domingo, 4 de enero de 2015

Riqueza y pobreza en el Imperio Romano (1)




“Todo lo que se cultive o fabrique en cualquier parte del mundo no solamente se puede comprar aquí, sino que, además, se ofrece en abundancia. Aquí llegan tantos comerciantes con sus mercancías de todo el mundo, durante cualquier época del año, y con cada nueva cosecha, que la ciudad de Roma es como un gran almacén de productos de todos los países (…) Los barcos no cesan nunca de llegar y zarpar”. Así se maravillaba Elio Aristides. “Y, por lo tanto, me resulta asombroso que los barcos tengan suficiente lugar para navegar en alta mar y, más aún, para atracar en los puertos”.

Roma, con sus enormes necesidades de grano, aceite y vino, y también de artículos de lujo para la élite que poseía grandes fortunas, era el centro de comercio del Imperio, el cual floreció durante los largos años de paz que se disfrutaron desde el gobierno de Augusto.

Todos los caminos conducen a Roma, centro administrativo del Imperio y de los voraces consumidores de toda clase de mercancías procedentes de sus campos y talleres. La amplia red de carreteras pavimentadas, por las que se desplazaban legiones y mensajeros imperiales, aseguraban la pax romana –la “paz de Roma”-, garantía de unas condiciones estables y el buen florecimiento del comercio. La gran seguridad interna era un importante beneficio para todos los mercaderes, aunque muchos negocios se continuaban desarrollando a nivel local, y las diferentes monedas regionales conservaron su validez durante siglos.

A pesar de la gran importancia de las carreteras, éstas mantuvieron muy poca relación con el comercio de países lejanos: los carros de bueyes eran demasiado lentos y caros para hacer recorridos de larga distancia. Las verdaderas arterias para el comercio se encontraban en el mar y en los ríos, en los que los barcos, cargados de grano, aceite, cerámica, vino y toda clase de artículos de lujo, hacían sus largas rutas. En Roma aún se pueden ver testimonios del volumen de aquellas transacciones marítimas: en el monte Testaccio, una montaña artificial compuesta por los restos de más de 40 millones de ánforas usadas para el transporte del aceite de oliva procedente de Hispania y África.

Ninguna ciudad, y menos aún la capital, consiguió convertirse en un centro industrial autosuficiente, ya que no se disponía de ningún tipo de tecnología para la producción en cadena. La tierra era el foco principal de inversión y la mayoría de la población vivía en el campo. Los ricos terratenientes vendían en las ciudades los productos de sus granjas e invertían sus ganancias en artículos de lujo, ámbar, sedas y especias exóticas, que importaban de países allende las fronteras imperiales. Pero los ciudadanos menos privilegiados, libertos y esclavos, se veían obligados a trabajar duramente, cobrando míseras remuneraciones. Sólo una pequeña minoría lograba ganar lo suficiente para dejar atrás su agobiante pobreza.

Roma puede haber sido una gran ciudad, pero carecía de un volumen suficiente de comercio o de
industria para ser autosuficiente. Como hemos dicho, la clase alta vivía de las rentas de sus propiedades en el campo, y gran parte de la vida pública y privada se subsidiaba mediante impuestos que se cobraban en las provincias. Por ejemplo, en Éfeso, entre los derechos de los que gozaba el concejal, figuraba una cuota de un denario para una licencia para vender sal y perejil, la misma cantidad que se cobraba para registrar un nacimiento; sin embargo, se cobraban hasta seis denarios para proclamar públicamente al vencedor de un juego de competición.

Por lo menos 200.000 hombres y sus familias, es decir, tres cuartas partes de la población total (de un millón), dependían de la distribución gratuita de grano. Cuando las cosechas eran escasas o los enormes buques con grano procedentes de Egipto retrasaban su llegada, los pobres organizaban revueltas. En una ocasión, Augusto llegó a pagar el grano con su propio dinero para saciar el hambre y, en otra, Claudio casi murió linchado por la impaciente y disgustada multitud; sin embargo, fue oportunamente rescatado por sus soldados.

Sin embargo, la vida en la ciudad también ofrecía ventajas y beneficios que no se disfrutaban en el campo, como los acueductos que, a todas horas, día y noche, suministraban agua para las fuentes y los baños. Algunas personas, con un permiso especial, disponían de cañerías que conducían el agua hasta su propia casa. Para evitar cualquier tipo de interrupción en el suministro de agua, un equipo permanente, compuesto por 240 esclavos, se encargaba de cuidar los acueductos y el flujo del apreciado líquido desde las afueras de la ciudad.


Los ciudadanos romanos estaban siempre dispuestos a criticar al emperador, sin ningún tipo de inhibición, cuando éste aparecía en público; ninguno de ellos podía darse el lujo de permitir que se produjeran disturbios políticos en su propia capital. De inmediato, Augusto se percató de la necesidad de contar con una eficiente administración de la ciudad si quería conservar su popularidad y su control sobre ella. A partir de entonces, el gobierno de la ciudad se convirtió en responsabilidad imperial y se estableció un nuevo cargo gubernamental: prefecto de la ciudad. Entre sus múltiples obligaciones, de las que tenía que rendir cuentas directamente al emperador, figuraba, por ejemplo, la supervisión de la venta de la carne a un precio justo, o que, durante los juegos, se mantuviera la debida disciplina.

Muchos de los edificios romanos más impresionantes se construyeron bajo el patrocinio del emperador, tradición iniciada por Augusto. Esto constituía un ejercicio de relaciones públicas a gran escala, y normalmente se financiaban con el dinero particular del emperador o con las riquezas obtenidas de los saqueos realizados durante las guerras.

El prestigio y la renovada magnificencia de Roma atraía a visitantes de todas partes del Imperio; muy pronto la ciudad se convirtió en un crisol de razas y culturas. Los griegos acudían a la ciudad para desempeñar cargos de filósofos, médicos y profesores de retórica; los habitantes de Asia Menor se convertían en negociantes, responsables de espectáculos, o bien, en esclavos; y los provincianos occidentales más adinerados, una vez que dominaban la lengua latina, se trasladaban a la ciudad para hacer fortuna.

Pero sólo los más hábiles y más afortunados tenían buenas oportunidades. En Roma se concentraban
150 gremios diferentes, desde el de los panaderos hasta el de los orfebres y vendedores de espejos, que contaban con una gran multitud de cargadores, almacenistas y estibadores para el transporte. Muchos acabaron desengañados y no lograron hacer fortuna en este ambiente difícil e inestable; de hecho, la gran mayoría sobrevivía gracias al reparto gratuito del grano.

Muchos de los grandes poetas del Imperio, por ejemplo Marcial, describen el espantoso ruido de la ciudad, el abarrotamiento de sus calles y la brutalidad de la vida cotidiana reflejada en los sangrientos deportes de los espectáculos púbicos. Según se expresa el mismo Marcial, “No existe ni un solo rincón en la ciudad en el que un pobre hombre pueda disfrutar de un momento tranquilo para
reflexionar (…) antes de que amanezca, ya te molestan los panaderos, durante el día, los martillos de los caldereros no paran de destrozar tus nervios. Por otro lado, el cambiador de monedas hace sonar ociosamente las monedas neronianas sobre su sucia mesa y el hombre de la esquina no para de triturar, sobre su gastada piedra y con su brillante mazo, el oro español en polvo”.

En las calles de la ciudad, había muy poca iluminación y una vigilancia rudimentaria, de la que se encargaban unos pocos policías. Como último recurso, para mantener la paz se disponía de las tropas estacionadas cerca de la ciudad.

En cambio, y en general, las condiciones de seguridad en el resto del Imperio habían mejorado. Casi al final de su vida, Augusto realizó un viaje a Capri, y durante el traslado, se encontró con un buque mercante procedente del puerto egipcio de Alejandría. Los comerciantes de a bordo le elogiaron por la paz lograda bajo su gobierno, que les permitía navegar por los mares con toda libertad para realizar sus transacciones comerciales y hacer fortuna. Fue un elogio justificado: Augusto no sólo había establecido la paz por todo el Imperio, sino que también había estabilizado extensísimas regiones en las que florecía y se desarrollaba el comercio con un mínimo de restricciones burocráticas.


Todo ello no significa que el comercio en el Imperio fuese una tarea fácil. El transporte por tierra seguía siendo lento y caro, y casi todas la mercancías pesadas se tenían que vender en la región, o bien, embarcarse para vender en otra ciudad. Una carreta de bueyes, con seis hombres y seis mozos, podía tardar hasta doce días para transportar, por carretera, una prensa para aceitunas, a una distancia de 80 km. Usando este medio de transporte para el trigo, se hubiera duplicado su precio por cada 500 km de camino.

Debido a la necesidad de suministrar provisiones a las tropas de guarnición, se establecieron las fronteras a lo largo de ríos como, por ejemplo, el Rin o el Danubio; los nuevos centros urbanos, como Londinium (Londres), Lugdunum (París) y Colonia (Colonia) se fundaron a orillas de ríos. De hecho, las principales rutas comerciales del Imperio Romano se pueden trazar casi exclusivamente en una red de ríos y mares.

Un importante legado de estas actividades comerciales son los muelles utilizados para descargar las mercancías, para su posterior transporte hacia el interior de la región. En la ciudad natal del emperador Septimio Severo, Leptis Magna (actualmente en Libia), aún se pueden ver los restos de un embarcadero de 1.200 m de largo. A lo largo del río Támesis, en Londres, también se han encontrado muelles. Ostia, puerto de Roma, con embarcaderos muy bien preparados, se transformó posteriormente en una ciudad independiente, con amplios almacenes para guardar todas las mercancías antes de transportarlas río arriba.

La mayoría de las mercancías que se transportaban por el Imperio eran indispensables para la
supervivencia; sin embargo, el grano era el más importante. Sólo la demanda de la ciudad de Roma era impresionante: 400.000 toneladas anuales, y otras 100.000 para el ejército. Pero ésta era solo la más primordial de todas las necesidades de los soldados: por ejemplo, para las tiendas de campaña de una única legión se precisaban, aproximadamente, unas 54.000 pieles de ternera.

Algunas de las demandas del ejército se podían cubrir con la producción local; muchas zonas fronterizas prosperaban gracias a la producción de artículos que satisfacían las necesidades de las legiones. Pero incluso aquellas regiones menos productivas, como el norte de Britania o Siria, se beneficiaban de la importación de los diversos productos. También se había desarrollado una amplia red privada de comercio, aunque hacía falta
disponer de grandes sumas de dinero para financiar la construcción de buques y su correspondiente carga. Un barco de 400 toneladas costaba entre 250.000 y 400.000 sestercios, y su carga, unos 180.000 sestercios. Este mismo importe era suficiente para alimentar a toda una legión, más de cinco mil hombres, durante un mes.

Este comercio marítimo implicaba también grandes riesgos: los naufragios y la piratería eran comunes. Debido a todos estos problemas, el emperador concedía ciertos privilegios a todos los mercaderes y propietarios de buques, dedicados al transporte del grano; uno de esos privilegios fue, por ejemplo, la liberación de toda clase de obligaciones tributarias.

Curiosamente, en el Imperio no había importantes banqueros que se ocuparan de las finanzas o que
concedieran importantes préstamos para la expansión comercial. La clase comercial adinerada seguía siendo reducida y, cuando algún mercader había logrado enriquecerse, prefería invertir su fortuna en tierras. Las nuevas élites urbanas y los terratenientes afortunados anhelaban exhibir su sofisticación, por lo que los mercaderes se apresuraban a satisfacer sus demandas. Entremezclados con los artículos más esenciales, como el grano, el aceite y el vino, básicos para el comercio imperial, también se hallaban los de lujo: cerámicas de alta calidad, lámparas, vidrio y productos metálicos. Poco a poco, los fabricantes se dieron cuenta de que convenía establecerse más cerca de los mercados provechosos que se hallaban en constante expansión. Con el incremento de las demandas de las provincias occidentales, se empezó a producir, por ejemplo, cerámica fina de Arezzo (Italia central) en la Galia; por otra parte, la fabricación de vidrio se extendió por todo el Imperio.

Uno de los riesgos que implicaba el comercio era que fuera de las fronteras del Imperio únicamente se vendían productos de lujo, los cuales aseguraban grandes ganancias; esos productos eran, por ejemplo, el marfil de África Oriental, incienso y mirra del sur de Arabia, ámbar del Báltico, pimienta de la India y sedas de China. Los animales salvajes, tan necesarios para los espectáculos –cuanto más exóticos, mejor- eran traídos de África y Asia.

El ámbar, resina fosilizada de una especie extinta de pino, era una de las piedras preciosas más cotizadas de la Europa antigua. Los depósitos más ricos del mundo se hallaban a lo largo de la costa del mar Báltico. Los comerciantes romanos llegaron al Báltico durante el siglo I d. C. y, durante los 150 años siguientes, el ámbar fue transportado hacia el sur, siguiendo la Ruta del ámbar, hasta Aquileia, situada en el norte de Italia, donde los artesanos lo trabajaban para fabricar cajitas, pequeñas figuras y medallones.

Las piezas de ámbar resultaban caras. De hecho, una sola figurita podía costar lo mismo que una serie
de esclavos. Muchas de estas figuras aún se conservan en la actualidad; por ejemplo, un grupo de actores vestidos con capa, de Pompeya; una figura del dios Baco, de la Galia; la empuñadura de un cuchillo, en forma de perro durmiendo que fue hallada en las fronteras germanas…

Sin embargo, lo más común eran los pequeños jarrones, vasijas y anillos. Con frecuencia, estos últimos se grababan con motivos de la suerte para alejar el mal y las fuerzas ocultas. Las mujeres elegantes siempre llevaban una pequeña bola de ámbar que frotaban y olían para no percibir el mal olor de la ciudad. También se apreciaban las piezas de ámbar en las que habían quedado atrapados insectos o restos de plantas.

A finales del siglo II d. de C., los depósitos del Báltico se habían agotado, por lo que empezó a declinar el comercio del ámbar.

Durante el siglo I a. de C., cuando el estadista y orador romano Cicerón era gobernador de Cilicia, una de las peticiones más extrañas que recibió fue la de buscar y atrapar panteras salvajes de las montañas y enviarlas al circo de Roma. Así, se inició una nueva fuente de ingresos para los comerciantes. Durante el siglo I d.C., la demanda del pueblo romano por la matanza pública de animales fue en aumento; de hecho, los emperadores complacían esa demanda.

Augusto ordenó matar a 3.500 animales africanos en 26 acosos; durante los cien días en los que se celebraron diversos acontecimientos con motivo de la inauguración del Coliseo, se mataron nueve mil bestias. En tan sólo una serie de juegos, bajo el auspicio de Trajano, en el año 107 d. de C., se mataron once mil. Se recorría todo el Imperio
en busca de estas bestias. Los leones y tigres llegaban procedentes de las provincias de Asia; los rinocerontes, camellos y cocodrilos, del norte de África; los lobos, de Irlanda; y los osos, de Escocia. En algunas ocasiones, los animales más exóticos se entrenaban y exhibían antes de morir en las luchas más crueles y brutales, en las que un rinoceronte se enfrentaba a un elefante, o un oso a un toro. Como consecuencia de ello, enormes extensiones del Imperio se quedaron sin fauna salvaje.

“La moda del siglo I de. C” –señalaba Séneca- “exige que el mármol egipcio se combine con mosaicos de Numidia, que las piscinas se recubran con mármol y que el agua emane de grifos de plata”. Los exóticos gustos de los ricos inducían a los comerciantes a recorrer el mundo en busca de nuevos artículos de lujo. Los más aventureros se embarcaban para navegar por el mar Rojo, cruzar el océano y llegar al sur de la India, de donde traían toda clase de productos procedentes del sureste de Asia.

A finales del siglo I d.C., la pimienta era el producto de más provecho. Más tarde, otros productos, como los perfumes, las especias y los tejidos finos tuvieron una gran demanda. Sin embargo, los romanos viajaban, además, por las rutas terrestres, para cruzar Asia y llegar hasta China, pasando las regiones hostiles de Persia, pero nunca se llegó a establecer un contacto directo entre Roma y el Imperio Han, aunque unos cuantos griegos y sirios se arriesgaron para hacer este largo viaje. No obstante, la seda china no era desconocida en Roma.

En tiempos del gobierno de Augusto se editó una gama completa de monedas imperiales. La denominación más pequeña era la de cobre, el quadrans, y cuatro de ellos eran un as, también de cobre. Cuatro ases sumaban un sestercio, mientras que cuatro sestercios sumaban un denario de plata; el aureus, de oro, valía 25 denarios.

Al principio, estas monedas se entremezclaban con una enorme variedad de monedas locales; no fue
hasta el siglo III d.C. cuanto estas monedas realmente llegaron a predominar en todo el Imperio. Mientras tanto, se llegaron a hacer grandes negocios con el cambio de las diferentes monedas. El Estado adquiría las mercancías con sus monedas y aceptaba el pago de impuestos en dinero o en especie; los gobernadores romanos se hacían una impresionante publicidad a sí mismos en las propias monedas. En una emisión especial, se acuñó la generosidad de Augusto con las ciudades asiáticas víctimas de un terremoto. Vespasiano ordenó acuñar una gran cantidad de monedas para rememorar su victoria sobre Judea. Las disputas de Nerón y de Comodo por el trono imperial incrementaron la emisión de monedas, mientras que otro emperador, Calígula, fue deshonrado, por lo que se borró su rostro de todas las monedas.

Los emperadores mantenían un control absoluto sobre las casa de moneda y, en ocasiones, se emitían en demasiada cantidad o se cambiaba su denominación para crear fondos a corto plazo. En tiempos de Septimio Severo, se redujo el contenido de plata en el denario en un 50% y los emperadores del siglo III d.C., en un acto de desesperación para pagar a sus tropas, emitieron grandes cantidades de moneda devaluada. La moneda no volvió a tener un curso estable hasta el siglo IV d.C., bajo el gobierno de Constantino.

Finaliza en la próxima entrada.

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