jueves, 25 de agosto de 2011
El origen de nuestro calendario (1)
Hace un millón de años (paleolítico inferior), el hombre prehistórico ya sintió la necesidad de conocer los misterios del tiempo en la doble acepción de la palabra: el tiempo que pasa y el tiempo que hace. En su búsqueda de los signos, el Homo erectus busca las explicaciones. Porque quiere conocer mejor las sorpresas de la naturaleza. Primero, para sobrevivir y después, para tratar de integrar más eficazmente las consecuencias del clima en sus ritmos vitales.
Claro, el Homo erectus no disponía de un calendario para planificar sus actividades. Pero en la necesidad de guiar su propio destino, supo rápidamente organizar su tiempo en función de los días y las noches y, después, apoyándose en las fases de la Luna, más fáciles de observar que el aparente movimiento del Sol. Asimismo trató de comprender y dominar la sucesión repetida de épocas cálidas y secas, y después frías y húmedas, es decir, periodos que todavía no se llamaban estaciones. De hecho, algunos espíritus más despiertos que otros ya sabían constatar y deducir cosas a partir de hechos banales y repetidos como la acumulación de nubes, las tormentas, los vientos, el vuelo de ciertas aves, el curso de los planetas y de las estrellas, etc.
Es decir, los primeros eruditos ya tuvieron una especie de calendario virtual en su cabeza, lo que les permitió organizar la vida diaria de las tribus de Homo erectus que se desplazaban al ritmo del día y la noche y de las estaciones, para dedicarse a sus ocupaciones favoritas: la caza y la recogida de fruta.
Ya se habrán dado cuenta: a imagen de lo que sucede hoy en día, el hombre prehistórico organizó perfectamente su existencia primitiva, basada esencialmente en el principio de la subsistencia, refiriéndose a ciclos naturales de los que ignoraba todo: la rotación de la Tierra alrededor de sí misma, la de la Luna alrededor de la Tierra y la de la Tierra alrededor del Sol.
Habían de pasar cientos de miles de años hasta la conquista del fuego, que sólo aparece al principio en forma de tormentas, incendios naturales o erupciones volcánicas. Unos 400.000 años antes de nuestra era, la producción voluntaria de una llama (uno de los inventos fundamentales de la historia de la humanidad) proporciona al principio luz y calor. Pero el fuego, al fin dominado, modificó también de manera considerable los hábitos alimenticios, al permitir cocer los alimentos. Sin olvidar que al mismo tiempo contribuyó cada vez más a una especie de cohesión social.
En adelante, los grupos se reunían regularmente alrededor del fuego para calentarse, comer y protegerse de los animales salvajes. Además del día y la noche y las estaciones, fueron descubriendo fases recurrentes más sofisticadas y esas nuevas actitudes fueron llevando lentamente a los inicios del sedentarismo, a los primeros cultivos de cereales (probablemente unos 12.000 años a.C., en el valle del Nilo y África oriental) y mucho después a una agricultura y una ganadería estructuradas en Oriente Próximo (unos 7.500 años a.C.).
En esa época todavía no existían los calendarios, pero el tiempo parecía marcar sus ritmos de la manera más imperiosa, simplemente porque empezaban a surgir las exigencias de un trabajo planificado y un reposo necesario. Y más cuando el sedentarismo se iba desarrollando y los balbuceos de la vida en sociedad llevaron a una indispensable organización política y administrativa de la ciudad. Sin olvidar el lugar considerable y cada vez mayor que iban ocupando los rituales ligados a los cultos paganos de la época. Todas estas prácticas colectivas exigían puntos de referencia precisos. Desde entonces, en el nacimiento del neolítico (hacia 6.000 a.C..), el proyecto de división científica del tiempo que pasa (medida, división y cuenta) movilizó las energías.
Desde el antiquísimo reloj de sol (que marca la sombra de un puntero), pasando por la observación de los astros o el fluir de un líquido, el hombre trató de regular el paso del tiempo en una distribución racional de fases. El gnomon, un cuadrante solar rudimentario inventado por los chinos hacia el año 3.000 a.C., es el instrumento más antiguo diseñado específicamente para medir el tiempo. En cuanto a la clepsidra (reloj de agua), vio la luz en Egipto en el segundo milenio a.C. (en el museo de El Cairo hay una clepsidra de 1530 a.C.).
Sobre el reloj de sol ya hablamos más en detalle en otra entrada de este blog. Hacia el siglo VI de nuestra era, los bizantinos quemaban bastoncitos de incienso cuya combustión daba una idea del tiempo transcurrido. Por su parte, el reloj de arena esconde celosamente el momento de su aparición.
A lo largo de los siglos, a la elaboración de un calendario que tratara de medir el paso universal del tiempo no le han faltado ni dudas ni aproximaciones. En la antigüedad, egipcios, babilonios, hebreos y griegos hicieron múltiples investigaciones, a menudo convergentes. Al principio esos calendarios se fundaban en la observación del ciclo lunar, sólo que el mes lunar no se divide en un número exacto de días, pues dura por término medio 29 días, 12 horas, 44 minutos y 3 segundos. Redondeando, 29 días y medio. En cuanto al año solar (es decir, el tiempo que tarda la Tierra en recorrer una vez su órbita elíptica alrededor del Sol), no consta de un número entero de meses lunares, sino que dura doce lunas más 10,8 días.
Entonces, alrededor del siglo XVIII antes de nuestra era, babilonios y hebreos optaron por una versión lunar de su calendario y elaboraron una división en 12 meses, alternando 29 y 30 días. Un cálculo muy sencillo nos lleva a un año de 354 días, por lo que faltaban 11 días para la duración aproximada del año solar (365 días). Para evitar un desfase del calendario respecto a las estaciones, habría que añadir cada tres años un 13ª mes de 33 días (los 11 días perdidos cada año). Y para llegar a 1095 días (tres años de 365 días) tenían que pasar dos años de 354 y uno más de 387.
Dejemos los complejos cálculos que hubo que realizar en el calendario hebreo para encajar las fiestas religiosas. Tendríamos entonces seis años distintos: de 353, 354 y 355 días los de 12 meses; y 383, 384 o 385 los años de 13 meses. Un dolor de cabeza, vamos.
Toda la dificultad de elaborar un calendario que conserve su exactitud a lo largo de los siglos (e incluso de milenios) reside en el hecho de que la Tierra recorre su órbita alrededor del Sol en 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45 segundos (365,2422 días). Redondeando, 365,25 días. Por tanto, un calendario de 365 días tiene un día más cada cuatro años.
Por su parte, los egipcios, diseñaron hacia el año 5000 a.C. un calendario de 12 meses de 30 días, y al final del año añadían cinco días. El año 238 a.C., Ptolomeo III el Benefactor hizo incluso campaña para añadir un día más cada cuatro años. Fracasó.
Continúa en la siguiente entrada...
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