Al iniciarse el siglo XX, Rusia era la primera potencia territorial del planeta. Fruto de un proceso de expansión territorial que se había iniciado en el siglo XV y que desde entonces no se había interrumpido, en su imperio, a semejanza del español de antaño, nunca se ponía el sol. De manera similar, el país había experimentado desde finales del siglo XIX un extraordinario crecimiento social dirigido en buena medida desde instancias estatales y financiado con capital extranjero. Pese a todo, el sistema político ruso era una autocracia de difícil paralelismo con otros sistemas europeos. La aparición de una burguesía económica y, sobre todo, la existencia de una clase media cultivada (la denominada intelligentsia) pusieron rápidamente en cuestión el sistema existente e insistieron en su adaptación hacia un parlamentarismo similar el inglés. Aunque en Rusia existieron algunos grupos marxistas, su importancia era mínima y la mayor parte de la oposición a la autocracia giraba en torno a los liberales del partido kadet y a los populistas revolucionarios, que no dudaron en algunos periodos en optar por la vía del terrorismo directo.
La muerte de Alejandro II (el zar que había decretado la abolición de la servidumbre) a consecuencia de un atentado terrorista precipitó una reacción autocrática durante los reinados de sus sucesores Alejandro III y Nicolás II. Este proceso sólo se quebró en 1905 cuando, con ocasión de las derrotas rusas en la guerra contra el Japón y de una revolución, el zar se vio obligado a aceptar la constitución de un parlamento denominado Duma. La concesión del zar Nicolás II nunca dejó de ser un paso dado en contra de su voluntad y cuando se produjo el estallido de la Primera Guerra Mundial en el verano de 1914, la Duma hacía tiempo que carecía de la más mínima importancia. Por otro lado, y al igual que había sucedido en otros países, la oposición decidió apoyar al Estado en su lucha contra el enemigo. La única excepción la constituyó Lenin, el dirigente de un minúsculo partido conocido como bolcheviques.
Inicialmente, los ejércitos rusos lograron algunos avances, pero al cabo de pocas semanas sufrieron desastrosas derrotas en Tannenberg y los Lagos Masurianos. En realidad, aquello sólo fue el inicio de una serie de reveses que costaron la vida a millones de rusos y que, a principios de 1917, habían colocado a la dinastía al borde del abismo, hasta el punto de que algunos de sus miembros intentaron salvarla impulsando al zar a abdicar. Si finalmente éste dio tal paso se debió no a las presiones familiares sino al estallido de la denominada revolución de febrero. Con ella, desaparecía una dinastía secular y Rusia conocía por primera vez la experiencia democrática.
La revolución de febrero constituyó uno de los escasos avatares revolucionarios que, como los experimentados por España en 1868 y todavía más en 1931, transcurrió casi sin derramamiento de sangre. Mientras la institución del soviet o consejo se iba estableciendo no sólo en Petrogrado, la capital, sino en otras ciudades, en el campo, la ausencia de mano de obra y la facilidad de arrendamiento estaban proporcionando unos beneficios al campesinado prácticamente sin precedentes. El 5 de marzo, el soviet de Petrogrado ordenó el regreso al trabajo y cinco días después llegó a un acuerdo con la Sociedad de Fabricantes y Propietarios de Fábricas para limitar la jornada laboral a ocho horas y establecer juntas de arbitraje con el fin de solventar los conflictos entre patrones y obreros.
El 19 de marzo, el Gobierno provisional (que no sólo deseaba implantar una democracia formal sino llevar a cabo importantes reformas sociales) anunció que se iba a realizar la reforma agraria, cuya regulación derivaría de una Asamblea Constituyente. En las siguientes semanas, al Gobierno provisional se debió la concesión de una amnistía, la abolición de la pena de muerte y de exilio, la eliminación de la discriminación por razones de clase o religión, la separación de Iglesia y Estado, la implantación de libertad de pensamiento, prensa, asociación y culto (sin excluir a los soldados en filas), la creación de una judicatura independiente, la institución del jurado para todo tipo de delitos, la revisión del código de justicia militar, la jornada de ocho horas, el arbitraje laboral y el autogobierno campesino.
En paralelo, el Gobierno provisional estableció un Consejo Especial, cuya finalidad era preparar la ley electoral para las elecciones a la Asamblea, que elaboraría una nueva Constitución, y dio los primeros pasos para llegar a una tregua en el conflicto que concluyera con una paz justa sin anexiones ni indemnizaciones. De esta manera, en un periodo de dos meses, había llevado a cabo una labor realmente extraordinaria que, incluso contemplada con varias décadas de distancia, produce una profunda impresión. Sin embargo, esa labor iba a verse muy pronto sometida a una subversión cuya finalidad era aniquilarla y sustituirla por una férrea dictadura.
El estallido de la revolución rusa sorprendió al bolchevique Lenin en el extranjero. Desde su cómodo exilio suizo no había podido prever lo que iba a suceder en Rusia y temió que el proceso podría concluir sin su intervención. Como ha puesto de manifiesto la reciente desclasificación de documentos secretos, Lenin llevaba trabajando a sueldo de Alemania desde hacía años y ahora esa circunstancia le iba a resultar providencial. Deseosos de librarse de un adversario como era Rusia, los agentes del káiser decidieron facilitar la repatriación de Lenin y otros bolcheviques. A las 3.10 de la tarde del 27 de marzo (9 de abril de 1917), un tren que llevaba a Lenin y a otros 19 compañeros de partido partió de Zurich con destino a Petrogrado, donde llegó el 3 (16 de abril).
Su llegada significó un revulsivo en primer lugar para los bolcheviques. Éstos abogaban por continuar la guerra contra Alemania, ya que eran conscientes de que un abandono de la lucha se traduciría en una invasión y en cuantiosas pérdidas territoriales. Lenin, sin embargo, captó que la cuestión de la guerra podía ser esencial para alterar el orden de fuerzas, sobre todo teniendo en cuenta que Rusia había perdido ya siete millones de personas entre muertos, heridos, prisioneros y desaparecidos. En su opinión, había que llevar a cabo una agitación que dislocara el sistema democrático y que permitiera el paso del poder a unos soviets controlados por los bolcheviques. Inicialmente, las tesis de Lenin fueron derrotadas en sendas votaciones en Petrogrado y Moscú, pero tal actitud duró poco. A finales de abril, el congreso nacional del partido bolchevique aprobó por aplastante mayoría un conjunto de resoluciones contrarias al Gobierno provisional y favorables a transferir todo el poder a los soviets.
Aunque la táctica de Lenin demostraría ser inteligente en sus inicios, sólo cosechó fracasos. Los soviets, dirigidos por los mencheviques y los eseristas (socialistas revolucionarios), no estaban dispuestos a dejarse controlar por los bolcheviques y comprendían que un abandono sin más de la guerra sólo serviría para facilitar una invasión alemana. Cuando a lo largo de la primavera se sucedieron las distintas crisis gubernamentales y el Gobierno provisional se vio obligado a permanecer en la guerra, la respuesta de los soviets fue seguir apoyándolo como única garantía de que las conquistas de la revolución se mantendrían. Pese al enorme desgaste de la situación, al celebrarse en mayo el I Congreso de diputados de los campesinos, entre mencheviques y bolcheviques sólo alcanzaron la cifra de 103 representantes sobre un total de 1.100 y en el I Congreso de soviets de diputados de obreros y soldados, los 105 bolcheviques eran una minoría frente a los 533 mencheviques y eseristas. Esta proporción se convertía en totalmente irrisoria además cuando se analizaba desde una perspectiva geográfica, ya que los bolcheviques sólo contaban con algún peso en Petrogrado, Moscú, los Urales, el Donetz y las zonas petrolíferas del Cáucaso.
A mediados de junio de 1917, el Gobierno provisional dio inicio a la denominada ofensiva de verano encaminada a aliviar la presión alemana sobre los aliados occidentales. El nuevo intento fracasó y en el mes de julio un grupo de soldados irrumpió en el Soviet de Petrogrado para instarle a que derribara al Gobierno provisional y tomara el poder. Durante tres jornadas (que serían conocidas como los Días de Julio), los bolcheviques intentaron controlar un estallido revolucionario que, como muy bien comprendió Lenin, podía significar su final precisamente a causa de su carácter prematuro.
En realidad, faltó muy poco para que así fuera. El Gobierno provisional sacó a la luz un conjunto de documentos que ponían de manifiesto la financiación que los bolcheviques recibían de Alemania, y Lenin y otros dirigentes tuvieron que ocultarse para evitar una posible detención como traidores al servicio de una potencia extranjera y enemiga. Durante los tres meses y medio siguientes, Lenin se mantuvo escondido e incluso volvió a abandonar el país. Durante el tiempo que estuvo en Finlandia, compartió con Zinóviev la impresión de que las posibilidades de controlar la revolución se habían esfumado. Sin embargo, los acontecimientos iban a desarrollarse de una manera muy distinta.
El Gobierno provisional sufrió una nueva crisis y emergió de ella con una composición de once socialistas y ocho no socialistas. En un deseo de afianzar una democracia progresivamente sitiada, fijaron las elecciones a la Asamblea Constituyente para el 12 de noviembre. Su apertura formal debía celebrarse el 28 del mismo mes. Ni los contrarrevolucionarios ni los bolcheviques podían permitir que se produjeran estas elecciones y que se consolidara la democracia. Por lo tanto, decidieron actuar de manera inmediata para derribar al Gobierno provisional e implantar la dictadura.
En agosto, se celebró una Conferencia de Estado previa a la constitución de la Asamblea Constituyente. Posiblemente, la intervención que obtuvo un mayor eco fue la del general Kornílov, un héroe de guerra, que insistió en que se implantara la disciplina militar en un frente que se estaba desmoronando día a día. El temor a que este personaje pudiera aglutinar la reacción de derechas llevó al socialista Kérensky, presidente del Gobierno en aquel entonces, a deponerlo el 26 de agosto. Aquella respuesta enérgica no consolidó, sin embargo, al Gobierno provisional y, en realidad, proporcionó un nuevo aliento a los bolcheviques.
En septiembre, Lenin concluyó un libro titulado “El Estado y la revolución”, donde defendía la destrucción de la democracia parlamentaria y su sustitución por la dictadura revolucionaria del proletariado. Con todo, el soviet seguía apoyando al Gobierno y, poco después de la destitución de Kornílov, se manifestó favorable a la continuidad del Gobierno provisional de coalición. El 25 de septiembre, Kérensky procedió nuevamente a remodelarlo con eseristas (socialistas revolucionarios) moderados, mencheviques, kadetes, socialistas sin afiliación e incluso personas sin pertenencia a ningún partido. En términos generales, puede decirse que aquel Gobierno incluía representantes de todos los partidos democráticos y, por supuesto, excluía a los partidarios de ir hacia una dictadura de derechas o de izquierdas, como era el caso de los bolcheviques.
Pese a todo, la situación que atravesaba Rusia en aquellos momentos era todo menos favorable. El ejército se desintegraba en masa (de cerca de diez millones de soldados, el Estado apenas contaba con recursos para malalimentar a siete), el pan escaseaba en las ciudades, en el campo comenzaron a producirse actos de destrucción anárquicos e incluso se desencadenaron pogromos, donde los judíos eran convertidos en chivos expiatorios de la desesperación popular. La última esperanza de no acabar en un golpe seguido por una guerra civil era la celebración de las elecciones a la Asamblea Constituyente. Si la situación mejoraba, los bolcheviques perderían su última posibilidad. Esta circunstancia impulsó a Lenin a dar un paso decisivo. El 13 de septiembre, pidió al Comité central bolchevique que iniciara los preparativos para una insurrección armada.
(Continúa en la siguiente entrada)
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