miércoles, 15 de abril de 2015
Los Concilios Ecuménicos – Foros con autoridad en materia de fe
A lo largo de los veintiún Concilios ecuménicos reconocidos por la Iglesia Católica Apostólica Romana, los altos dignatarios de esta doctrina han tomado decisiones en materia de fe, de dogma y de disciplina. Sus acuerdos y decretos han afectado tanto a temas teológicos como a polémicas suscitadas con personajes concretos y han contribuido a la evolución no sólo de la Iglesia, sino también de la sociedad y del poder civil.
Se llama “concilio” a la asamblea legítimamente constituida de todos los obispos y demás altos cargos de la Iglesia, constituidos como Padres conciliares, y bajo la presidencia del papa, para deliberar, resolver y dictar las oportunas disposiciones sobre cuestiones eclesiásticas. En caso de que a él se convoque a todos los obispos del mundo, se habla de concilio ecuménico. Sus decisiones en materia de fe y moral necesitan ser ratificadas por el papa y se consideran infalibles, obligando a toda la Iglesia.
La Iglesia Católica Apostólica Romana reconoce 21Concilios Ecuménicos. 8 convocados antes del cisma de 1054 y 13 posteriores. Hasta 1123 eran los emperadores quienes convocaban las asambleas conciliares, a partir de entonces, fue cometido de los papas.
A pesar de que en Los Hechos de los Apóstoles se describe la primera reunión de cristianos de la historia, acaecida alrededor del año 51 entre San Pedro, San Pablo y los dirigentes de la ciudad de Jerusalén con el fin de discutir la mejor forma de convertir a los gentiles, el primer Concilio de la historia se celebró en Nicea el año 325, doce años después de que el emperador Constantino hubiera anunciado la tolerancia del cristianismo en el Imperio Romano.
Las siguientes reuniones de los jerarcas de la Iglesia, celebradas en Constantinopla (381, 553 y 680 a 681), Éfeso (431), Calcedonia (451) y Nicea (787), tuvieron como puntos principales de discusión la naturaleza de Cristo, divina y humana; la cualidad de María como madre de Dios, rechazada por el nestorianismo; la veneración de las imágenes religiosas, y la resolución del cisma entre la Iglesia cristiana de Oriente y de Occidente.
El palacio de Letrán, en Roma, fue la sede de cuatro asambleas consecutivas entre 1123 y 1219. El I Concilio de Letrán fue el primero que se celebraba en una ciudad de Occidente y el primero en ser convocado por el papa. En Letrán, se condenó la simonía –compra-venta o permuta de valores o poderes eclesiásticos por bienes materiales-, se prohibió el matrimonio de los clérigos y se estableció un nuevo procedimiento para la elección de papa mediante un cónclave de cardenales y con el voto favorable de las dos terceras partes de los congregados.
Pero quizá uno de los hechos más notables fue la definición, por primera vez en la historia, de la transustanciación, sacramento de la eucaristía en el que se produce la transformación milagrosa del pan y del vino en la carne y sangre de Cristo.
En 1414, el antipapa Juan XXIII convocó un Concilio en Constanza con el fin de zanjar la cuestión de la sucesión papal, terminar con el cisma en la Iglesia occidental, hacer reformas eclesiásticas y combatir la herejía. Se reguló la elección papal y, para terminar con el cisma entre los papas de Roma y Avignon, se eligió a Martín V como nuevo pontífice, quien convocó un nuevo Concilio en Basilea –no considerado legítimo por la Iglesia-, que concluyó los temas pendientes del Concilio de Constanza.
El Concilio de Basilea significó la derrota de la teoría conciliar radical, según la cual un concilio podía juzgar a un papa y tomar acciones en asuntos urgentes que el papa no podía o no debía mantener en situaciones de emergencia. De hecho, el nuevo papa Eugenio IV se enfrentó al Concilio y trasladó la reunión primero a Ferrara en 1438 y después –por culpa de la peste- a Florencia.
Aunque se cerraron algunos acuerdos en 1439, la Iglesia occidental continuó celebrando el Concilio en Roma hasta 1445, consolidando la unión con varias Iglesias pequeñas de Oriente. Pero la caída de Constantinopla en 1453 impidió nuevos contactos entre ambas Iglesias.
Desde finales del siglo XV se sentía la necesidad de convocar un concilio para reformar la Iglesia. El V Concilio de Letrán (1512-17) no lo consiguió y finalizó antes de que apareciera el movimiento reformista encabezado por Martín Lutero. Hubo que esperar a que Pablo II lo intentara, iniciando las sesiones del Concilio de Trento el 13 de diciembre de 1545. Al principio, la participación fue escasa y contó con numerosos obstáculos políticos, pero, a lo largo de las tres fases en que se dividieron sus sesiones, el Concilio ganó tanto en prestigio como en número de asistentes.
Como respuesta a los dogmas protestantes, se llegó a la conclusión de que las Escrituras tenían que ser entendidas dentro de la tradición de la Iglesia, se intentó definir el papel de la libertad humana en la salvación de las almas, se regularon los sacramentos, se discutió sobre cuestiones de disciplina y sobre el problema de la residencia episcopal. Pero quizá el mayor logro de esta asamblea fue conseguir un sentido de cohesión y dirección entre los dirigentes eclesiásticos, que revitalizó la Iglesia durante la Contrarreforma. El 26 de enero de 1564, Pío IV confirmó los preceptos del Concilio. “La Profesión de la fe tridentina” resumió los decretos doctrinales, fijó los modelos de fe y las prácticas de la Iglesia hasta mediados del siglo XX y dio nombre a toda una era que finalizó con la convocatoria del Concilio Vaticano I en 1869.
Pasaron tres siglos antes de que se congregara un nuevo concilio. Fue convocado por Pío IX y se reunió en 93 ocasiones en la Basílica de San Pedro de Roma, entre el 8 d diciembre de 1869 y el 1 de septiembre de 1870. Se discutió la adopción de un catecismo universal y nuevas normas de disciplina sacerdotal. Durante sus sesiones se promulgaron dos constituciones: la Dei filius (24 de abril de 1870), que exponía la doctrina católica romana sobre la fe y la razón, y la Pastor aeternus (18 de julio de 1870), que definía la infalibilidad papal y, en consecuencia, la primacía jurisdiccional del pontífice sobre toda la Iglesia.
Según este dogma, cuando el papa habla ex cathedra –desempeñando el poder de enseñar- en materia de fe, moral o costumbre, no puede equivocarse: es infalible. Este debate fue apasionante, aunque para algunos resultara inoportuno por motivos políticos y religiosos, y a otros les provocara serias dudas históricas y teológicas.
El 25 de enero de 1959, Juan XXIII anunció la apertura de un nuevo Concilio: el Vaticano II, que se inició el 11 de octubre de 1962 y finalizó el 8 de diciembre de 1965, tras 178 sesiones. Tres eran los objetivos principales del pontífice. El primero, la renovación y puesta al día –aggiornamento- de la Iglesia; el segundo, conseguir la unidad de los cristianos, y el tercero, mejorar las relaciones de la Iglesia con el mundo a través de una actitud de servicio y de la búsqueda de la salvación de la humanidad siguiendo los pasos de Cristo. Además, las reformas en la liturgia sentaron las bases para que en 1970 se sustituyera el latín por las diferentes lenguas vernáculas en el culto religioso.
En el Concilio Vaticano II, participó un promedio de 2.200 delegados por sesión, que procedían de todos los rincones del mundo. Fueron invitados delegados oficiales de las Iglesias ortodoxa y protestante, que asistieron en calidad de observadores, así como laicos y un reducido número de mujeres.
El Concilio Vaticano II fue un paso decisivo hacia la apertura y modernización de la Iglesia. Se consiguió una imagen del clero más compasiva y evangelizadora que permanece en nuestros días y permitió un resurgimiento de sus ideas y preceptos.
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