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sábado, 28 de febrero de 2015

Como en casa en ninguna parte




Si este gastado cliché sólo quiere transmitir añoranza del hogar, sentimiento de lo propio como lo acogedor y más entrañable…, nada hay que reprocharle. Somos de un lugar y miembros de un círculo familiar, hemos crecido dentro de un paisaje doméstico y amparados por unos muros protectores. Es natural que en ellos encontremos nuestro más cálido refugio.

Pero con demasiada frecuencia, y por regla general entre las personas más acríticas, esa expresión entraña actitudes poco o nada presentables. Significa sobre todo que lo mío, y después lo nuestro, es mejor tan sólo por ser mío o nuestro. Mis cosas (mi comida, mis costumbres, mi equipo de fútbol, mi modo de vivir, etc) valen más que todas las de los otros. Son estas otras cosas que, por lo general, no conozco y a lo más imagino desde mis torpes prejuicios. Eso implica que lo ajeno, nada más que por ser ajeno, no me interesa o me interesa menos.



Quien pronuncia el tópico cree que ya ha conocido todo lo que hay que conocer, porque da por supuesto que nada tan valioso puede encontrarse fuera de su tierra. Semejante autosuficiencia le ahorra toda curiosidad, le evita cualquier referencia exterior y, a fin de cuentas, le protege del riesgo de que lo suyo pudiera salir tal vez perdedor en caso de entrar en la comparación.

Lo que consagra este lugar común es el rechazo de toda actitud inclinada a la autocrítica. La conducta más propia de quien lo invoca es la repetición: tiene que volver a hacer lo mismo que siempre hizo, que es a su vez lo que presuntamente hicieron sus antepasados. “El que a los suyos parece honra merece”, reza un dicho, como si fuera también digno de aplauso quien imitara lo peor de sus padres. Llama la atención esa actitud moral tan minúscula y primitiva. Alguien que no podría vivir sin servirse de gran parte de las conquistas del tiempo presente manifiesta que desea vivir de acuerdo con las alegorías del pasado tal como se las transmitieron en su casa.

Es comprensible que tales personas se junten tan sólo o preferentemente con los del mismo origen, para así ver reforzada esa emoción de pertenencia. Si por casualidad y contra su voluntad uno de ellos cae en otro grupo, ese individuo se arriesga a hacerse antipático a los otros. Y es que, salvo situaciones extremas, nos agrada quien valora lo suyo –porque eso coincide con nuestro propio sentimiento respecto de lo nuestro-, pero nos irrita quien lo sitúa por encima de todo y desprecia lo de los demás.

Su traducción política más conocida empieza por el chauvinismo localista y termina en el
nacionalismo en cualquiera de sus figuras. “Right or wrong, my country” es una de sus fórmulas acuñadas. Lo chocante de ella es que no oculta que el amor a su país está más allá de que lo merezca o no, que se instala al otro lado del derecho. En lugar de creer que la patria de cada cual estará donde se encuentre bien (ubi bene, ibi patria), proclama que donde esté la patria allí por definición se encontrará lo bueno. Lo terrible, en definitiva, es que semejante parcialidad puede abocarles a cometer con excelente conciencia cualquier vileza contra los extraños. Pero a sus ojos no habrá injusticia, porque unos y otros se llevan su merecido: los propios por ser los mejores, los extraños por ser peores.

No merodea lejos de aquél ese otro tópico por el que uno declara con orgullo, pongamos por caso, “ser de Sangüesa de toda la vida”. Al fin y al cabo, la casa de uno es su familia, pero también el lugar donde habitó y creció.

Aunque hoy ciertamente venido a menos, aquí el absurdo estriba en llegar a medirnos por el marco local y no tanto por el valor de nuestra existencia dentro de ese marco o fuera de él. Los propios méritos de uno se encarecen comparados con los supuestos méritos del pueblo o ciudad en que nació o reside. Para empezar, se da a entender que nuestra tierra ha sido cuna de gentes de bien o incluso de celebridades que la historia canta en sus crónicas (como si hubiera alguien de nosotros que no cuente entre sus antepasados a gentes de conducta más que dudosa). Expresamos nuestra satisfacción de no habernos contaminado con lo exterior. No ha habido mezcla con forasteros, ni nos hemos dejado empapar de otras costumbres y convenciones, pues no hemos descreído ni
por un instante de las nuestras. Nadie tiene motivos de reproche contra nosotros, nuestra pureza vecinal permanece intacta.

Ese “de toda la vida” es muy significativo. Y no digamos si, como se escucha en tierras andaluzas, se trata “de toda la vida de Dios”, o sea, de la vida eterna (“desde que el mundo es mundo”). Nuestro timbre de gloria no radica tan sólo en ser de este o de aquel sitio, gracias al honor que le corresponde a nuestro pueblo y que este pueblo generosamente nos traspasa. No radica en residir aquí durante un largo período de tiempo, sino en el deseo o en la imaginación de serlo desde siempre. Es la antigüedad, el provenir del fondo de los tiempos, el arraigo de mi estirpe afincada aquí de generación en generación, etc., el que nos confiere a los de este lugar tan inmenso privilegio.

Esa conciencia se hace notar sobre todo en momentos culminantes, como las fiestas populares. Lo primero que esas fiestas celebran es que somos lo que somos; para ser más exactos, que principalmente somos gente de este pueblo, país, club, cofradía o de lo que se tercie. No podemos festejar la mayor o menor singularidad de cada cual, sino la presunta singularidad del colectivo y lo que por tan digno motivo nos toca en ello. Aceptamos entonces como inevitable que la fiesta engulla todo lo personal en la impersonalidad del colectivo, que cada cual deba suspender durante unos días lo más propio de uno para conmemorar lo propio del grupo.

Celebramos –o nos hacen celebrar- cómo somos y, para que la cosa tenga algún sentido, ese
pretendido modo de ser habrá de suponerse algo destacado, excepcional, un rasgo que los paisanos o participantes poseemos casi en exclusiva. Ese rasgo tiene que ser distinto del de los otros vecinos y, si nos falta ese carácter peculiar lo inventamos. Es verdad que, a la postre, no somos tan distintos y acabamos copiándonos unos a otros para no ser menos en los rasgos más característicos. Pero lo que importa es distinguirse. Cuantos menos individuos seamos miembros de algo o de algún sitio, cuantos menos poseamos una propiedad que juzgamos muy valiosa, más nos toca de ella a cada uno de nosotros. Seguramente por eso la mera humanidad, que nos identifica y de la que participamos junto con todos, representa para muchos el rasgo humano menos interesante….

Claro que los mayores celebran también –y esto suele desconocerse- ser precisamente los que quedan, unos supervivientes. Vienen a decir que se alegran de seguir vivos, pero eso mismo
implica acordarse siquiera de pasada de quienes faltan. Las fiestas, en su enlazar los años pasados con los actuales, hacen presentes a los ausentes, resucitan regularmente a los muertos. Por ahí parece desvelarse el fondo último del que emanan estas efusiones colectivas. Es el deseo desesperado de que nada cambie, de que todo siga igual, de que uno no muera o, si individualmente muere, que sobreviva en el colectivo. Aspiramos a la permanencia a través de la pertenencia. El gesto primordial de la fiesta es la rememoración y la reiteración de lo mismo. Que todo sea de nuevo como ha sido, como recordamos que era, nos ofrece la falsa ilusión de que nunca dejará de ser; mejor dicho, de que YO sigo siendo el que fui y que no dejaré de serlo. Todo ha de ser como fue, por más que ese “fue” no cuente a veces ni diez años de existencia. Pero su institución reciente vino con el propósito de que permaneciera para siempre…, como queremos permanecer nosotros mismos.

(Aurelio Arteta)

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