lunes, 3 de enero de 2011

La Inmaculada Concepción


El 8 de diciembre de 1854 un papa, el noveno de los Píos, Pío Nono, definió como obligatorio para los católicos creer que la Virgen fue concebida libre de pecado original, ése que transmitieron a todo hombre Adán y Eva. La Inmaculada Concepción es uno de los símbolos más característicos del catolicismo, pero también ha sido uno de los más polémicos. En contra estuvo Santo Tomás de Aquino. A favor, los franciscanos; y mucho más en contra que Santo Tomás, los dominicos. La guerra interna por demostrar si la Virgen nació o no con el pecado original puesto trajo más de un insulto entre religiosos.

Como virgen eterna, María fue un modelo de pureza para los cristianos de la Edad Media. Devotos de María como Bernardo de Claraval, sostenían que había mantenido su condición virginal no sólo antes y después, sino también durante el nacimiento de Jesús. “El nombre de la Virgen era María” (Lucas 1:27), observaba Bernardo, “que significa “estrella de los mares”. Este nombre era especialmente apropiado para la Virgen, explicaba, porque “como una estrella envía sus rayos sin deterioro para a ella misma, la Virgen dio a luz a su Hijo sin provocarse daño”. Bernardo insistía en que María había pasado por el parto sin esfuerzo alguno, como una estrella irradiando luz, con su pureza virginal intacta. Nacida de esta virgen, Jesús quedaba exento de heredar el pecado original que se había transmitido generación tras generación desde los primeros padres.

Pero, ¿y María? Si ella había nacido igual que cualquier otro ser humano, ¿cómo había alcanzado ese estado de pureza, de limpieza de cualquier pecado? La doctrina de la Inmaculada Concepción, que afirma que María había nacido sin la mácula del pecado original, era una solución a ese problema. Una fiesta anual celebrando la milagrosa concepción de María y que había venido observándose en la Iglesia Oriental desde el siglo VIII, se introdujo en el calendario católico en Inglaterra en 1030, extendiendo luego su popularidad por toda Europa. La doctrina de la Inmaculada Concepción, por tanto, emergió como un rasgo significativo de la nueva devoción a la Mater Matrix, la “Madre de las Madres”.

Como la madre de María no aparecía mencionada en los Evangelios, los cristianos tuvieron que apoyarse en las fuentes no incluidas en el Nuevo Testamento. Escrito a mediados del siglo II, el
texto conocido como Protoevangelio de Santiago, proporcionó detalles sobre la familia de María. Supuestamente escrito por Santiago –a quien el Nuevo Testamento se refiere como “hermano del Señor”-, este texto contrasta poderosamente con el relativo olvido que los Evangelios y otros textos cristianos primitivos hacen de María. Identificando a sus padres como Joaquín y Ana, el libro de Santiago describía cómo la pareja sin hijos había concebido milagrosamente a María, ofreciéndola después en el templo en Jerusalén. Cuando María alcanzó la pubertad, sus padres le encontraron un marido, el ya maduro y viudo José, quien respetó su virginidad y permaneció a su lado cuando quedó embarazada. De acuerdo con el Protoevangelio de Santiago, la virginidad de María quedó intacta incluso durante el nacimiento de Jesús, un milagro presenciado por una mujer llamada Salomé, que insistió en confirmarlo solo para encontrar que su mano era engullida por las llamas. Como virgen antes, durante y después del nacimiento de Jesús, por lo tanto, María se consolidó gracias a este popular e influyente texto del siglo II como el parangón de la pureza, una madre virgen a su vez milagrosamente concebida por su propia madre, Ana.

Ciertos pasajes del Nuevo Testamento, sin embargo, ponían en cuestión la virginidad perpetua de María, al referirse a los hermanos de Jesús. En varias ocasiones, su madre y hermanos aparecían juntos en historias sobre el ministerio o milagros de Jesús. ¿Cómo podía reconciliarse esto con la virginidad de María antes, durante y tras el nacimiento de Jesús? Pedro Lombardo, teólogo escolástico del siglo XII, proponía en su influyente obra Libro de Sentencias, que los hermanos de Jesús debían ser entendidos bien como hijos de José, fruto de un anterior matrimonio, o como primos de María, interpretando el término “hermanos” como un concepto familiar amplio. Aunque la primera alternativa podía ser apoyada con la autoridad del Protoevangelio de Santiago, la segunda solución fue la caló más a nivel popular. Durante el siglo XIV, el dilema de mantener la virginidad de María al tiempo que se mencionaba a los hermanos de Jesús se resolvió por vía del elaborado simbolismo de la “familia sagrada”, la imagen de una especie de familia divina extendida que se remontaba a la madre de María, Ana.

En la familia sagrada, Ana era la raíz de un árbol familiar en el que figuraba como abuela no sólo de Jesús, sino también de Santiago y Juan el Evangelista, ambos mencionados en el Nuevo Testamento como hermanos de Jesús. Sin embargo, los propios hijos de Ana, que serían las madres de estos “hermanos”, nacieron de tres matrimonios diferentes. De su primer matrimonio con Joaquín, Ana concibió milagrosamente a una hija, María. Entonces, Joaquín murió. De
acuerdo con la ley y tradición judías según las cuales un hermano menor del fallecido debe hacerse responsable de la viuda, Ana se casó con el hermano menor de Joaquín, Cleofás. Ambos tuvieron otra hija, también llamada María, aunque conocida como María Cleofás para distinguirla de la otra. Cleofás también murió y después Ana se casó con un hombre llamado Salomé, con el que tuvo una tercera hija, otra vez llamada María (María Salomé). De acuerdo con esta fantasía medieval, por tanto, en el curso de tres matrimonios –conocido como el sagrado trinubium-, Ana dio a luz a otras tantas Marías.

Con el tiempo, las tres hijas de Ana serían madres de hijos importantes para la historia del Cristianismo. Mientras que la Virgen María heredó de su madre el don espiritual de la Inmaculada Concepción concibiendo a su hijo mediante el Espíritu Santo, María Cleofás sería la madre de Santiago, el “hermano del Señor”, y María Salomé la madre de Juan el Evangelista.

A medida que este simbolismo de la familia sagrada se iba desarrollando en la Europa Medieval,
el papel central de Ana, la madre de la Madre de Dios, fue aumentando su importancia en la devoción cristiana. A comienzos del siglo XIII, por ejemplo, la catedral de Chartres, en el norte de Francia, cuya magnífica arquitectura gótica estaba dedicada a la Virgen María, recibió la cabeza de la matriarca Ana como ofrenda de los caballeros que regresaron de la Cuarta Cruzada. De acuerdo con un comentarista contemporáneo de ese acontecimiento, “la cabeza de la madre fue recibida con gran alegría y en la iglesia de la hija”. Trescientos años después, los dominicos del monasterio alemán de Mainz, también decían conservar la cabeza de Ana, hasta que fue robada y entregada a los franciscanos de Düren, cerca de Aachen, convirtiendo al lugar en un popular centro de peregrinación.

Entre aproximadamente 1200 y 1550, la devoción a Ana como matriarca de la Sagrada Familia se basaba no sólo en tales reliquias, sino también en las representaciones pictóricas. Al representar la encarnación de Dios en carne humana, los artistas solían pintar a Cristo como un niño acompañado no por sus padres, sino por su madre y abuela. Aunque José podía aparecer en un segundo plano, con aspecto avejentado, cansado y enfermizo, quizá incluso separado del niño por un muro, el padre humano de Jesús no era una figura central en la familia divina. En contraste con las genealogías de Jesús que aparecen en los Evangelios de Mateo y Lucas y que trazan su linaje patriarcal a partir de Jesé, padre del rey David, este simbolismo medieval de la Sagrada Familia enfatizaba el matriarcado. Así, el árbol de Jesé fue sustituido por el rosal de María.

No obstante, hubo pensadores que objetaron a la doctrina de la Inmaculada Concepción. Anselmo de Canterbury, por ejemplo, era devoto de María, pero pensaba que había nacido con el pecado original como cualquier otro ser humano. Santo Tomás de Aquino ofreció un compromiso en la propuesta de que María había sido concebida con total normalidad, pero había recibido la santificación espiritual mientras aún estaba en el vientre de su madre. Con el apoyo sobre todo de los franciscanos, sin embargo, la doctrina de la Inmaculada Concepción fue ganando fuerza durante el siglo XV. Aunque la iglesia la declaró doctrina de fe en un concilio en Basilea en 1438, el asunto continuó siendo fuente de tanto desacuerdo que su valedor, el papa Sixto IV, prohibió en 1483 cualquier discusión sobre él so pena de ser excomulgado.

Esta prohibición papal a cualquier debate pareció tener un efecto inesperado: incrementar la
popularidad de Ana, por mucho que los teólogos cristianos desafiaran la noción de la Sagrada Familia señalando su construcción arbitraria a partir de diversas fuentes. Los partidarios del trinubium al construir el árbol familiar de Ana, habían dado a su tercer marido, Salomé, un nombre de mujer. Tal y como ese nombre aparecía en el Nuevo Testamento (Marcos 15:40, 16:1), se refería claramente a una mujer, por lo que no podía ser el nombre del supuesto marido de Ana. Los anti-salomitas opinaban por tanto que todo el árbol familiar se venía abajo debido a un uso descuidado de las fuentes bíblicas. A pesar de estas objeciones, el trinubium fue aceptado de manera general, sobre todo porque fue incorporado a un texto enormemente popular, la Leyenda Dorada o Legenda aurea, una compilación de relatos hagiográficos reunida por el dominico Santiago de la Vorágine, arzobispo de Génova, a mediados del siglo XIII. Titulada inicialmente Legenda Sanctorum ("Lecturas sobre los Santos"), fue uno de los libros más copiados durante la Baja Edad Media y aún hoy existen más de un millar de ejemplares incunables

En el centro de la controversia sobre la Inmaculada Concepción, el trinubium y la Sagrada Familia, Ana continuaba inspirando una gran devoción. La visionaria del siglo XIV Bridget de Suecia, viuda y fundadora de su propia orden religiosa, afirmó haber tenido una visión milagrosa en la que contemplaba el nacimiento de Cristo. Rodeada de luz y música celestial, Bridget vio cómo la Virgen María daba a luz, sin dolor, a Jesús. Decía también que había recibido una visión espiritual de la madre de María, Ana, presentándose a sí misma como “dama de todos los casados”. En el ejemplar matrimonio de Ana y Joaquín, caracterizado por la “caridad y honestidad divinas”, Bridget observaba que Dios había encontrado los padres perfectos para María. Ana era, por tanto, la patrona perfecta para los cristianos casados.

Mujeres religiosas que habían tomado los votos del celibato también podían ser devotas de santa Ana. En el caso de Colette de Corbie (1381-1447), la reformadora franciscana de las Clarisas, santa Ana se afirmó como el foco de una especial devoción en las capillas de sus conventos. De
acuerdo con su biógrafo, Colette, de niña, se había negado a rezar a santa Ana porque encontraba desagradable la historia de sus tres matrimonios. Rezando sólo a santas famosas por su virginidad, Colette recibió una inesperada visita de santa Ana, que apareció ante ella “con ornamentos de la gloria, llevando con ella a toda su progenie, sus tres gloriosas hijas y su noble hijo”. En esta extraordinaria visión, santa Ana reveló a Colette que “aunque había tenido que copular varias veces en el matrimonio, nadie de entre toda la triunfante militancia de la iglesia fue adornada por su progenie y honrada con la fama”. Así, justificando sus tres matrimonios por los frutos que darían, santa Ana apareció ante Colette como la raíz del árbol de la Sagrada Familia que había dado origen a la iglesia cristiana. En sus esfuerzos como organizadora de los conventos de las clarisas, Colette consideró a santa Ana como una importante movilizadora del apoyo de los santos del cielo a favor de su trabajo.

A comienzos del siglo XVI, la devoción a santa Ana era enormemente popular en Europa. Apoyada por relatos de visiones, milagros e intervenciones espirituales, santa Ana se convirtió en un poderoso símbolo cristiano de autoridad femenina, la reproducción, la fertilidad y la gloria espiritual. Alrededor de 1550, sin embargo, se puede observar un cambio desde la devoción a la
Sagrada Familia y su pilar central, santa Ana, hacia un interés en la otra encarnación de esa misma familia: José, María y el Niño. Al tiempo que esta familia nuclear cobraba importancia, la representación de José como un hombre mayor y cansado fue gradualmente reemplazada por la de un carpintero trabajador, protector de María y Jesús. No fue hasta 1564 que una iglesia occidental fue dedicada a san José, en Toledo, España, gracias a los desvelos de Santa Teresa de Ávila, que consideraba a José como el mejor santo, ya que había sido el padrastro de Jesús y el sostén de María. Siguiendo las nuevas pautas familiares que iban calando entre las élites urbanas y las clases medias europeas, la Sagrada Familia de padre, madre y niño desplazó la idea de familia-clan.

Con o sin autorización del papa, sin embargo, el dogma de la Inmaculada Concepción, continuaba siendo objeto de debate. Fueron los dominicos quienes mantuvieron durante siglos que tal idea era una paparruchada producto de la “plebe indocta”, arrastrada por religiosos interesados que rehuían la cuestión. La chispa definitiva para conseguir el dogma se prendió en Sevilla, después de que un dominico rechazara en público la pura concepción de la Virgen. Los sevillanos se encabritaron, el enfado saltó al resto de España y luego a la Europa católica. El asunto de la Virgen se convirtió casi en una campaña electoral de los franciscanos y el clero sevillano. Se organizaron procesiones diarias, responsos (por no llamarlos mítines) y hasta pegada de carteles por toda la ciudad en los que se leía “María, sin pecado original”.

La respuesta popular fue masiva y, aunque varios papas se resistieron a definir el dogma, Pío Nono acabó haciéndolo a mediados del siglo XIX. Desde entonces, se acabó la discusión. La buena noticia es que, gracias a aquella decisión, ese día es fiesta.

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