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domingo, 3 de marzo de 2013

Comer o Nutrirse (1)


Coma comida. No demasiada. Plantas en su mayor parte.

En pocas palabras, ésta es, más o menos, la respuesta a la supuesta e increíblemente difícil y confusa pregunta de qué deberíamos comer los seres humanos para estar lo más sanos posible.

Comer un poco de carne no le hará daño, aunque quizá sería mejor pensar en ella como guarnición más que como plato principal. Y convendría tomar alimentos frescos e integrales en lugar de productos alimenticios procesados. A eso me refiero con la recomendación de “comer comida”, lo que no es tan sencillo como parece. Porque mientras que antes lo único que se podía comer era comida, hoy encontramos en el supermercado miles de otras sustancias comestibles parecidas a la comida.

Esos novedosos productos de la ciencia de la alimentación a menudo vienen en paquetes profusamente adornados con afirmaciones de las propiedades saludables de los productos en cuestión, lo cual me lleva a otro consejo, un tanto contario al sentido común: si le preocupa la salud, quizá debería evitar los productos de los que se hacen afirmaciones de propiedades saludables. ¿Por qué? Porque ese tipo de afirmaciones sobre un producto alimenticio hace suponer que no se trata realmente de comida, y comida es lo que queremos comer.

El simple hecho de preguntarnos qué comemos, leer sobre ello y preguntar a periodistas o “expertos” es ya un síntoma de nuestra confusión actual acerca de la comida, un asunto tan elemental de nuestra vida cotidiana de seres humanos. Porque, vamos a ver: ¿qué otro animal necesita que le ayuden a decidir lo que debería comer? Bien es verdad que, como somos omnívoros –animales que pueden comer prácticamente cualquier cosa que da la naturaleza y que de hecho tienen que comer una gran variedad de diferentes cosas para estar sanos-, la cuestión de “¿qué comer?” nos resulta a nosotros un poco más complicada que, digamos, a las vacas. No obstante, durante gran parte de la historia de la Humanidad, los seres humanos han resuelto esa cuestión sin el asesoramiento de expertos. Para orientarnos hemos contado, en cambio, con la cultura, que, al menos por lo que se refiere a la comida, representa, realmente, sólo una palabra chic para tu madre. Qué comer, en qué cantidad comerlo, en qué orden, con qué, cuándo y con quién son cuestiones establecidas desde hace mucho tiempo y que han pasado de padres a hijos sin demasiada controversia o alboroto.

Pero en las últimas décadas las madres han perdido gran parte de la autoridad que tenían sobre las comidas, y se la han cedido a los científicos y a los fabricantes de alimentos (muchas veces una alianza poco saludable la de ambos colectivos) y, en menor medida, al Gobierno, con sus recomendaciones dietéticas, sus normativas de etiquetado de alimentos y sus desconcertantes pirámides alimenticias. Fíjese: la mayoría de nosotros ya no comemos lo que comían nuestras madres de pequeñas ni, si vamos al caso, lo que nuestras madres nos daban de pequeños. Desde un punto de vista histórico, ésta es una situación de lo más insólita.

¿Qué fuerzas están motivando esa variación incesante de la dieta en el mundo occidental? Una es la maquinaria de decenas de miles de millones de dólares del mercado alimentario, que prospera con la novedad por la novedad. Otra es el constante cambio de parecer de la ciencia de la nutrición, que, según se mire, está ampliando de manera continuada las fronteras de nuestro conocimiento sobre la dieta y la salud o, sencillamente, cambia mucho de opinión porque es una ciencia fallida que sabe bastante menos de lo que nadie estaría dispuesto a reconocer.

En parte lo que hizo desaparecer la cultura alimentaria de nuestros abuelos de la mesa fue la opinión
científica oficial, la cual, en la década de los sesenta, resolvió que las grasas animales eran sustancias letales. Y luego estaban los fabricantes de comestibles, que sacaban poco beneficio de la cocina de la abuela, porque prácticamente ella lo hacía todo, hasta derretir la grasa para cocinar. Exagerando los “últimos hallazgos científicos” se las arreglaron para convencer a su hija de las virtudes de los aceites vegetales hidrogenados, de los que ahora se sabe que pueden ser, ¡vaya!, sustancias letales.

Tarde o temprano, todo lo que se nos ha dicho sobre la relación existente entre la dieta y la salud parece venirse abajo a la luz de los estudios más recientes. Pensemos en las últimas conclusiones. Durante mucho tiempo se creyó que una dieta baja en grasas prevenía el cáncer, pero en 2006 nos llegó la noticia de que puede que no sea así. Esa información procedía del enorme estudio –financiado por el Gobierno- Women´s Health Initiative, que tampoco ha encontrado la relación entre una dieta baja en grasas y el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares. En efecto, toda la ortodoxia nutricional sobre las grasas en la dieta parece estar desmoronándose.

En 2005 nos enteramos de que la fibra alimenticia, en contra de lo que se nos ha asegurado durante
años, podría no ayudar a prevenir el cáncer de colon y las afecciones cardiacas. Y luego, en el otoño de 2006, dos prestigiosos estudios sobre los ácidos grasos omega-3 que se publicaron al mismo tiempo llegaron a conclusiones sorprendentemente distintas. Mientras que el Instituto de Medicina de la Academia Nacional de Ciencias había encontrado pocas pruebas concluyentes de que comer pescado fuera beneficioso para el corazón (y además podía dañar el cerebro, puesto que gran cantidad de pescado está contaminado por mercurio), un estudio de Harvard daba la esperanzadora noticia de que simplemente comiendo pescado dos veces a la semana (o ingiriendo las suficientes cápsulas de aceite de pescado) se reducía el riesgo de morir de infarto de miocardio en más de un tercio. No es de extrañar que los ácidos grasos omega-3 estén a punto de convertirse en el salvado de avena de nuestro tiempo, mientras que los científicos de la alimentación se apresuran a microencapsular aceite de pescado y de algas e incorporárselo a alimentos antaño del todo terrestres, como el pan y la pasta, la leche, el yogur y el queso, de los cuales muy pronto, no lo dude, emanarán nuevas propiedades saludables.

La historia de cómo las cuestiones más básicas sobre qué comer se han complicado tanto dice mucho de los imperativos institucionales de la industria de la alimentación, la ciencia de la nutrición y el periodismo, tres grupos que salen ganando con la confusión generalizada que rodea a la cuestión más elemental a la que se enfrenta un omnívoro. Pero que los seres humanos decidan qué comer sin orientación profesional –algo que han venido haciendo con notable éxito desde que bajamos de los árboles- resulta seriamente improductivo para las empresas alimentarias, un absoluto fracaso profesional para los nutricionistas y de lo más aburrido para los directores de periódicos o los reporteros. (O, si vamos al caso, para los que comen. ¿Quién quiere oír por enésima vez, que hay que “comer más fruta y más verdura”?).

Y así, como una enorme nube oscura, se ha montado la gran conspiración de la Complejidad
Científica sobre las cuestiones más sencillas de la nutrición…, lo que resulta muy ventajoso para todos los involucrados. Excepto quizá para los supuestos beneficiarios de todo ese asesoramiento nutricional: nosotros y nuestra salud y felicidad. Porque lo más importante que hay que saber de la campaña para profesionalizar el asesoramiento dietético es que no nos ha hecho más sanos. Al contrario: la mayoría de las recomendaciones nutricionales que hemos recibido a lo largo del último medio siglo (en particular la de sustituir las grasas en la dieta por hidratos de carbono), de hecho, han conseguido que estemos menos sanos y bastante más gordos.

Que la comida y el comer necesiten defensa podría parecer absurdo en una época en que la sobrenutrición empieza a ser una amenaza más seria para la salud pública que la infranutrición. Pero yo afirmo que la mayor parte de lo que consumimos hoy en día ya no es, en el sentido estricto de la palabra, comida en absoluto, y la forma en que la consumimos –en el coche, delante del televisor y cada vez más solos-no es comer verdaderamente, al menos no en el sentido en que la civilización ha entendido el término desde hace mucho tiempo. Jean-Anthelme Brillat-Savarin, gastrónomo del siglo XVIII, estableció una sutil distinción entre la actividad nutricia de los animales, que se alimentan, y la de los seres humanos, que comen o cenan, una práctica, sugirió, que debe tanto a la cultura como a la biología.

Como seres comedores nos vemos cada vez más dominados por el Complejo Nutricional Industrial, compuesto por científicos y comerciantes de la alimentación, bienintencionados aunque propensos a equivocarse, deseosos de explotar cualquier cambio en el consenso nutricional. Juntos, y con un poco de ayuda decisiva del Gobierno, han construido la ideología del nutricionismo, que, entre otras cosas, nos ha convencido de tres perniciosos mitos: que lo que más importa no es la comida, sino los “nutrientes”; que, como los nutrientes son invisibles e incomprensibles para todo el mundo menos para los científicos, necesitamos la ayuda de los expertos para decidir qué comer; y que el propósito de comer es promover un estrecho concepto de la salud física. Como desde esa perspectiva la comida es en primer lugar una cuestión de biología, de ello se sigue que debemos comer científicamente, de manera estricta y bajo la dirección de los expertos.

Si semejante planteamiento de la comida no le parece cuando menos un poco extraño, probablemente
es porque el pensamiento nutricionista se ha generalizado hasta hacerse imperceptible. Olvidamos que, históricamente, la gente ha comido por muchas razones aparte de la necesidad biológica. La comida también tiene que ver con el placer, con la sociedad, con la familia y la espiritualidad, con nuestra relación con la naturaleza y con la expresión de la identidad. Desde que los seres humanos comen juntos, comer tiene que ver con la cultura tanto como con la biología



(Continúa en la siguiente entrada)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Real como la vida misma. Muy buen artículo; espero con impaciencia la continuación.
La codicia del lechero que antaño echaba agua en la leche es un grano de arena en comparación con la de los que dirigen las grandes empresas de la industria alimentaria, y creo que ésa es la madre del cordero.