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En medio de esta confusión y muerte, comenzaron en serio los planes para invadir Crimea. Incluso si las filas no hubieran sido diezmadas por la enfermedad, los aliados tendrían que hacer frente a dos dificultades: se tenía a mano muy poca información del tamaño de las fuerzas rusas en Crimea. En segundo lugar, no existía plan de invasión. Había, además, necesidad de trabajar en consorcio con los franceses y los turcos, cuestión siempre difícil.
Tras varios desencuentros y discusiones, el 14 de septiembre comenzaron sin oposición enemiga los desembarcos en la bahía de Calamita, 13 km al sur del puerto de Eupatoria. Los observadores rusos se mantenían a distancia; sin que los aliados lo supieran, las fuerzas rusas estaban concentradas en una posición fuerte en las riberas del río Alma, entre ellos y su objetivo. Los rusos combatirían en el terreno de su propia elección, desde defensas preparadas. No sentían la necesidad de interferir los desembarcos.
Al principio, ciertamente, los desembarcos se desarrollaron de manera fluida. Pero pasado el día 14, las lluvias y galernas comenzaron a azotar a las expuestas playas. No antes de cinco días desembarcaron completamente los 20.000 hombres y sus equipos. Al fin, el 19 de septiembre, antes de que el calor asfixiante y el polvo los silenciara, unas bandas de música condujeron a los aliados al sur de la cabeza de puente. Hacia el mediodía, muchos de los caminantes, carentes de los suministros más elementales, incluso los médicos y sanitarios, habían caído presas de la fatiga o la enfermedad y la Brigada Ligera de Caballería estuvo a punto de caer en una emboscada.
Al día siguiente, las tropas aliadas, que avanzaban con los franceses y los turcos en el costado derecho, próximo al mar, se vieron obligadas a librar una gran batalla en el río Alma, donde los rusos habían concentrado formaciones potentes en las colinas de ambos lados del camino de postas a Sebastopol. Los británicos iniciaron el ataque a dos reductos del otro lado del río y sufrieron cuantiosas pérdidas por el contraataque enemigo tras recibir órdenes de alto el fuego en medio del asalto ruso, porque el Estado Mayor, en plena confusión, estaba convencido de que los que avanzaban hacia ellos eran franceses.
El verdadero objetivo era el puerto marítimo de Sebastopol, dividido en dos por una ancha bahía. La captura de la zona norte, por sí misma, no garantizaba la caída de las instalaciones de los astilleros ni de la principal ciudad hacia el sur. Los aliados (que no habían pensado anteriormente cómo tomar realmente Sebastopol) se enfrentaban a un serio dilema: atacar el norte, expuestos a los cañones de las fortificaciones del sur, de las flotas ancladas y las defensas del norte; o rodear Sebastopol hacia las tierras altas del sur de la ciudad. Como los aliados no tenían botes para cruzar la bahía hacia el sur en caso de atacar el norte, decidieron realizar la marcha de flanco y atacar desde el sur.
De esta forma, los británicos tomaron posesión de la minúscula bahía de Balaclava, al sur, que sería su puerto de aprovisionamiento mientras duró la guerra de Crimea. Desde allí, las tropas francesas e inglesas comenzaron el asedio a Sebastopol. Los duros trabajos de atrincheramiento necesarios en previsión de un ataque ruso destinado a socorrer a la guarnición de Sebastopol fueron una prueba terrible para los soldados británicos, hambrientos y mal equipados. El 25 de octubre, camuflados por la niebla del amanecer, los rusos atacaron. Mientras éstos abandonaban una línea de reductos que protegía las cercanías de Balaklava, sonaba la alarma en los campamentos franceses y británicos, situados a una distancia de cinco kilómetros.
La primera en reaccionar fue la división de caballería inglesa de Lord Lucan, compuesta por una brigada pesada y otra ligera. Cuando se dio la orden de montar, los caballos no habían bebido y los hombres no habían comido nada. Se puso en marcha para cubrir la retirada de los turcos.
En principio, la infantería era necesaria. Cuando las 1ª y 4ª divisiones británicas y dos francesas salieron de sus posiciones delante de Sebastopol, el camino al puerto de Balaklava sólo estaba protegido por 500 Highlander del 93º Regimiento y algunos hombres de otras unidades, todos a las órdenes del general sir Colin Campbell.
Desde la cima de la colina de Sapoune, que dominaba el teatro de operaciones, el comandante en jefe británico, lord Raglan, y su estado mayor observaban con temor el asalto de la caballería rusa contra los Highlander. Pero en dos andanadas, consiguieron rechazar el ataque. Los espectadores iban a ver todavía más. La Brigada Pesada del general sir James Scarlett, reducida por la enfermedad a 600 hombres, estaba en posición en una hondonada del terreno, lo que le impedía ver aproximarse al enemigo, seis veces más numeroso: 3.500 jinetes rusos llegaron al galope y se formaron a 350 metros de los Scots Grey y de los Inniskilling. Sus trompetas tocaron a carga. Como el difícil terreno no permitía el galope, ni siquiera el trote, era preciso ir al paso. Los británicos entablaron un cuerpo a cuerpo con los rusos y abrieron una brecha en sus filas. Por otro lado, los 4º y 5º Dragones de la Guardia cargaron desde los flancos y desordenaron todavía más las filas rusas.
Este éxito de la Brigada Pesada señaló el final de toda acción en este sector, el valle meridional, justo encima de Balaklava. Tras un periodo de tregua, se reemprendió el combate en el valle del Norte, al otro lado de la colina de Causeway, pequeña elevación de terreno que corría a lo largo de la carretera de Vorontzov, principal ruta de avituallamiento de los Aliados y que unía Balaklava con sus atrincheramientos delante de Sebastopol. La carretera estaba protegida por reductos que los rusos capturaron a los turcos al iniciarse la batalla.
Al enviar la división de caballería el valle del Norte, lejos de la infantería, lord Raglan realizaba los preparativos para uno de los hechos de armas más audaces, y también más inútiles, de la historia militar británica: la Carga de la Brigada Ligera. Al creer que el enemigo intentaba evacuar los cañones de los reductos perdidos en la colina de Causeway, el comandante británico decidió impedírselo. Su orden a lord Lucan era urgente y por ello no se la confió a un ayuda de campo de servicio sino a un oficial del 15º de Húsares, el capitán Luis Nolan, un soldado obsesionado por la superioridad de su arma. “Lord Raglan –decía esa orden- desea ver a la caballería avanzar sin demora hacia el frente para que impida al enemigo llevarse los cañones”. Desde el lugar en que se encontraba Lucan no podía observar la maniobra de evacuación rusa. Por ello, pidió aclaraciones a Nolan.
Éste dio una interpretación errónea a las instrucciones de Raglan y señaló claramente a la artillería rusa emplazada en batería a 2.5 km de distancia, en el extremo del valle del Norte y dijo a Lucan: “Ahí están el enemigo y sus cañones, milord”. El ejército ruso estaba desplegado detrás. Era una operación suicida, pero Lucan sólo podía obedecer. Todavía se discute si Nolan comprendió mal el mensaje de lord Raglan a lord Lucan o si interpretó abusivamente la orden para probar que tenía razón al sostener que la caballería ligera era irresistible. El caso es que Lucan encargó esta misión a la brigada ligera, que mandaba su hermano lord Cardigan, mientras que la brigada pesada tras el combate precedente, quedaba en reserva.
La orden debió sorprender a Cardigan, dado que jamás se había pedido a la caballería que atacara a la artillería sin apoyo de la infantería. No por ello preparó menos a sus escuadrones para la carga: la enfermedad había reducido sus efectivos a 673 hombres montados sobre caballos en muy malas condiciones. Cuando Raglan y su Estado Mayor comprendieron lo que ocurría, quedaron consternados. Rápidamente enviaron mensajeros hacia el valle, pero ya era demasiado tarde.
En el siglo XIX, los jinetes partían al paso, después pasaban al trote, luego al galope y llegaban hasta el enemigo a galope de carga. Cubrían una distancia de 900 m en unos siete minutos. Cuando se encontraban a una distancia entre los 900 y 500 m, la artillería enemiga tenía tiempo para realizar nueve disparos de balas o metralla. Entre los 550 y 180 m el cañón podía disparar bien dos balas o bien tres botes de metralla. En los últimos 180 metros, que se recorrían al galope, el cañón podía disparar dos veces metralla. El 70% de los proyectiles utilizados eran balas. Era el proyectil más eficaz y seguro: uno solo de ellos podía destruir un carro. Disparado contra una columna en formación abría una brecha a lo largo de varias filas de jinetes. La carga de la Brigada Ligera, como hemos dicho, era, pues, un suicidio.
Bajo el fuego de los cañones rusos, la brigada ligera cerró filas. A través de las nubes de humo que se intercalaban con los destellos de los disparos, Cardigan conducía a los supervivientes de su primer ataque sobre las baterías rusas atacando con sus sables a todos los servidores que no se habían protegido bajo su pieza.
Contra toda lógica, la Brigada Ligera llegó hasta los cañones enemigos, pero no contaba con medios para sacarlos de las baterías. Los valientes que todavía permanecían sobre su silla de montar se reagruparon como pudieron y rehicieron sus líneas bajo la metralla, hostigados por los cosacos del ala derecha rusa.
Apenas llegó el último soldado renqueando al abrigo de la sierra de Sapoune, comenzaron las recriminaciones. ¿Quién era el responsable del penoso estado de la Brigada Ligera? Solamente la pérdida de 475 caballos había anulado su efectividad como fuerza combatiente.
Cabalgando hacia el llano, Raglan censuraba furiosamente a Cardigan: “¿Qué quería usted hacer al atacar de frente a una batería en contra de los usos de la guerra y de las costumbres del Ejército?” A lo que replicó ahogadamente el jefe de la Brigada Ligera: “Milord, espero que no me culpe, porque recibí la orden de atacar de mi oficial superior, delante de mis tropas”. Tampoco Lucan escapó de los reproches del comandante en jefe: “¡Usted ha arruinado a la Brigada Ligera!”, exclamaba amargamente, para continuar haciendo hincapié en que su orden había sido avanzar a las “alturas” y recuperar “nuestros perdidos cañones ingleses”.
La disputa sobre lo que ocurrió verbalmente entre individuos y quién era, por lo tanto, responsable de la debacle, continuaron durante años. Incluían acusaciones cruzadas, declaraciones en el Parlamento y ante los tribunales. Cardigan y Lucan se detestaban mutuamente, por lo que su relación era fría, formal y profesional. No cabía una discusión racional. Nolan, un medio italiano visceral, despechado y obsesionado con la gloria, pudo haber sido el auténtico responsable, pero su muerte –fue de los primeros en caer- alejó cualquier posibilidad de revisión posterior.
El poeta romántico Tennyson inmortalizaría la carga de la Brigada Ligera como una marcha enfebrecida hacia las fauces de la muerte… pero en realidad sólo se trató de una triste suma de errores, malinterpretaciones, orgullo y arrogancia.
Aparte del hecho de que la carga de Balaklava demostró una vez más que las fuerzas de maniobra, como la caballería, necesitaban el apoyo de las otras armas para consolidar sus posibles ganancias tácticas (lección que no se asumió en su totalidad hasta mediados del siglo XX), quedó también de manifiesto algo que se reveló en toda su magnitud durante la Primera Guerra Mundial: que la caballería clásica empezaba a perder su papel secular frente a la emergencia de las nuevas armas, en especial la artillería y después las ametralladoras. Pero esta conclusión no encontró eco, y durante la Gran Guerra las grandes concentraciones de jinetes dispuestas por ambos bandos se limitaron a realizar funciones de exploración o permanecieron inmóviles a la espera de una explotación del éxito que las características del propio conflicto hicieron imposible. Sólo a partir de entonces comenzó a plantearse seriamente el futuro de la caballería clásica y a hablarse de mecanización.
En 1855, la subida al trono del zar Alejandro II, deseoso de restablecer la paz, y la ocupación de Sebastopol por los Aliados, llevaron a la apertura de negociaciones que concluyeron con el Tratado de París de 1856, por el que Rusia reconocía la integridad del Imperio otomano y renunciaba a sus exigencias territoriales. Además, aceptaba la neutralidad del mar Negro. Por su parte, el Sultán se comprometió a mejorar la situación de sus súbditos cristianos.
Sin embargo, el tratado no aportó una solución duradera. Turquía no llevó a cabo las reformas prometidas y Rusia aprovechó la guerra franco-alemana para denunciar la cláusula de neutralidad del mar Negro. La “Cuestión de Oriente” iba a constituir un problema europeo hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial.
En Gran Bretaña, la incompetencia de los mandos y los reveses sufridos por las tropas provocaron la adopción de reformas y una mejora de las condiciones de servicio en el Ejército.