viernes, 27 de enero de 2012

Atentados con ántrax (y 2)



(Viene de la entrada anterior)

Si el objetivo del terrorista era el asesinato en masa, ¿por qué le salió tan mal? Una posibilidad es que malinterpretase el concepto técnico de “dosis letal”. Pensemos en la paradoja siguiente: el senador Patrick Leahy, al hablar en un programa de televisión sobre el posible contenido de la carta que le enviaron, declaró que podría contener “cien mil dosis letales”. Sin embargo, las cartas apenas causaron cinco muertes. ¿Exageró? En absoluto. Es más, se quedó corto.

¿Cómo podemos cuadrar cinco con cinco mil? Veamos las cifras. Basándose en experimentos con primates, los servicios secretos del Departamento de Defensa estadounidense calculan que bastan entre 2.500 y 55.000 esporas para provocar una infección pulmonar fatal a la mitad de los afectados (o sea, la DL50). Una sola espora podría provocar la enfermedad, pero es poco probable; la media indica que hacen falta muchas esporas. Es posible que la quinta y última víctima de las cartas, una anciana de 94 años llamada Ottilie Lundgren, muriese a consecuencia de unas pocas esporas, lo cual explicaría la ausencia, tanto en su casa como en sus pertenencias, de una cantidad detectable de ántrax.

Para llegar a las zonas más sensibles de los pulmones, las esporas o cúmulos de esporas han de ser pequeños, de no más de tres micrómetros de diámetro; esto es, unas diez veces más finos que un cabello humano. Según se dijo, la carta de Leahy contenía dos gramos de ántrax –más o menos el peso de un céntimo- divididos en doscientos mil millones de partículas del citado tamaño. Si damos por hecho que 10.000 partículas constituyen una DL50 razonable, la carta contenía 20 millones de dosis letales. Así pues, las 100.000 que calculó Leahy eran una cifra muy inferior a la real.

Poniéndonos en lo peor –o en lo mejor, desde el punto de vista de los terroristas-, las partículas de ántrax saldrían volando del sobre, se dispersarían como polvo, el sistema de ventilación del edificio las aspiraría y se mezclarían y diluirían de modo uniforme en el aire en circulación. Un ser humano inhala cerca de un metro cúbico de aire por hora. Con 10.000 partículas en cada metro cúbico –bastantes como para acabar con la vida de quien las inhalase-, 200 mil millones de partículas de una carta podrían, en teoría, contaminar 20.000 millones de metros cúbicos, esto es, casi todo el volumen de la red de metro de Nueva York. No es de extrañar que la gente tuviese miedo de las cartas con ántrax.

Sin embargo, este panorama tan catastrófico es sumamente engañoso. El principal desafío que plantea el uso militar del ántrax siempre ha sido la manera de mezclar las esporas con el aire de modo uniforme y que se mantengan suspendidas en el aire el tiempo suficiente para su inhalación. La mayor parte de los métodos de dispersión son de una ineficacia supina. Las dosis letales, en sí, no significan nada.

Puede que los terroristas no captasen el sutil detalle. Supongamos que sólo tuviesen unos pocos
gramos de ántrax. Calculando correctamente, dedujeron que disponían de varios cientos de millones de dosis letales. Aunque la eficacia fuese de un simple 1% -tirando por lo bajo, pensaban ellos equivocadamente-, podrían matar a dos millones de estadounidenses. Naturalmente, los efectos mortíferos podrían limitarse a un solo edificio, y tal vez a parte de los alrededores, luego tan sólo morirían miles de personas; o cientos, si los terroristas tenían muy mala suerte. Si éste fue su planteamiento, subestimaron tremendamente un elemento indispensable para el éxito de su empresa como es la fortuna.

Si la hipótesis es correcta, los terroristas debieron de sorprenderse de que su primer ataque con
ántrax fuese un fracaso. Sólo hubo una víctima mortal: Robert Stevens, un editor gráfico. Por suerte, el experimento canadiense no predijo correctamente cómo se comportarían las esporas de ántrax en la vida real. En las pruebas, el polvo de ántrax estaba dentro de una hoja de papel y se esparcía por el aire cuando alguien sacaba la hoja del sobre y la abría. Quizá los terroristas no usaron una hoja de papel y volcaron el ántrax directamente en el sobre, en cuyo interior permaneció. O puede que el polvo se saliese de la hoja durante el trayecto de la carta y se posase en el fondo del sobre. Una última posibilidad es que el ántrax sí llegase a dispersarse, pero sólo en las habitaciones donde se abrieron las cartas. Los experimentos canadienses no midieron la dispersión por los sistemas de ventilación, y puede que no sea un tipo de dispersión muy eficaz. En las pruebas, la semivida del ántrax en la cámara –el tiempo que tardan sus átomos en reducirse a la mitad- era de unos cinco minutos, lo que indica que las esporas se posan rápidamente en el suelo, donde son prácticamente inocuas (a menos que la gente ingiera la suciedad del suelo). Cinco minutos es tiempo de sobra para que las personas presentes en la habitación se infecten, pero no para que las esporas se desplacen muy lejos.

Al ver que sólo moría una persona, los terroristas debieron de alarmarse. Su misión había fracasado, y no sabían por qué. Supusieron equivocadamente que el ántrax había perdido su potencia, y el 9 de octubre, presas de la desesperación, enviaron todo lo que les quedaba, buena parte de ello en forma pura, sin diluir. Esta reacción explicaría por qué después de esa fecha no hubo más cartas con ántrax.

Con el tiempo se detectaron esporas de ántrax no sólo en el Senado y el Congreso estadounidenses, sino también en la sala de correos de la Casa Blanca y de la CIA, el Tribunal Supremo, en el Pentágono y en todo Washington. Según la opinión más extendida, la razón de que las esporas se propagasen por tantos lugares fue la contaminación cruzada en las salas de correos, pero creo que mereec la pena contemplar la posibilidad de que algunas de las esporas detectadas procediesen de cartas anteriores con ántrax en forma diluida. En sus primeros envíos, los terroristas dieron por hecho que la sustancia se propagaría por más lugares.

El FBI se centró casi exclusivamente en buscar un estadounidense que quisiera atemorizar a la ciudadanía causando un número reducido de víctimas mortales, pero sus agentes no lo encontraron. Me parece más probable que el ántrax lo robase alguien que tuviese acceso a muestras en Estados Unidos, tal vez una persona encargada de su destrucción que, en lugar de eliminarlo, se lo llevase a su casa. No tuvo por qué haber sido un científico, sino simplemente el operario de un autoclave.

Mi hipótesis puede parecer compleja, pero es que la realidad siempre lo es. No todos los detalles
serán correctos. Hoy por hoy no existe ninguna hipótesis que lo explique todo, y para interpretar una situación tan enrevesada es necesario evaluar las pruebas. ¿Quién resulta más creíble cuando las conclusiones no cuadran: el grafólogo que asegura que el remitente de las cartas era estadounidense, o el doctor Cristons Tsonas, el médico que curó la pierna de Ahmed Allhaznawi, uno de los secuestradores del 11 de septiembre, y que afirma que “el diagnóstico más probable y coherente en vista de los datos disponibles es que la infección era ántrax cutáneo”.

¿Es posible que los envíos de cartas tóxicas fuesen la segunda oleada de atentados planeada por Al Qaeda? Según las declaraciones de un alto funcionario publicadas por el Washington Post el 27 de octubre de 2001, “nadie” a la sazón creyó que se tratase de la segunda oleada: “ni hay datos que lo confirmen, ni responde al comportamiento habitual (de Al Qaeda)”. Pero antes de decidir si responde al comportamiento habitual de la organización terrorista habría que conocer la magnitud prevista de la masacre. Tal vez sea un error dar por hecho que el atentado sólo pretendía acabar con la vida de cinco personas y que salió conforme a lo planeado.

Si estoy en lo cierto, puede que los terroristas estén decepcionados con los atentados con ántrax.
Pero sería una insensatez bajar la guardia. Osama Bin Laden estaba construyendo laboratorios en Afganistán que, con el tiempo, podrían haber producido, no ya gramos, sino muchos kilos de esporas. En los laboratorios soviéticos se cultivaron toneladas de ántrax que posteriormente se enterraron en la isla de Vozrozhdeniy, en el mar de Aral, al norte de Irán y Afganistán (posiblemente con el virus de la viruela). Aunque la sustancia se trataba con lejía, las pruebas actuales han demostrado que una buena parte se conserva en buen estado. Al parecer, el ántrax soviético era resistente a la mayoría de los antibióticos. Así pues, a pesar de las escasas víctimas provocadas por la primera acción de guerra biológica contra Estados Unidos, el pronóstico es sombrío. Los atentados biológicos probablemente serán más accesibles y más fáciles de cometer que los nucleares, y el “científico loco” del futuro tiene más posibilidades de ser un biólogo que un físico, lo cual no me deja muy tranquilo.

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