sábado, 27 de septiembre de 2014

Brujería: las mujeres entre Satán y la Iglesia



Desde tiempos prehistóricos, el hombre ha creído poder dominar el mundo y las fuerzas de la naturaleza invocando la ayuda de espíritus y demonios. Esta creencia siguió presente en las religiones griega y romana. Con el triunfo del cristianismo, aquellos dioses se convirtieron en demonios, a la vez que algo similar ocurría con la sexualidad en general y especialmente la femenina, identificada con el influjo del Maligno: eran las brujas.

En los primeros tiempos, la Iglesia no presentó batalla a la brujería y la hechicería, por el simple hecho de que no las tomaba en serio: San Bonifacio (680-755) las clasificó entre las astucias diabólicas, y estas astucias tenían lugar en la imaginación de las víctimas del diablo. No en el mundo real. San Agustín (354-430) no creía en la literalidad de ciertas historias que contaban que las brujas eran capaces de transformarse a sí mismas,o o a otras personas, en animales, y atribuía los testimonios a vívidas alucinaciones inducidas por el poder de Satán.

Pero tiempo más tarde, Santo Tomás de Aquino (1221-1274) dejó claro que, en su opinión, era propio de gente de poca fe creer que los demonios y sus operaciones fueran simples fantasías: “La fe católica quiere que los demonios sean algo, que
puedan dañar mediante sus acciones”. Estas afirmaciones respondían al ambiente que se respiraba en el cristianismo: el diablo estaba adquiriendo un sentido muy real e inmediato, al que no eran ajenos tampoco los practicantes de las artes ocultas. La sociedad vivía el resultado de la escisión que surgió al identificar al cielo, la luz, el día, el sol y la paternidad con Dios, el bien y la vida; a la tierra, la oscuridad, la noche, la luna y la maternidad con el demonio, el mal y la muerte. Como en toda oposición, cada extremo exigía el contrario, “la fe católica quiere que los demonios sean algo”. Con el tiempo, incluso no creer en las brujas llegó a ser considerado signo de brujería.

Hasta finales del siglo XV, invocar al demonio había sido considerado un simple pecado, e incluso
hasta el siglo XIII se consideraba que realizarlo con buenos fines era una actitud encomiable. En 1484, el papa Inocencio VIII (papa de 1484 a 1492) hizo que la Iglesia asumiera la superstición popular del poder del demonio y afirmó oficialmente que las brujas podían aprovecharlo para causar estragos en forma de enfermedades, desastres naturales o plagas: la Iglesia transformó el pecado en herejía y, en consecuencia, éste fue perseguido con todo el rigor y ningún criterio.

Acusar a alguien de hechicero o bruja era la forma más sencilla de conseguirle, sin más, el odio incondicional de los vecinos o condenarlo a
muerte, pues la Santa Inquisición no era mucho más escrupulosa: con el eufemismo “por obra de una justa severidad se ha visto forzada a explicarse”, se aludía a la práctica de la tortura que obligaba a la sospechosa a confesar para terminar así con sus sufrimientos, aunque fuera en la hoguera. El Malleus maleficarum (“Martillo de las brujas”) era un manual para inquisidores que describía detalladamente todo tipo de técnicas de una tremenda brutalidad, pues, según este libro, ninguna bruja, a pesar de todas las evidencias en su contra, podía ser ejecutada si no confesaba. Se indicaba al juez cómo se debía comportar con la acusada: podía prometerle la vida –promesa que por supuesto incumpliría- o bien prometer que se mostraría benigno, pero con “esta restricción mental: quiero decir benigno para mí y para el Estado”.

Por estos métodos se obtenían confesiones como la siguiente: “Cocía en calderas, sobre un fuego maldito, hierbas envenenadas, sustancias extraídas bien de los animales, bien de cuerpos humanos, que, por una profanación horrible, iba a levantar del reposo de la tierra santa de los cementerios, para servirse de ellos en sus encantamientos: merodeaba durante la noche alrededor de las horcas patibularias, sea para quitar jirones a las vestiduras de los ahorcados, sea para robar la cuerda que los colgaba, o para apoderarse de sus cabellos, uñas o grasa”. Esta confesión se extiende con el añadido de unas cuentas herejías.

Con el paso del tiempo se han ido creando muchos mitos y leyendas alrededor de la brujería y el
papel de los que “combatieron” contra ella. Por ejemplo, a pesar de lo que puedan dar a entender muchos libros y películas, la mayoría de los acusados de brujería en Inglaterra no murieron. Al menos ejecutados. Fueron absueltos. E incluso los declarados culpables no perecieron en la hoguera, sino ahorcados.

La percepción popular (recogida y aumentada por los autores esotéricos y especialmente Dan Brown) de que cinco millones de mujeres fueron quemadas vivas en una pira acusadas de brujería en Europa entre 1450 y 1750 es una completa exageración. La mayoría de los historiadores de ese periodo estiman que la cifra de 40.000 es más atinada y que un cuarto de ellos fueron hombres.

En Inglaterra sólo se registraron 200 ejecuciones –al menos, que hayan quedado documentadas en los archivos históricos- de personas acusadas de brujería. Casi todos murieron en la horca. Los escoceses, los franceses, los alemanes y los italianos sí quemaron “brujas”, pero incluso para ellos era más habitual estrangularlos antes y luego quemar el cuerpo en vez de incinerarlos vivos.

En Gran Bretaña, en el periodo que va de 1440 a 1650, sólo se quemó a una bruja por siglo. Margery Jordemaine, la “Bruja del Ojo”, fue quemada en Smithfield el 27 de octubre de 1441; Isabella Billington, en York en 1650 –aunque se la ahorcó antes-; e Isabel Cockie en 1596.

En Inglaterra, una acusación de brujería no terminaba necesariamente en sentencia de muerte. La Iglesia –a menudo responsabilizada de la persecución- no tomaba parte en los juicios. Los acusadores debían demostrar que una bruja les había perjudicado y los jurados ingleses eran sorprendentemente reacios a condenar. El 75% de los juicios terminaban en absolución.

Contrariamente al mito popular de enfervorizadas turbamultas, parece ser que había un considerable
rechazo a la idea de la caza de brujas, rechazo compartido por los jueces y la gente ordinaria. La persecución de brujas era considerada supersticiosa, perjudicial para el orden público e innecesariamente cara. La pira de Isabel Cockie, por ejemplo, costó el equivalente a más de 1.000 libras esterlinas actuales.

No es fácil saber quiénes eran estas brujas y qué ocurría realmente, pero es prácticamente seguro que los sacrificios rituales de niños y las cópulas con animales ocurrieran sólo en la activa imaginación de los inquisidores y el pueblo, no en los aquelarres. Algunos investigadores sugieren que la brujería fue la supervivencia de cultos paganos, probablemente con tintes orgiásticos, a Diana o a Dionisos. Sólo una proporción realmente pequeña, no sólo de las acusadas, sino de las practicantes, eran verdaderas brujas: atraídas por los bulos de la propia Iglesia, muchas mujeres practicaban ritos que no entendían o inventaban, excitadas por las promesas de poder y fortuna. Además, se trataba de un saber iniciático de transmisión oral. La feroz persecución hizo que esta doctrina fuera aún más secreta, y deformada en las cámaras de tortura, donde las víctimas inventaban cualquier cosa que satisficiera a su verdugo. Ahí surgió la imagen de la bruja lasciva e infanticida que había de ser borrada de la faz de la Tierra. Curiosamente, a la posteridad ha llegado un arquetipo de mujer vieja y decrépita, pero lo cierto es que muchas mujeres jóvenes y bellas acabaron en la hoguera: su atractivo sexual era la prueba de su maldad.

Pocas voces arriesgaron su seguridad para intentar poner freno a la locura de católicos, calvinistas y luteranos –quienes por cierto, se acusaban entre ellos de brujería y herejía-. Una de estas voces fue la del padre jesuita Spee, quien, convencido de la inocencia de los más de 200 reos que acompaño a la hoguera, publicó anónimamente en 1631 un libro en el que afirmó que todos los canónigos, doctores y obispos de la Iglesia se confesarían hechiceros si fueran sometidos a las mismas torturas.

Pero no fueron estas protestas las que detuvieron el horror. De la misma manera que la creencia había aparecido de la nada, durante el siglo XVII fue desapareciendo progresivamente sin más motivo que un cambio en el ambiente: el auge del racionalismo y el nacimiento de una postura científica ante la naturaleza, impulsada principalmente por Galileo –víctima también de la Inquisición-. A finales del siglo XVII, terminó esta pesadilla.

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