miércoles, 31 de agosto de 2011

El origen de nuestro calendario (2)


(Continúa de la entrada anterior)

Por su parte, los griegos se decidieron en principio por 12 meses alternos de 29 y 30 días (354 días en total). También decidieron añadir un mes más (13) cada dos o tres años, lo que, como hemos visto, no resuelve el problema. En el siglo VIII a.C. salvan el asunto contemplando esta vez períodos de ocho años: el tercero, quinto y octavo tenían 13 meses. Quedan otros cinco años de 12 meses, es decir, un total de 99 meses, de los que 48 de 29 días y 51 de 30 días. Créanme o hagan ustedes mismos el cálculo: tenemos un total de 2.922 días en esos ocho años. Y, milagro, 2.922 entre 8 da exactamente 365.25 días. ¡Bien por los griegos! Salvo que la aplicación de esa cuenta a lo largo de ocho años era un poco complicada.

El calendario tradicional chino se basa también en 12 meses lunares de 29 o 30 días a los que se añade también un 13º mes intercalado. ¡Pero aquí en Occidente el ajuste se hace en periodos de 19 años!, en referencia al ciclo de Metón, un brillante astrónomo ateniense del siglo V a.C., que había descubierto que 19 años lunares más 7 meses corresponden a 19 años solares. Finalmente, el calendario chino se articuló alrededor de 12 años de 12 meses, seguidos por 7 años de 13 meses (los 7 meses suplementarios del principio de Metón).

Pero volvamos a los romanos. En el siglo VIII a.C. utilizaron un calendario de diez meses alternos de 29 y 30 días (es decir, un año de 295 días). Después pasaron a meses de 30 y 31 días (304 días por año). Observemos de paso que los meses latinos septiembre, octubre, noviembre y diciembre tienen raíces que significan, respectivamente, siete, ocho, nueve y diez, es decir, su posición en un año que empezaba el mes de marzo. Hoy la etimología de esos cuatro meses no corresponde al lugar que ocupan en el calendario, porque no hemos tenido en cuenta a Numa Pompilio (715-672 a.C.) que hacia el año 700 añadió con toda intención los meses de enero y febrero, el famoso mes intercalado.

Tras varias nuevas elucubraciones, los romanos llegaron a diseñar el siguiente calendario: cuatro meses de 31 días, siete de 29 y uno de 28 (febrero), lo que da un año muy corto, de 355 días. Señalemos de paso que la elección de los 29 y 31 días se debe a que los números impares agradaban a los dioses benefactores. Con un número de días par, febrero (februarius) es un mes maldito, consagrado a los dioses maléficos.

Así pues, para completar el año de 355 días, se inventaron un mesecito de 22 o 23 días, que se intercalaba cada dos años entre el 23 y el 24 de febrero. ¿Y por qué en ese curioso lugar? Muy sencillo: para hacerse la ilusión de que febrero conservaba su carácter demoniaco de 28 días (pares). Ese mesecillo de recuperación (mercedonius) se insertaba en medio de febrero como una especie de paréntesis. Sea como fuere, en un ciclo de cuatro años el año romano tenía 355 días, 377 (355 más 22), después otro de 355 y, por último, uno de 378 (355 más 23): en total, 1.465 días, es decir, una media de 366.25 días.

El calendario romano del seminal Numa Pompilio es claramente demasiado largo. Además, a lo
largo de los años los pontífices se tomaron algunas libertades con la duración legal de los meses intercalados, abusando así de su poder de alargar o acortar las magistraturas a medida de sus propios intereses o para favorecer a algún amigo. Ya hacían buenas migas los juegos políticos y los tejemanejes. Rápidamente esas decisiones arbitrarias se alejaban de una necesidad social: adaptar mejor el calendario a las estaciones. Se produjo un lío inverosímil que no hizo más que aumentar y complicarse a lo largo de 600 años. Las consecuencias de ese desorden: en el último siglo antes de nuestra era, el equinoccio civil tenía un desfase de tres meses con el astronómico. ¿Se debía vendimiar en pleno mes de enero?

Aconsejado por el astrónomo griego Sosígenes de Alejandría, Julio César se dedicó a poner orden en los asuntos solares. Para restablecer el equilibrio ente el calendario y las estaciones, el año 46 a.C. comenzó por decretar un año de 445 días, que se conoció como “año de la confusión”. Después, Sosígenes propuso su reforma. El astrónomo se basaba en un cálculo muy exacto, pues decía que el año solar tenía 365 días y cuarto. Así construyó un calendario de 365 días, divididos por fin en un número fijo de meses, 12. Y para recuperar el cuarto de día perdido, cada cuatro años se añadía al año un día. Había nacido el año bisiesto.

Esta reforma encantó a Julio César y entró en vigor el año 45 a.C., por lo que se llamó desde entonces calendario juliano. Pero en la bonita mecánica de este calendario se introdujo un error grave: sea porque Sosígenes no se explicó bien o porque los romanos no entendieron nada, las brillantes mentes en el poder añadieron un día más cada tres años, y no cada cuatro. La broma duró 36 años. Consecuencia: que en ese período hubo 12 años bisiestos en vez de nueve.

Hubo que esperar hasta que el emperador Augusto corrigiera el error y suprimiera tres años bisiestos desde el año 8 a.C. hasta el 4 d.C., para que el calendario juliano empezara a funcionar correctamente, en la forma en que lo conocemos hoy. Es decir: siete meses de 31 días, cuatro de 30 y un mes, febrero, de 28 o 29. De los meses de 31 días, dos van seguidos: julio (julius), en homenaje a Julio César, y agosto (augustus), en homenaje a Augusto. Uno y otro, iniciador de la reforma y corrector del error, se merecían al menos un mes de 31 días.

Pero volvamos a la novedad fundamental del calendario juliano, el año bisiesto. Esta palabra procede de la expresión bis sextus ante dies calendas Martii, es decir, dos veces un sexto día antes de las calendas de marzo. Con el nombre de calendas, que da origen a la palabra calendario, los romanos designaban al primer día de cada mes.

Para entender ese bis sextus hay que decir que los romanos descontaban los días desde una fecha significativa futura que se incluía en la cuenta, y recordar que el día intercalado cada cuatro años se colocaba entre el 23 y el 24 de febrero. Así, el 24 de febrero es el sexto día antes de las calendas de marzo (contando el 1 de marzo), y cada cuatro años se introduce un segundo sexto día. Ya tenemos el bis sextus, que va a dar el nombre de bisiesto a los años cuyo mes de febrero tiene 29 días.

El astrónomo Sosígenes de Alejandría había realizado sus cálculos teniendo en cuenta que la Tierra giraba alrededor del sol en 365 días y seis horas. Pero la Tierra va más deprisa, pues solamente tarda 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45 segundos. Por este motivo, el calendario juliano acumula cada año un retraso de 11 minutos y 14 segundos respecto al año solar real. ¡Una miseria! dirán ustedes. Sí, de acuerdo, una miseria que da lugar a un retraso acumulado de tres días cada cuatro siglos.

En el siglo XVI, el papa Gregorio XIII encargó a un comité de astrónomos la reforma del calendario juliano, al darse cuenta de que tenía un retraso de diez días respecto al año solar para que coincidieran de nuevo el equinoccio civil y el astronómico, es decir, el calendario y las estaciones. Para ello, Gregorio XIII tomó dos decisiones: la primera, suprimir diez días del calendario juliano. Así, el año de la reforma, 1582, pasó del jueves 4 de octubre al viernes 15 de octubre. Después, modificar el cálculo de los años bisiestos: a partir de entonces son bisiestos los años divisibles por cuatro.

Esa regla tiene una excepción para los años seculares (los múltiplos de 100), que sólo son bisiestos si son divisibles por 400. Siguiendo esa lógica aritmética, los años 1700, 1800 y 1900 no tuvieron 29 de febrero, pero sí lo tuvieron el 1600 y el 2000, que son divisibles por 400. Siguiendo con esta regla, 2100, 2200 y 2300 no serán bisiestos, pero sí el 2400. Anótenlo en su agenda.

El calendario gregoriano es el que rige en la actualidad. Pero sigue teniendo un desfase sobre el año trópico (la duración del periodo entre dos equinoccios de primavera), tres días más cada 10.000 años. Y además tampoco tiene en cuenta la reducción de la velocidad de rotación de la Tierra (algo más de 1 segundo cada dos siglos).

El calendario gregoriano se aplicó desde octubre de 1582 en Italia, España y Portugal. Francia lo adoptó en diciembre de 1582, pasando del domingo 9 al viernes 20 de ese mes, a causa de lo cual los franceses tuvieron dos fines de semana consecutivos. Alemania del sur y Austria aplicaron el nuevo calendario a partir de 1584, mientras que otros países se incorporaron más tarde: Prusia en 1610, Alemania del Norte en 1700, Gran Bretaña en 1752, Japón en 1873, China en 1912, la Unión Soviética en 1918 y Grecia en 1923.

Esta diferencia en la fecha de aplicación del calendario gregoriano dio lugar a algunos hechos divertidos. En efecto, los acontecimientos que se producen en cada país se datan según el calendario en vigor en ese país y en esa fecha. Por ejemplo, en el momento de la célebre revolución bolchevique de 1917, Rusia utilizaba todavía el calendario juliano. Conocida como Revolución de Octubre, tuvo lugar el mes de noviembre según el calendario gregoriano. Igualmente, según leamos a los historiadores británicos o a los españoles y franceses, las fechas de los tratados de Utrecht (1712-1713) varían sensiblemente, porque cuando la paz de Utrecht pone fin a la guerra de Sucesión de España, con la renuncia al trono de Francia de Felipe V, Gran Bretaña, que obtuvo grandes ventajas del tratado en ultramar, todavía se regía por el calendario juliano. De ahí la diferencia de fechas.

A lo largo de los años ha habido otras tentativas de reforma del calendario para destronar al
gregoriano. Sobre todo en Francia, donde tuvieron la experiencia del calendario republicano impuesto por la Revolución. Y hoy en día, las propuestas de adaptación o de reforma total del calendario gregoriano siguen levantando pasiones. De vez en cuando surgen estudios, unos originales y otros fruto de la fantasía. Algunos países han especulado incluso con el proyecto de un calendario universal sin connotaciones nacionales ni religiosas. Sin embargo, parece que es muy delicado romper con una práctica tan fuertemente instaurada en nuestros hábitos cotidianos. Que los que tengan la ambición de dedicarse a la construcción de un nuevo edificio calendario se nutran primero de esta mareante historia del vals terrestre bajo el ojo del astro rey. Sólo para evitarles que vuelvan a descubrir la Luna.

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