El genial escritor y dramaturgo Félix Lope de Vega no es sólo una de las personalidades más representativas del Siglo de Oro, sino, sobre todo, el creador del teatro clásico español, al que supo dotar de la más genuina de las características del drama moderno: la libertad del autor, sólo condicionada por los gustos del público. Su obra, junto con la de su coetáneo inglés William Shakespeare, supone la definitiva orientación del género dramático hacia lo que hoy entendemos como tal.
Si la cultura barroca del siglo XVII, desengañada del optimismo y la armonía renacentistas, persiguió el claroscuro y la mezcla entre el arte y la vida, pocas figuras la encarnan mejor que el dramaturgo madrileño Félix Lope de Vega y Carpio. Todo en él se caracterizó por el contraste y el exceso, empezando por su propia vida. Adorado por el pueblo, fue poco estimado por la nobleza, quizás escandalizada por la inmoralidad de su conducta; escritor de inconmensurable obra y de fuerte sentido profesional, ganó y gastó enormes sumas de dinero, pero vivió siempre acuciado por las dificultades económicas; no hubo autor en su época más identificado con la visión del mundo del pueblo español, ni tampoco otro más revolucionario en cuanto a sus concepciones literarias.
Éste dio muestras de sus extraordinarias dotes desde muy pequeño, pero interrumpió sus estudios en la Universidad de Alcalá de Henares para embarcarse en una expedición militar a las Azores. A los 20 años, y siendo ya poeta conocido, inauguró su agitada vida sentimental con sus amoríos con la joven comedianta Elena Osorio. Al ser reemplazado por un rico rival, arremetió contra ella y contra su familia en unos versos difamatorios que le costaron unas semanas de cárcel primero y el destierro de la corte después, en 1588. Camino del mismo, sin embargo, tuvo tiempo de raptar a Isabel de Urbina, aunque pocas semanas después de su boda con ella se alistara en la expedición de la Armada Invencible. De regreso, vivió en Valencia y en Alba de Tormes, hasta que, tras haber enviudado, pudo regresar a Madrid en 1595.
Lope recordaría hasta sus últimos días estos episodios de su juventud alocada, ya que tuvieron una gran importancia en su vida al ponerle en contacto directo con el teatro. Valencia era, por aquel entonces, uno de los centros teatrales de España, pues allí había una mayor libertad de costumbres y de lenguaje. El teatro de Lope se empezó a desprender de la rigidez de las piezas neoclásicas del Renacimiento y a mostrar una mayor agilidad escenográfica y de acción.
En la cumbre de su fama como escritor, se casó nuevamente en 1598 con Juana de Guardo, pero hacia 1599 conoció a la actriz Micaela Luján, con quien iniciará una apasionada relación que se prolongó durante casi diez años. Ante el escándalo general, Lope tendrá que repartirse entre sus dos familias, pues tuvo hijos con ambas mujeres. En 1605, entró al servicio del duque de Sessa, quien será su mecenas y protector durante el resto de su vida, aliviando en parte las crónicas dificultades económicas del dramaturgo. Tras su ruptura con Micaela, la vida de Lope entró en una fase de mayor estabilidad, brutalmente interrumpida en 1613 por las sucesivas muertes de su pequeño hijo Carlos y de su esposa Juana. Sacudido por una profunda crisis espiritual, se ordenó sacerdote en 1614, pero ni los hábitos pudieron servir de contención a su irrefrenable vitalidad.
En 1616 conoció, en efecto, a quien fue su último y quizá más grande amor, Marta de Nevares, mujer casada y casi treinta años más joven que él. El hogar de Lope, en el que ya vivían los hijos de sus anteriores uniones, sirvió de marco para esta sacrílega y apasionada relación entre una mujer casada y un sacerdote, que fue la comidilla de la corte y se prolongó hasta 1632, fecha del fallecimiento de Marta tras varios años de ceguera y locura, en los que el poeta cuidó amorosamente de su amada enferma.
Los últimos años de vida de nuestro dramaturgo fueron muy amargos, con la muerte de su adorado hijo Lope y el rapto de su hija Antonia por un seductor. Falleció en 1635 y su entierro, que recorrió las calles de Madrid, supuso una extraordinaria demostración de duelo popular.
Conocido ya en su tiempo como el Monstruo de la Naturaleza –al decir de Miguel de Cervantes- o el Fénix de los Ingenios, el caso de Lope es único en la literatura universal por la asombrosa, casi inconcebible, amplitud de su obra. Sólo los guarismos de su producción dramática inducen ya al vértigo. Se conservan, en efecto, más de 400 piezas teatrales suyas, y aunque la cifra de 1.500 que se le ha atribuido es evidentemente exagerada, hay que suponer que, como ocurre con otros muchos autores de la época, muchas de sus obras se han perdido. Pero es que, además, Lope, a diferencia de Calderón de la Barca, no se dedicó exclusivamente al teatro.
Junto a Quevedo y Góngora, Lope es, sin duda alguna, la tercera gran figura poética del Barroco español, autor de abundantes romances, sonetos y otras composiciones, de tema profano –“Rimas”, de 1604- y religioso –“Rimas sacras”, de 1614-. Escribió asimismo numerosos poemas narrativos de asunto mitológico –“La Filomena” y “La Andrómeda”, ambas de 1621 o “La Circe”, de 1624-, o de tono épico, sea de tema histórico –como “La Dragontea” (1598), sobre el pirata inglés Drake-, sea de pura fantasía –como “La hermosura de Angélica” (1602)-, sea de argumento religioso –como “El Isidro” (1599), dedicado al patrón de Madrid, o el extenso “La Jerusalén conquistada” (1609)-. Especialmente destacable en este apartado es su poema épico-burlesco “La gatomaquia” (1634), parodia del género épico protagonizada por unos gatos enzarzados en hilarantes guerras.
Fue también Lope prosista y cultivó la mayoría de los géneros típicos de su época: la novela pastoril, con “La Arcadia” (1598); la bizantina, con “El peregrino en su patria” (1604), o la novela corta al estilo cervantino, con “Novelas a Marcia Leonarda”; en todo caso su mejor obra en prosa es la novela dialogada “La Dorotea” (1632), en la que reconstruye en clave seudoautobiográfica sus amores juveniles. A todo ello hay que añadir su abundante correspondencia, que forma un auténtico diario íntimo.
Pese a la envergadura de la obra mencionada hasta ahora la aportación fundamental de Lope fue su revolucionaria concepción de la obra dramática, que, triunfadora y adoptada por muchos otros dramaturgos, constituyó la base del teatro clásico español. Frente a la concepción renacentista, que defendía un teatro culto e idealista, a imitación del antiguo teatro griego, destinado a un público selecto y basado en el respeto de una serie de rígidas convenciones y reglas, Lope propondrá, a imitación de la propia vida y siguiendo los principios barrocos de la mezcla y el contraste, una visión mucho más libre de las “comedias”, como eran denominadas entonces las obras dramáticas.
Sus principales ideas fueron expuestas en una obrita de 1609 encargada por la Academia de Madrid: el “Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo”. Así, frente a la rígida separación de lo trágico y lo cómico, Lope defiende su unión, por lo que los personajes nobles pueden y deben mezclarse con los del pueblo. Rechaza además el principio clásico según el cual la acción debía ser única, desarrollarse en un solo lugar y no durar más de 24 horas. Recomienda estructurar la obra en tres actos, correspondientes al planteamiento, nudo y desenlace de la acción, aunque procurando dejar éste para el último momento.
Frente a la concepción clásica, sostiene que el tipo de verso debe variar según las distintas situaciones de la obra y que deben introducirse canciones y bailes. El lenguaje deberá ser comprensible para todos y, sobre todo, adecuarse a los distintos papeles de la obra. Éstos, por otra parte, más arquetipos que auténticos personajes de carne y hueso, eran principalmente seis: el galán y la dama, protagonistas de la intriga amorosa; el criado, llamado también, por obvias razones, “gracioso”- y la criada, que ayudan a los anteriores; el padre o el viejo y el antagonista –sea otro galán o algún noble poderoso-, que se oponen a las pretensiones de los primeros.
La causa de tanta innovación es que para Lope, y en ello consiste su radical modernidad, sólo el gusto del público puede determinar las obras teatrales, y no la opinión de los sabios ni las normas antiguas. Convencido de ello, adecuó su fórmula dramática a los variopintos espectadores del teatro barroco, auténtico espectáculo de masas. En sus obras, en efecto, se funden lo culto y lo popular, la tradición y lo novedoso, lo dramático y lo cómico, los valores individuales y los colectivos, el pensamiento y la acción, de manera que desde el noble hasta el villano pudieran hallar algo que les agradara. En conjunto, Lope será el gran intérprete escénico del sistema de ideas y creencias de la España de su época.
Al objeto de encontrar inspiración para su inagotable vena dramática, Lope recurrió a todo tipo de fuentes. De este modo, escribió comedias religiosas –bíblicas o de vidas de santos-, pastoriles, mitológicas, legendarias, históricas- sobre todo de temas nacionales, pero también extranjeros-, etc. En repetidas ocasiones se basó en novelas cortas italianas. Y, como es natural, otras muchas obras proceden de su propia y genial inventiva, capaz de extraer una pieza a partir de un refrán, un romance o una canción popular, como veremos. De entre estas últimas, son numerosas las de ambientación urbana, en las que se refleja el vivaz ambiente de la capital y las costumbres de la época. Como ejemplo, se pueden citar “El acero de Madrid”, comedia de enredo amoroso en la que una joven se finge enferma para que un falso médico –el criado del galán en realidad- le recete las aguas de un manantial muy popular en la época; así podrá encontrarse con su amado, burlando la vigilancia de su familia.
En otras ocasiones, la ambientación es rural, y si, a veces, como en “El villano en su rincón”, se trata de una alabanza de la tranquilidad campestre, en un grupo de obras que puede denominarse “dramas del poder injusto” los argumentos optan decididamente por lo dramático. En ellas se repite una acción parecida: un noble abusa de su poder y se enfrenta a un villano pretendiendo a su esposa; el villano, basándose en su honradez y limpieza de sangre –en la antisemita España de la época se consideraba que los campesinos no tenían sangre judía, más propia de las ciudades-, acude al rey para que haga justicia –. Eso ocurre en “El mejor alcalde, el rey”-, o bien se la toma por su mano y es absuelto posteriormente por el monarca –“Peribáñez y el comendador de Ocaña” o “Fuenteovejuna”-. Así pues, el rey y el pueblo forman, según un tópico de la época, una armoniosa unidad que castiga al noble que se extralimita en sus atribuciones.
Quizá la obra más universalmente conocida de Lope sea la mencionada “Fuenteovejuna”, en la que un pueblo entero se rebela contra un injusto noble, el comendador de la aldea, que abusaba impunemente de sus mujeres. Cuando los jueces reales investigan lo sucedido, todos los campesinos, resistiendo incluso a la tortura, responden que el autor fue Fuenteovejuna, es decir, “todos a una”, hasta que los Reyes Católicos, al tener noticias del caso, los perdonan.
“El caballero de Olmedo”, otra de las más conseguidas piezas de Lope, le fue inspirada por un cantar tradicional sobre la muerte de un caballero castellano. Mientras en los dos primeros actos, que siguen el esquema típico de una comedia amorosa y de costumbres, se nos presenta el enamoramiento de la pareja protagonista ayudada por sus respectivos criados, el tercer acto adopta un tono mucho más trágico y sombrío cuando una serie de presagios van anunciando la muerte del caballero, asesinado por su rival a traición.
Más dramático aún resulta “El castigo sin venganza”, basada en una novela italiana. Se trata de un terrible conflicto de pasiones que bordea el incesto: el duque de Ferrara descubre tras su segundo matrimonio que su hijo ama apasionadamente a su nueva esposa, a quien conoció sin saber de quién se trataba. Entre grandes sufrimientos de conciencia, pero también con cruel lucidez, el duque engaña a su hijo para que mate a su madrastra y ordena luego que sea ejecutado, siguiendo así los códigos del honor de la época, por más que al espectador de hoy le parezcan sencillamente aberrantes.
Ambas piezas destacan por la perfección constructiva con la que se va desarrollando la trama ante nuestros ojos, camino de su inexorable final. De parecida maestría da muestras Lope también con argumentos más livianos. Así, por ejemplo, en “El perro del hortelano”, deliciosa comedia de ambientación palaciega en la que la condesa Diana, pese a estar enamorada de su secretario Teodoro, no se decide a confesar sus sentimientos por ser él de clase más baja, pero se dedica a estorbar sus relaciones con una de las criadas: como el perro del hortelano del refrán que inspira la obra, que ni come ni deja comer al amo, ella ni se decide a amarlo ni permite sus amores con otras. Al final, tras numerosos golpes de efecto, la pareja de amantes podrá casarse al descubrirse el oculto origen noble de Teodoro –aunque, en realidad, sea un truco urdido por su criado-.
Quizá porque su propia vida amorosa fue muy intensa, Lope también demostró tener una gran habilidad con las comedias denominadas “de capa y espada”, basadas en la intriga de acción amorosa, y en aquéllas en las que las damas eran protagonistas gracias a su inteligencia o por su estupidez. Así, el enredo y complicación argumental de “La dama boba” son notables, pero esta pieza destaca por la fina caracterización psicológica de sus protagonistas, dos hermanas, una muy culta y otra muy necia, con sus respectivos pretendientes y sus conflictos amorosos. Al final, la necesidad de conservar a su enamorado logrará espabilar a la dama boba. También notable es “La discreta enamorada”, en la que una dama logra deshacer su compromiso de casarse con un viejo para, finalmente, hacerlo con su joven hijo.
Naturalmente, no puede decirse que las obras de Lope sean completamente realistas, sujetas como están a sus propias convenciones –verso, papel de la mujer que nada tenía que ver con la realidad, amor y honor como principales motores de la acción-, pero el talento escénico del dramaturgo, su extraordinaria capacidad para reflejar literariamente el mundo que le rodeaba, hace que en sus piezas la vida se cuele a raudales y se abra la puerta que lleva al teatro moderno.
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