sábado, 15 de marzo de 2014
MARIO MOLINA-PASQUEL – El descubridor del agujero de ozono
Su nombre quedará indisolublemente unido a una palabra científica escasamente conocida hace unos decenios y hoy sumamente popular: el ozono. Y, en particular, a la mal llamada “capa de ozono” de la atmósfera terrestre, que protege a la superficie del planeta de algunas radiaciones de onda corta dañinas para la vida, como las ultravioleta más penetrantes.
Mario Molina y su mentor en la Universidad californiana de Irvine, Sherwood Rowland, fueron los primeros que en 1974 alertaron del daño que los famosos gases –hasta entonces tenidos por inertes y por tanto inocuos- clorofluorocarbonados (conocidos como CFC) podrían producir, afectando a la estabilidad promedio de ese ozono estratosférico que nos protege de las radiaciones dañinas del Sol.
Mario José Molina-Pasquel Henríquez nació en 1943 en México capital. En su juventud alternó los estudios en México y en Suiza. Recién licenciado en Ingeniería Química por la Universidad Autónoma de México, en 1965 se fue a la Universidad Albert Ludwigs de Friburgo, en Brisgovia, Alemania, para ampliar estudios de posgrado. Pasó luego un tiempo en París estudiando matemáticas y filosofía, regresó brevemente a su Universidad de México como profesor encargado de poner en marcha un programa de posgrado en su especialidad y, finalmente, acabó en la Universidad californiana de Berkeley, en la bahía de San Francisco, para especializarse en química física. Allí se doctoró en Química en 1972, y se incorporó al grupo de investigación del famoso científico George Claude Pimentel, inventor del láser químico. Luego estuvo en la Universidad Irvine, al sur de Los Ángeles, trabajando en el grupo de Frank Sherwood Rowland, quizá uno de los mayores expertos del mundo en química atmosférica, quien le encargó investigar el destino ambiental de unas sustancias químicas inertes y usadas con profusión por la industria en extintores y propelentes de todo tipo, los gases CFC. La idea era que, precisamente por ser inertes, estarían acumulándose en la atmósfera con efectos probablemente nulos, pero en todo caso ignorados.
Molina se apasionó por un tema del que no sabía mucho, la química atmosférica, y obtuvo muy pronto resultados muy interesantes respecto a la alta atmosfera, donde los CFC no son tan estables como en las capas bajas del aire. Tras discutirlo con su mentor, ambos publicaron el trabajo en la revista Nature en junio de 1974, sin ser realmente conscientes de la posterior repercusión que aquel estudio podría tener a escala industrial y como bandera, en última instancia, de la defensa ambiental del planeta.
Unos años después, Molina acabó dirigiendo en Irvine su propio grupo de investigación, y ya en 1982 se trasladó al Jet Propulsion Laboratory, en Pasadena, al norte de Los Ángeles, al grupo de química molecular. Siete años más tarde, en 1989, emigra al otro extremo de Estados Unidos, al famoso MIT de Boston, como profesor investigador. Allí es donde adquirió la ciudadanía estadounidense.
En 1995, Molina y Rowland, junto a Paul Jozef Crutzen, quiímico holandés experto en ozono atmosférico, recibieron el premio Nobel de Química. Habían transcurrido desde aquel trabajo publicado en Nature más de 21 años… ¿Por qué la comunidad científica rescató, tanto tiempo después, un trabajo puntual realizado por Molina y Rowland que pasó en su momento casi desapercibido?
Para sorpresa de muchas personas, las primeras medidas serias de ozono que comenzaron a realizarse en la Antártida en el decenio de los ochenta mostraban una disminución notable del espesor de ese gas en la estratosfera durante la primavera antártica (nuestro otoño). Aquel agujero de ozono se hizo muy popular muy pronto, y fue entonces cuando el mundo científico comenzó a revisar los trabajos publicados al respecto. Y no eran muchos; de hecho, apenas estaban los estudios de Crutzen y la investigación de Molina y Rowland.
Cuando al cabo de los años se confirmó la mala noticia de esa aparición, esporádica pero repetida año tras año, del famoso agujero, la ciencia pudo verificar la enorme importancia de aquellos trabajos pioneros. Lo que llevó al comité del Nobel a premiar a los tres científicos.
La nota oficial justificando la concesión del premio alude explícitamente a la “dilucidación de la amenaza a la capa de ozono terrestre por parte de los gases CFC”. Es decir, introduce dos conceptos interesantes: amenaza a la capa de ozono y gases CFC. Una amenaza que podría concretarse, o no, y unos gases de procedencia industrial y, por tanto, artificiales. Es indudable el oportunismo del premio: la capa de ozono y su agujero se habían hecho famosos a finales de los ochenta y comienzos de los noventa, y de aquel deterioro ambiental tenía la culpa la industrialización humana. Había que premiar a aquellos pioneros defensores del planeta.
Con todo, el hecho sustancial es que esos investigadores, en particular Molina –probablemente Rowland solo supervisó su trabajo- en el tema de los CFC, y Crutzen en cuestiones de ozono, abrieron una puerta de trascendencia evidente para las ciencias atmosféricas y, lo que aún parece más interesante, la relación indirecta, e incluso a veces insospechada de la actividad humana sobre la naturaleza.
En eso radica, probablemente, la importancia innovadora de figuras como Mario Molina: haber conseguido relacionar la ciencia básica –en su caso, la química atmosférica- con la actividad industrial potencialmente contaminante, lo que lleva a aplicaciones inmediatas a escala mundial. Por ejemplo, la adopción por Naciones Unidas del Protocolo de Montreal “relativo a las sustancias que agotan la capa de ozono”, firmado en 1989. Probablemente fue entonces cuando comenzó a hablarse de un posible Nobel para Mario Molina.
En la actualidad, el científico mexicano-estadounidense es desde 2005 profesor de la universidad californiana de San Diego, preside en México el Centro Mario Molina para estudios estratégicos sobre energía y ha sido asesor para temas ambientales del Presidente Obama desde 2008.
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