sábado, 10 de enero de 2015

Riqueza y Pobreza en el Imperio Romano (y 2)






(Viene de la entrada anterior)

Un trabajador pobre de la Roma del siglo I d C ganaba unos cuatrocientos sestercios al año; un maestro, unos novecientos sestercios por alumno al mes- unos 1.200 sestercios anuales si contaba con cincuenta alumnos. Por otra parte, un sirviente con experiencia podía contar con unos ingresos anuales de 200.000 sestercios aproximadamente.

¿Qué podían comprar los más pobres con su dinero? El precio del grano –tan esencial para aquellos que no tenían derecho a solicitar una ración gratuita- fluctuaba constantemente. Un modius, que correspondía a la cantidad necesaria para alimentar a un adulto durante ocho días, variaba desde un sestercio, en tiempos de abundancia, hasta veinte sestercios, en épocas de hambre.


Por otra parte, un modius de sal podía costar hasta 25 sestercios. La sal que se obtenía del agua de mar era una de las grandes ventajas con las que se contaba en Roma, que se utilizaba para conservar los alimentos, como condimento y para el tratamiento de las pieles. Los soldads recibían gratuitamente una determinada cantidad de sal, el llamado salarium, del que se ha derivado la palabra “salario”.

Durante los primeros años del Imperio, los huéspedes de una posada debían pagar un as por el pan y dos ases por los condimentos que lo acompañaban. El heno para la mula del viajero costaba otros dos ases, y por disfrutar de los favores de una chica del pueblo le cobraban ocho ases.

No obstante, los ricos gastaban muchísimo más que eso. Por ejemplo, por un melocotón se podían pagar hasta 30 sestercios. Lolia Paulina, la tercera mujer del emperador Calígula, se arregló para acudir a uno de los banquetes adornándose con joyas por valor de más de cuarenta millones de sestercios. A principios del siglo II d C, el precio de una finca, con una extensión mediana, quedaba fijado en cinco millones, para posteriormente venderla a un precio rebajado de tres millones de sestercios.

Con frecuencia, los pueblos que habitaban en las costas del Mediterráneo, y que se habían integrado al Imperio Romano durante su constante expansión, tenían culturas mucho más sofisticadas que las de sus conquistadores. En lo que respecta a la parte oriental, Roma tuvo la oportunidad de beneficiarse de una tradición muy desarrollada en la escultura y la arquitectura. Fueron artesanos griegos los que grabaron los frisos del Altar de la Paz, de Augusto; asimismo, el arquitecto del gran Foro de Trajano era originario de Damasco. Incluso en el occidente celta, los trabajadores de metales poseían al menos la misma habilidad que sus colegas romanos. Los artesanos del Imperio eran cosmopolitas; los más hábiles viajaban por todo el mundo y se establecían donde eran precisos sus servicios, como ocurrió en el caso de los sirios, que introdujeron el vidrio soplado en todo el Imperio Romano.

Algunas artesanías se fabricaban en determinadas regiones y sólo requerían de un trabajo semiartesanal. Los alfareros, los sastres y los trabajadores de metales cubrían las necesidades elementales de cada comunidad y elaboraban los productos en sus pequeños talleres.


Probablemente, la industria más importante era la del tejido, en la que se empleaba a un mayor número de personas. Para ser un profesional en este ramo se debía contar con una gran habilidad, tanto para limpiar la lana cruda, como para hilarla, tejerla y convertirla en un tejido acabado para, después, teñirlo. En Pompeya, por ejemplo, la mayor parte de la industria de la ciudad se encontraba en manos de los bataneros y tintoreros. Desde la Campania, los tejidos de lana se enviaban hacia el norte, a Roma.

Algunas ciudades se hicieron famosas por sus artesanías, que se distribuían y vendían por todo el Imperio. Aquileia, en la costa norte del Adriático, se beneficiaba de su privilegiada situación de puerto cercano a las minas de hierro de gran calidad de Noricum, y también por encontrarse al final de la Ruta del Ámbar, además de ser el mayor centro comercial de objetos de plata y vidrio.

Las ocupaciones más vergonzosas, es decir, aquellas que servían para satisfacer los placeres sensuales, eran las que desempeñaban los carniceros, los vendedores de pescado, los cocineros, los criadores de aves y los pescadores. Cicerón reflejaba en sus escritos el desdén de la clase alta por aquellos que tenían que trabajar con sus propias manos. No obstante, cada ciudad poseía su propio proveedor de pan, carne y vestidos, que, muchas veces, era un liberto, el cual tras alquilar un local, empleaba a su vez a sus propios esclavos para que realizaran el trabajo manual. Otros negociaban con madera para fabricar muebles o distribuían una amplia gama de cerámica, incluso entre los hogares más pobres. Muchos de ellos murieron habiendo amasado buenas fortunas, y se construían a sí mismos grandes tumbas de piedra, tanto para ellos como para sus familiares, en las que grababan su principal actividad comercial.

Los artículos producidos en el Imperio procedían de centros de producción relativamente pequeños, de escasa tecnología. La gran mayoría de ciudadanos era tan pobre que no había mercado que pudiera apoyar una amplia industria manufacturera. Éste es uno de los hechos más destacables de la historia romana: su escasa capacidad para desarrollar métodos más eficaces de producción de bienes de consumo. Cuando la demanda crecía, se instalaban más talleres, idénticos a los modelos ya existentes, en lugar de intentar desarrollar nuevos métodos de producción.

La inversión en la adquisición de tierras seguía siendo muy significativa en tiempos del Imperio.
Todos los que labraban sus tierras con constante dedicación, obtenían buenos rendimientos y una excelente posición social, mejor considerados que cualquier otro tipo de riquezas. El emperador era el terrateniente más importante de todo el Imperio. Sus propiedades iban en constante aumento gracias a las tierras heredadas de benefactores o confiscadas a los enemigos políticos.

A finales del siglo II d.C. el emperador tenía propiedades en casi todas las provincias; en algunos casos llegaron a ocupar hasta un 20% de la superficie total. Estas tierras eran cada vez más consideradas como un recurso del Imperio que como propiedad particular y única del emperador. Durante el siglo III d.C., Septimio Severo distribuyó gratuitamente, entre los romanos, aceite procedente de las provincias, sobre todo de la Bética y del norte de África.

Nadie podía competir con el emperador en cuanto a la posesión de tierras, aunque algunos hombres llegaron a ser sumamente ricos y dueños de extensas fincas, en diferentes provincias. Trajano llegó a emitir un mandato para los senadores de las provincias en el que les obligaba a invertir una tercera parte de su fortuna en la adquisición de tierras itálicas. Habitualmente, el resto lo podían invertir en su provincia natal. Comúnmente, un terrateniente rico, dueño de varias extensiones de tierra en una determinada región, seguía la política de unirlas paulatinamente mediante herencia, matrimonio o compra.

En Italia, hasta las propiedades más extensas se administraban como si fueran granjas pequeñas. Ello
estaba en claro contraste con el latifundio, sumamente habitual durante los tiempos de la República, mediante el cual enormes fincas se trabajaban y administraban como una única entidad. Varias de esas unidades o granjas se alquilaban a arrendatarios, quienes pagaban una renta al propietario. Otras fincas eran atendidas por equipos de esclavos o labradores libres, que trabajaban bajo la vigilancia de un administrador.

Los romanos, a pesar de su experiencia en ingeniería civil, no mostraron nunca un gran interés por la innovación. Seguían usando las tradicionales ruedas de molino movidas por tracción animal, en lugar de emplear los molinos accionados por agua. Desde el punto de vista tecnológico, los romanos tenían la tendencia de copiar lo que necesitaban. El arco y la bóveda tienen su origen en Mesopotamia, y el hormigón es un invento de los etruscos.

La técnica de soplar vidrio, un invento de los fenicios, se introdujo en Roma durante el siglo I de. C; en la empresa comercial más grande del Imperio, las minas en Hispania, se trabajaban con el sistema de bombeo por husillo, copiado de los egipcios. El emperador Vespasiano se negaba rotundamente a emplear una nueva herramienta para la construcción, argumentando que aquélla les quitaría el trabajo a los obreros.

La tecnología continuaba siendo tan primitiva en el cultivo de las tierras como en el resto de los ámbitos, de hecho, los romanos nunca fueron capaces de desarrollar un arnés para los caballos ni un molino de viento. Uno de los pocos inventos romanos fue la máquina segadora, tirada por bueyes, que cortaba el cereal a mitad del tallo mediante unos dientes de hierro. Probablemente, la razón principal por la que se creó este invento fue la necesidad de cosechar el grano en el norte de la Galia, antes del inicio del invierno.

Con equipos tan sumamente primitivos, la forma más práctica para atender los campos era empleando
un solo equipo de labradores que podía llegar fácilmente a cualquier punto de la finca. La granja itálica ideal del siglo I de. C., según consideraba y exponía Columela, escritor especializado en agricultura, debía tener una extensión de 60 a 100 hectáreas, una dimensión idónea que permitía combinar ambos tipos de agricultura, la tierra de pastoreo y la de cultivo, para cosechar trigo, olivas y uvas; debía contar con un monte bajo para maderas, leñas y pastos, y estar situada cerca de una carretera o bien, poseer un buen acceso al mar.

El trabajo más productivo era el que realizaban los esclavos bajo la vigilancia de su propietario. Muchas veces, también los arrendatarios eran aconsejables, ya que llevaban a cabo un trabajo duro y concienzudo. Pero la peor opción de todas, según Columela, era la de emplear un supervisor para los esclavos; no obstante, cuando resultaba inevitable emplear uno, lo mejor era proporcionarle una compañera femenina para mantenerlo a raya y para ayudarle en la realización de todos los quehaceres.

Las prácticas variaban mucho a lo largo de todo el Imperio. En algunas zonas se trabajaba empleando
los mismos métodos de tiempos prerromanos. La región de Asia Menor seguía dedicada a la producción de lana, como lo había hecho desde antes de su incorporación al Imperio. En otras regiones, ciertas demandas del mercado animaban a probar nuevos cultivos, como, por ejemplo, la vid en la Galia y los olivos en Hispania y el norte de África. Los principales productos del Imperio eran el grano, la lana, el aceite de oliva y el vino; por su parte, Britania producía guisantes, coles, nabos y mostaza; y Siria, higos, dátiles y ciruelas.

Casi un 90% de la población se dedicaba a la agricultura, bien para su propio provecho o para algún terrateniente. El Imperio dependía de su labor debido a la magnitud de los impuestos, que se pagaban cada vez más en especie que en dinero. No obstante, se sabe muy poco de estos pequeños granjeros, ya que no existen registros con informes sobre sus actividades, y su trabajo casi no dejó huella en el suelo. No obstante, es de suponer que, debido a las condiciones estables del Imperio antes del siglo III d.C., numerosos habitantes llegarían a prosperar de forma modesta.

El tipo de construcción más frecuente en el campo romano eran las villas, que podían ser residencias de muy diferente estilo. En algunos casos eran sumamente lujosas, sobre todo cuando se trataba de casas de campo en la costa, a las que se retiraban los propietarios para descansar: la bahía de Nápoles era especialmente popular entre los ricos. Con la expansión de la influencia y la prosperidad romanas hacia las provincias occidentales, también se adoptó la villa como uno de los símbolos principales de la vida romana. Sin embargo, la casa de labranza era la vivienda más común en todo el Imperio.

Normalmente, se construía la casa de labranza en una parte del terreno, donde permanecía durante
varios años; el crecimiento de aquélla reflejaba la prosperidad del granjero. El año en el que tenía suerte con sus cosechas, podía añadir más habitáculos para separar la vivienda de la de sus animales y de la de sus labradores, hasta que pudiera disponer de un hogar familiar individual, al que poco a poco se añadían otras mejoras.

Un momento importante en la posición cada vez más elevad de un propietario era cuando se contruía la fachada de la villa con vistas en dirección contraria a la de la zona de trabajo. En el límite más elevado de la escala se encotnraban aquellas villas construidas alrededor de un patio interior y adornadas con mosaicos y muros de yeso pintados. No obstane, no se permitía que ningún tipo de decoración separase estas casas de labranza de las tierras, ni de los lugares donde se hallaba el mercado para el excedente de sus productos.

Los terratenientes más importantes eran extremadamente ricos. El salario diario de un labrador ascendía a cuatro sestercios, lo suficiente, en condiciones normales, para comprar el grano necesario para que una familia de cuatro miembros tuviera bastante para tres días. Para tener la posibilidad de optar a la elección como senador, pináculo de la pirámide social, se precisaba disponer de un capital mínimo de un millón de sestercios, aunque numerosos senadores lo excedían con creces. Se estimaba que Plinio tenía una fortuna de veinte millones de sestercios y el filósofo Séneca más de trescientos millones. Normalmente, la inversión en el campo, con una administración bien llevada, resultaba relativamente segura, aunque un almirante de Augusto registró el récord de pérdidas, que ascendieron a cien millones de sestercios, al seleccionar un cultivo equivocado para sus fincas.

Los hombres con tales fortunas no se veían en la necesidad de estar pendientes de incrementar sus
riquezas. En público, los potentados siempre se expresaban con un cierto desprecio cuando hacían referencia a los comerciantes, aunque, a nivel privado, muchos de ellos participaban en transacciones comerciales, usando agentes o libertos para efectuar sus inversiones. La clave para obtener la anhelada promoción social residía en alcanzar el éxito en la vida pública, ostentar algún cargo importante en la administración o en el ejército, lo que era siempre posible a los senadores ambiciosos. También existía la posibilidad de aumentar el prestigio mediante la financiación de juegos, la construcción de un templo, una casa de baños o algún otro edificio público en su localidad.

Durante el siglo I d.C., los senadores no eran los únicos que poseían enormes riquezas; se había creado una nueva clase de hombres adinerados como resultado de las oportunidades que ofrecía el servicio imperial y el comercio. Narciso, un esclavo liberado, secretario de Claudio, reunió más de cuatrocientos millones de sestercios a base de pagos de favores y venta de oficios y empleos. El escritor Petronio satiriza la extravagante vulgaridad de estos nuevos ricos.

Pocos hombres, aparte de la aristocracia, lograron acumular riquezas inmensas, pero muchos de ellos apoyaban económicamente a una pequeña clase de artesanos, que incluía a los escultores, los talladores de marfil y los joyeros. Debajo de ellos, en la escala social, figuraban los comerciantes más básicos, como los panaderos o los sastres, trabajadores medianamente hábiles y,
muchos de ellos, esclavos. Durante la época de gran estabilidad del Imperio Romano, y debido al ávido consumo de las clases adineradas, también ellos prosperaron de forma modesta.

Los artesanos constituían una clase que predominaba en las ciudades, pero en el campo se hallaba la gran masa de labradores, que, en su mayor parte, dependían de los trabajos ocasionales. Un labrador necesitaba ganar unos cuatrocientos sestercios al año para poder subsistir. Sin trabajo fijo y probablemente sin poder optar a un terreno, la supervivencia se convirtió para ellos en una lucha constante.

Para conseguir trabajo, los hombres libres, pero pobres, tanto en la ciudad como en el campo, tenían que competir con los esclavos. Aunque a partir del siglo I d.C. la cantidad de esclavos nuevos fue cada vez menor debido a la disminución de las conquistas romanas, los esclavos seguían siendo
elementos fundamentales de la economía romana. En muchos ámbitos, como el trabajo en la casa, en las minas y en las granjas, ellos ocupaban la mayor parte de los puestos. Eran considerados propiedad del dueño, quien los había comprado, vendido o legado, y dependían enteramente de sus caprichos. También se podían alquilar durante un periodo establecido y, con frecuencia, debían desempeñar el trabajo de su dueño y el de su propietario temporal.

Un importante factor comercial referente a los esclavos era el valor de éstos en el mercado libre: entre dos mil y ocho mil sestercios. Las peores condiciones eran las del trabajo en el campo: los dueños se ausentaban y se preocupaban poco de sus fincas, mientras les dieran beneficios. El peor destino de todos eran las minas de Hispania, que contaban con una fuerza de trabajo de cuarenta mil hombres. Debido al elevado margen de ganancias, el valor de los esclavos era menor. Normalmente, las condiciones de vida en las casas particulares eran mejores que las del campo y de las minas.

Durante el siglo III d.C. la seguridad interna del Imperio, establecida por el gobierno de Augusto, se vio afectada por las invasiones de las tribus germanas, en el norte, y por las de los persas, en el este. Los invasores obstaculizaban las rutas comerciales y los grandes mercados. Financiar a las tropas para la defensa implicaba el pago de más impuestos y la consecuente inflación. Además, el Imperio,
ya debilitado por las diversas guerras civiles, era más vulnerable a los ataques.

El camino hacia un total colapso económico se consiguió frenar hacia finales del siglo III d.C., cuando Diocleciano restauró el orden. La economía local había permanecido intacta, gracias a lo cual ésta pudo reanimarse con el retorno de la estabilidad. Pero Diocleciano no pudo prevenir la inflación: a pesar de sus intentos de introducir una nueva moneda y de controlar los costos en todo el Imperio, los precios continuaron subiendo hasta que a principios del siglo IV d C, y bajo el gobierno de Constantino, se consiguió una estabilidad económica más duradera.

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