cruz, recortada en un lucernario de alabastro, aparece en lugar privilegiado, señalando al exterior la presencia del altar de la iglesia al aire libre.
Pero el arquitecto recluye la experiencia de lo sagrado en el espacio interior y la luz se convierte aquí en elemento fundamental, pues, como dice el arquitecto, esa “luz filtrada a través del alabastro crea una atmósfera luminosa, difusa y envolvente, en la que flota lo construido, confiando en hacernos vivir una experiencia del espacio próxima a la que hay en algunas iglesias bizantinas”. Logra toda la capacidad expresiva de un símbolo y la fuerza atemporal de un monumento permanente.
De la eficacia y sabiduría del arquitecto para afrontar programas difíciles y ofrecer respuestas magistrales, además de la mencionada ampliación del Museo del Prado, sirven de testimonio ilustrativo dos proyectos muy distintos en su resolución pues eran muy diferentes en sus condicionantes previos. El primero de ellos es el Kursaal de San Sebastián (1990-1999), levantado en un lugar muy singular, el borde marino del barrio de Gros, en el tramo final del río Urumea y abierto a la bahía. La ciudad se cierra aquí y la inmensidad del espectáculo marino se abre a los ciudadanos; un paisaje que el arquitecto sabe engrandecer con intuición casi escultórica a través de sus dos volúmenes de cristal translúcido orientados respecto a los dos montes circundantes, el Urgul y el Ulía, y entendidos, como él mismo explica, al modo de “unas gigantescas rocas que quedaron varadas en la desembocadura del Urumea”.
A esta magistral “arquitectura del paisaje” ejemplificada en el Kursaal, podemos oponer otro ejemplo de “arquitectura de la ciudad”, en este caso ejemplificada en la fachada que realiza para el Ayuntamiento de Murcia (1991-1998) en la plaza del Cardenal Belluga. Aquí el paisaje es fuertemente urbano, dominado por la sinfonía de la barroca fachada de la catedral, símbolo del poder eclesiástico y retablo pétreo, a la que responde el arquitecto en el otro extremo de la plaza con un trazado plano y geométrico, pero libre, configurado a través de firmes pilares revestidos de piedra y agrupados en ritmos serenos que son capaces de mantener la atención y contener en adecuado contrapunto a la exuberancia desbordante de su esplendorosa vecina barroca, enriqueciendo así un espacio urbano altamente cualificado por estas arquitecturas altamente singulares.
En la obra de Moneo, por tanto, encontramos en su justa proporción a un intelectual y a un artista, a un profesional al servicio de la sociedad, que a la vez actúa como demiurgo que transmuta ideas e intuiciones en ajustadas formas materiales. Su obra, muy diversa, como muy distintos han sido los desafíos y responsabilidades que ha afrontado, siempre se ajusta no obstante a la convicción ética de la necesidad de una arquitectura consciente del tiempo y del espacio en que surge, y a la vez consistente en su forma y su función. Una arquitectura que, tanto en su base intelectual como en su respuesta artística, se expresa en la discreta y decorosa elegancia de quien se ha empeñado en que su voz personal siempre suene a través del armonioso acorde de un mundo que entiende recibido en préstamo, y que se pretende entregar mejorado a través del sabio arte de la arquitectura.
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