viernes, 28 de junio de 2013

1854-La Guerra de Crimea y la Carga de la Brigada Ligera (1)


El 14 de septiembre de 1854, las tropas de una fuerza expedicionaria británica, dirigida por lord FitzRoy Raglan, iniciaron el desembarco en las playas de la península de Crimea, en la bahía de Calamita, 51 km al norte de su objetivo final, el puerto marítimo ruso de Sebastopol. Por delante les quedaban dieciocho meses de miseria inesperada para los afortunados que sobrevivieron. Una corta campaña de castigo, que finalizó con la rápida conquista de Sebastopol, resultó ser un espejismo.

Había viejas razones para la guerra en la que se vio envuelto el ejército de Raglan. Los británicos temían que Rusia invadiera el decadente imperio turco, que se extendía a ambos lados del estrecho del Bósforo por Asia Menor y una Europa sudoriental. Desde el siglo XVIII, los sucesivos zares se habían expandido hacia el sur por Crimea y Ucrania y más hacia el este, por el Cáucaso. Amenazaban con aplastar a Turquía para ocupar su lugar como potencia. Sin embargo, la región del Cáucaso, montañosa y con una población diseminada, presentaba grandes problemas militares.

Los Balcanes, en el sureste de Europa, más allá de la desembocadura del Danubio en el mar Negro, eran otra cosa. No había nacionalidades eslavas pero eran cristianos en su mayoría. Rusia se sentía particularmente afín a ellas. Establecer un protectorado religioso sobre los catorce millones de súbditos balcánicos de Turquía, llegó a ser el principal objetivo del zar. Era innegable que eso permitiría un grado de influencia política sobre Turquía, porque Rusia albergaba una ambición ardiente por el control del Bósforo y los Dardanelos, permitiendo así el paso de barcos de guerra desde Sebastopol (su principal base en el mar Negro) hacia el Mediterráneo. Para conseguirlo, el zar debería dominar Turquía e, idealmente, ejercer su influencia sobre Constantinopla.

La perspectiva de un desenlace tal, alarmó sobremanera al gobierno británico. El peligro no era pura fantasía. Durante la guerra de independencia griega (1821-9), un ejército ruso había invadido los Balcanes, avanzando hasta las proximidades de Constantinopla. Sólo la presión de otras potencias europeas aseguró su retirada. Durante una larga disputa (1831-41) entre Turquía y el gobernador de Egipto, Mehmet Alí (que era nominalmente vasallo del Sultán), Rusia casi consiguió ganar no sólo la influencia religiosa que buscaba en los Balcanes, sino un poder político más amplio sobre el gobierno de Turquía, a cambio de ayuda militar. En secreto, el Sultán accedía a cerrar, a petición de Rusia, el paso por los estrechos a todos los barcos de guerra extranjeros. Sabido esto, Inglaterra tomó las riendas para anular este subterfugio.

A pesar de considerar a Turquía como “el hombre enfermo de Europa”, a punto de desintegrarse y, por lo tanto, madura para tomarla, el zar Nicolás I no descansaba. Una disputa religiosa trivial le dio la oportunidad de intentarlo de nuevo. En 1852 se produjo una disputa por la custodia de los santos lugares de Jerusalén (turca en aquel momento) y Rusia reclamó una vez más el protectorado de los cristianos balcánicos. Los barcos de guerra ingleses habían persuadido a Rusia de no debilitar a Turquía en el pasado, por lo que en junio de 1853 partió de Malta una flota, bajo el mando del vicealmirante Dundas, hacia las proximidades de los Dardanelos…” para proteger a Turquía contra un ataque no provocado y en defensa de su independencia”. El zar no se impresionó en absoluto. Poco después, envió tropas a través de su frontera suroccidental para ocupar Moldavia y Valaquia (actualmente Rumania, entonces dos provincias de Turquía) y obtener “sin guerra… sus (de Rusia) justas demandas”. El zar alegaba que acudía “en defensa de la religión ortodoxa”, de lo que no estaban convencidas ni Turquía ni otras potencias europeas.

Rusia desatendió un ultimátum turco para retirarse y, finalmente, el 23 de octubre de 1853, el sultán declaró la guerra. El día anterior, barcos de guerra británicos y franceses habían penetrado en el mar Negro. Sin embargo, en ese momento ni Francia ni Inglaterra consideraban seriamente el desembarco de una fuerza expedicionaria. Las fuertes defensas turcas, reforzadas considerablemente desde el último avance de Rusia hacia el sur, hacía más de veinte años, bloqueaban la ruta del enemigo a lo largo del Danubio. En Inglaterra no existía ni entusiasmo popular ni voluntad política de implicarse más. Los turcos parecían dominar la situación.

Todo esto cambió de manera dramática el 30 de noviembre de 1853, cuando una escuadra rusa disparó bombas explosivas en vez de bolas macizas contra el puerto de Sinope, 482 km al este de Constantinopla, masacrando a 4.000 marineros turcos. En la prensa y en los círculos públicos de entusiastas se urgió al gobierno inglés a actuar de un modo positivo: desplegando sólo las flotas, los británicos y los franceses habían intervenido solamente “para traicionar a la infortunada Turquía”. Se tachó a los ministros de lord Aberdeen de “imbéciles y esbirros de Rusia” y una caricatura hiriente mostraba al primer ministro limpiando las botas del zar. El Westminster Review tocaba después un punto comercial sensible, al argüir que “nuestro camino a la India…(y) nuestro comercio con todas las naciones libres” estaban en peligro.

Más conscientes que un público mal informado de las dificultades de verse envueltos en una guerra con tan gran y poderoso enemigo, los gobiernos británico y francés se movían con precaución. El 4 de enero de 1854, sus flotas penetraban en el mar Negro con las increíbles órdenes (considerando que ninguno de los dos países estaba entonces en guerra con Rusia) de atacar a los barcos de guerra rusos si se negaban a volver a puerto.

Las demandas de acción contra Nicolas I (descrito como “ese diablo con forma humana”) crecían a medida que se desvanecían las esperanzas diplomáticas de resolver la crisis. El 27 de febrero, en un último intento de convencer al zar de que los británicos iban realmente en serio, el ministro de Exteriores envió un ultimátum a San Petersrburgo. Debía anunciarse en el plazo de de seis días un compromiso de retirarse de Moldavia y Valaquia para el 30 de abril: “La negativa o el silencio…(sería) equivalente a una declaración de guerra”. Nicolas I no se digno contestar. Así, Inglaterra entró en la que fue reconocida como “la guerra contra Rusia”, más tarde llamada “Guerra de Crimea” , por ser allí donde tendría lugar la mayor parte del combate.

En Inglaterra, desde el comienzo de 1854, a medida que la situación política se deterioraba, se había
reunido gradualmente una fuerza expedicionaria, designada al principio simplemente “para el Este”. Su comandante sería lord Raglan, un veterano de 64 años, ex secretario militar del duque de Wellington y a la sazón intendente general del Cuerpo de Pertrechos de Guerra. Indudablemente valiente (primero en el asalto a Badajoz durante las guerras napoleónicas y con la pérdida de un brazo en Waterloo), Raglan, sin embargo, no había mandado nunca tropa en combate; y durante la mayoría de los últimos cuarenta años había ocupado puestos puramente administrativos. Los jefes de sus divisiones también tenían experiencia diversa. Sólo uno tenía menos de sesenta años y sólo dos habían mandado una división en combate.

Lord Raglan tuvo una influencia considerable en la elección de sus oficiales superiores y oficiales inmediatos de su Estado Mayor, pero los regimientos asignados a las divisiones los determinó el jefe de administración del Ejército de los Guardias a Caballo de Londres, el comandante en jefe lord Harding. Éste, sin embargo, no controlaba ni a la artillería ni a los ingenieros; en teoría lo hacía Raglan en su calidad de intendente general. Rodeado de un Estado Mayor que luego fue denominado “nido de bobos”, casi todos tan viejos e inexpertos como él, y como él nombrados en función de sus parentescos, quizá no deban cargarse sobre lord Raglan todas las culpas de lo que sería una desastrosa campaña.

De camino, la Marina Real protegería a las tropas, que serían transportadas en una colección variopinta de barcos de vela y a vapor, muchos de los cuales se habían requisado especialmente. Una vez en tierra, el transporte terrestre y los abastecimientos (distintos de las necesidades estrictamente militares, como las municiones) se facilitarían (o no, según se viera) por el Departamento del Comisariado de Organización Civil, responsable ante el Departamento del Tesoro de Londres. Como mínimo, el jefe de la fuerza expedicionaria se enfrentaba a una tarea difícil, aparte de conseguir la derrota del enemigo. Sin control directo sobre el Comisariado, teniendo que pedir ayuda (incluso cooperación directa en las operaciones) a un almirante independiente, que siempre podría alegar incapacidad de actuar sin autorización expresa del almirantazgo, a 4.800 km de distancia, y consciente de que las tropas de Pertrechos de Guerra en teoría (y frecuentemente en la práctica) debían su fidelidad postrera a Londres, Raglan debía tratar también con los mandos franceses y turcos al mismo nivel. Para colmo de males, los británicos tenían en Crimea menos tropas que el resto de sus aliados.

Todos estos problemas quedaban para el futuro, mientras que, incluso antes de expirar el ultimátum inglés, las tropas comenzaban a salir de Inglaterra hacia Turquía. Su cometido preciso era incierto. Algunos confiaban sin duda en llegar sólo hasta Malta, antes de que los rusos vieran que los aliados iban en serio y retrocedieran.

El 22 de febrero los soldados británicos comenzaron a abandonar su patria. Durante los tres meses
siguientes, zarparon, desde una serie de puertos, buques de transporte que se detenían en Gibraltar antes de llegar a Malta. Allí la acción parecía lejana. El clima moderado incitaba a la relajación. Pero aquello no podía durar.

El 30 de marzo, las tropas comenzaron a partir hacia Turquía. El 8 de abril, al llegar a Gallípoli, se encontraron con una clara carencia de alojamiento y alimentos. Los franceses se habían quedado con las mejores zonas. Hacia finales de mayo, unos 18.000 británicos y 22.000 franceses saturaban esta pequeña ciudad, desesperados por la desilusión, “raquíticos, sucios y arruinados (con) conjuntos abominables de mugre estancada, ennegrecidos de olores insoportables”. Para alivio suyo, a primeros de junio, la mayoría de los británicos zarparon hacia el norte, a Constantinopla y Scutari, pero las condiciones allí no eran mejores: para desilusión suya, el calor extremo se añadía a la incomodidad de las tropas. Muchos se solazaban en el alcohol: una noche se contabilizaron 2.400 británicos borrachos.

En parte porque la situación militar en el Danubio permanecía sin resolver –los rusos estaban concentrados amenazadoramente en las dos provincias- y en parte buscando cuarteles más frescos, tras una breve estancia, muchos ingleses y franceses zarparon hacia el mar Negro, a Varna, en la Bulgaria ocupada por Turquía. La primera impresión desde el mar, un delicioso puertecito, se borró rápidamente con una inspección más cercana. Las calles eran estrechas, llenas de socavones e inclinadas hacia un fétido sumidero central. Y, una vez más, los franceses se instalaron en los mejores alojamientos disponibles. Desde el punto de vista militar, los atracaderos recién construidos eran inadecuados para la clase de fuerzas que había que desembarcar: los caballos se descargaban en botes de remos, para transportarlos a tierra, en medio de coces y berridos. Esto era un desembarco sin oposición en un territorio amigo. Lord Raglan ya sabía que tendría que invadir Crimea. Los augurios para tal acción, a juzgar por la actuación en Varna, distaban de ser buenos.

Varna y sus aledaños no podían abastecer, obviamente, a unas fuerzas aliadas de ahora 50.000 hombres, por lo que muchos regimientos británicos se desplazaron 32 km tierra adentro, a los valles de Devna y Aladyn, en el camino hacia el cuartel general turco de Shumla y bien situados, también, para cerrar la penetración rusa por el sur del Danubio. Los atractivos asentamientos de los nuevos
campamentos resultaron ser falsos. Los abastecimientos de frutos silvestres y venados fueron rápidamente consumidos por los ávidos comensales. Y lo que fue mucho peor, una enfermedad mortal diezmó las filas. El 11 de julio apareció el cólera en los campamentos franceses y se extendió rápidamente a los ingleses; en una quincena murieron 600 hombres. Se desplazaron apresuradamente los campamentos, pero los nuevos emplazamientos sirvieron de poco. Después, el 10 de agosto, en Varna, un fuego destruyó unos almacenes muy necesarios. Pronto se extendió el cólera hasta las flotas alejadas de la costa.

(Finaliza en la siguiente entrada)

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