lunes, 24 de junio de 2013

Lutero y la Reforma (3)







(Viene de la entrada anterior)

Quizá de no haber sido ésa la situación, de no haber requerido el Papa sumas tan grandes para concluir la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, de no haber necesitado Alberto de Brandengurgo tanto dinero para pagar la dispensa papal, la respuesta a Lutero habría sido comedida y todo habría quedado en un mero intercambio de opiniones teológicas que en nada habrían afectado al edificio eclesial. Sin embargo, las cosas discurrieron de una manera muy diferente y las Noventa y cinco tesis cambiaron de manera radical la historia.

La reacción de Alberto de Brandenburgo, que había recibido las Tesis acompañadas de una carta de Lutero escrita en un tono exquisitamente respetuoso, no se hizo esperar. Necesitaba imperiosamente dinero y, desde luego, no estaba dispuesto a que un monje le pusiera impedimentos de carácter teológico para alcanzar sus fines. De manera inmediata, escribió al papa León X pidiéndole que interviniera.

La respuesta del Papa consistió en remitir el asunto a la jurisdicción de los agustinos, cuya siguiente reunión capitular iba a celebrarse en Heidelberg. Muchos esperaban que Lutero sería condenado y acabaría en la hoguera, pero lo que sucedió fue algo completamente distinto, ya que buen número de agustinos consideraron que las críticas de su compañero de orden estaban más que justificadas.

León X decidió entonces seguir otro camino. La dieta imperial de Augsburgo debía reunirse en breve y a ella tenía que acudir el cardenal Cayetano con la misión de convencer a los príncipes alemanes a fin de que se unieran en un proyecto papal de cruzada contra los turcos y pagaran un impuesto con esta finalidad. El Papa decidió que Cayetano podía entrevistarse con Lutero e intentar solucionar el problema. Provisto de un salvoconducto del emperador, un recurso que de nada había servido en el siglo anterior a Jan Huss para escapar de la hoguera, Lutero acudió a entrevistarse con el cardenal. El encuentro concluyó en fracaso, porque el prelado sólo deseaba una retractación total y el monje pretendía que previamente se le mostrara en qué estaba equivocado. En otro contexto, Lutero habría terminado en la hoguera, pero en aquel tiempo las circunstancias se desarrollaron a su favor.

Para empezar, se produjo la muerte del emperador Maximiliano, que no había contemplado la actitud
de Lutero con ninguna simpatía. Pero además se dio la circunstancia de que el Papa tenía interés en que los poderes políticos se mantuvieran débiles y enfrentados a fin de poder disfrutar de una mayor influencia. Esa situación se produciría, en opinión de León X, si el elegido como nuevo emperador de Alemania era Federico de Sajonia. Sin embargo, este príncipe era el protector de Lutero (no porque aceptara sus puntos de vista, sino porque no deseaba que se le condenara sin un juicio justo) y ese hecho decidió al Papa a posponer la condena del agustino. Éste, como gesto de buena voluntad, se declaró dispuesto a no entrar en nuevas controversias si sus adversarios hacían lo mismo.

Esta breve tregua se esfumó por unas razones tan políticas como las que habían provocado su comienzo. Federico no fue elegido emperador, sino Carlos I de España y entonces el Papa decidió que había llegado el momento de ajustarle las cuentas al monje díscolo. Para ello, sin embargo, se necesitaba una base más sólida que la existente hasta entonces. Era preciso acusar con fundamento a Lutero de hereje. Con tal finalidad, Juan Eck retó a un debate público en Leipzig a Carldstadt, uno de los alumnos de Lutero. Éste se percató fácilmente de que el objetivo de Eck era atacarle a él a través de un discípulo y se manifestó dispuesto a intervenir en la disputa.

Cuando se produjo el enfrentamiento entre Lutero y Eck, en 1519, se puso pronto de manifiesto lo que cada uno de ellos pretendía. Lutero era muy superior a su adversario en el conocimiento de la Biblia e intentó mostrar cómo ésta era imposible de conciliar con ciertas prácticas. Sin embargo, Eck conocía mucho mejor el derecho canónico, y no tuvo dificultad en llevar el debate a su terreno y lograr que Lutero afirmara que un cristiano con la Biblia tiene más autoridad que los papas y los concilios contra ella.

En realidad, semejante afirmación recordaba otras muy similares en espíritu, como la carta de Pablo a
los Gálatas, pero en aquellos momentos el resultado inmediato fue que se pudiera encuadrar a Lutero en el terreno de la herejía. Eck había buscado un pretexto que permitiera la condena de Lutero, su salida de la ortodoxia católica, y sin duda lo había encontrado. León X redactó la bula Exsurge Domine, en virtud de la cual ordenaba que los libros de Lutero fueran quemados y se le daban sesenta días de plazo para retractarse so pena de excomunión y anatema. Lutero respondió a la condena de León X apelando a la tradición multisecular de negación del poder que se consideraba ilegítimo. Procedió, por lo tanto, a quemar la bula papal. La reacción de León X resultó también lógica: excomulgó a Lutero mediante la bula Decet Romanum Pontificem de 3 de enero de 1521.

Unos meses antes Lutero había escrito varios tratados teológicos que no hacían sino confirmar su
separación de Roma: "An den christlichen Adel deutscher Nation" (“A la nobleza cristiana de la nación alemana”) definía los medios mediante los cuales podía establecerse, y de hecho se afirmaba, una nueva religión. Al convocar a los príncipes alemanes con el fin de que reformasen la Iglesia en virtud de su cargo, Lutero estaba dando un importante paso, pero al proceder así respondía a una tradición constitucional cristiana perfectamente firme. El supuesto medieval era que la sociedad respondía a una unidad fundamental. Era apropiado, incluso obligatorio, que el clero rechazara el regnum de la autoridad laica y convocase a los cristianos para corregirla. La inversa también era válida, y podía pedirse al regnum que corrigiese al sacerdotium. Ambos pertenecían a la sociedad, es decir, a la Iglesia. El clero había fracasado manifiesta y repetidamente en la ejecución de su tarea, que era eliminar los abusos. Por lo tanto, debía recurrirse al otro poder de la Iglesia, el secular.

Escribió también "De Captivitate Babylonica Ecclesiae" (en que sostenía que la Iglesia estaba en la cautividad babilónica al negar la comunión bajo las dos especies a los laicos y afirmar la transubstanciación y el carácter sacrificial de la Eucaristía) y "Von der Freiheit eines Christenmenschen" (en que negaba la necesidad de las obras para la salvación, ya que ésta era un regalo gratuito de Dios entregado a los que tenían fe en el carácter expiatorio de la muerte de Cristo en la cruz). Lutero no solo estaba repitiendo posturas muy cercanas a las de personajes como Jan Hus –que había ardido en la hoguera como hereje- sino que además cuestionaba sin ambages una institución, la papal, que desde hacía varios siglos estaba siendo objeto de encendidas controversias y que en las últimas décadas no había dejado de incurrir en comportamientos de enorme torpeza.

Para ese entonces, Lutero había dejado de ser el monje convencido de la buena fe de la jerarquía y preocupado por su honra. Pero, sobre todo, había encontrado un instrumento que se demostraría formidable en el enfrentamiento que acababa de estallar. Éste no era otro que la fe en que la teología y la práctica cristiana debían sustentarse sólo en la Biblia como Palabra de Dios. Precisamente por ello, ningún hombre o autoridad jerárquica podían pretender con razón situarse por encima de lo contenido en aquélla.

El monje, que no temía al Papa, tampoco se dejó intimidar por las amenazas del emperador Carlos V
en la Dieta de Worms. Ante la insistencia de que se retractara, Lutero dio una respuesta que se encuentra en la raíz de todas las declaraciones posteriores a favor de los derechos humanos y la libertad de conciencia: “Ni puedo ni deseo retractarme de cosa alguna ya que el ir contra la conciencia no es justo ni seguro. Dios me ayude. Amén”. Lutero habría acabado entonces en la hoguera de no ser porque el Elector de Sajonia lo secuestró y ocultó en su castillo de Wartburg.

Uno de los rasgos sorprendentes de Lutero era su capacidad para orar, herencia de su educación en un buen monasterio. Le agradaba pasar tres horas diarias rezando, las manos unidas, frente a una ventana abierta. La importancia atribuida a la oración íntima como verdadera alternativa para el cristianismo mecánico fue el elemento individual más poderoso de la atracción que Lutero ejerció sobre los laicos de todas las clases, y eso en lugares muy alejados de Alemania; su concepto de las plegarias cotidianas hogareñas, fue el sustento de la devoción a la familia con la que asoció su desdeñoso repudio del celibato clerical y que se reflejó en su propio y cálido círculo personal.

Lutero evangelizaba concentrando la atención en unos pocos mensajes relativamente simples, que se difundían mediante la repetición incansable y una energía furiosa. A partir de 1517, cuando por primera vez comenzó a escribir, compuso un libro cada quincena (más de cien volúmenes a su muerte). Los treinta escritos iniciales, entre 1517 y 1520, sumaron un tercio de millón de ejemplares; sus principales opúsculos merecieron veintenas de ediciones.

Además, durante los meses que permaneció encerrado en Wartburg, comenzó una labor que iba a
marcar de manera extraordinaria el curso de la historia posterior. Me refiero a su traducción de la Biblia a una lengua vernácula. Auténtico monumento de la lengua alemana y excelente trabajo de traductor, puede decirse que a ella se debe la creación de una lengua alemana moderna. Pero la importancia de esta tarea excedió con mucho lo lingüístico y lo literario. En realidad, deriva del hecho de que procedió a colocar la Biblia en manos del pueblo llano, lo que no solo sacudiría la cosmovisión política y social, sino que además tendría fecundas repercusiones en el panorama educativo. A partir de ese momento, el mundo protestante –todavía en ciernes- se caracterizaría por su vinculación a un texto escrito y con ello obligaría a alfabetizar a poblaciones que no podían ser instruidas mediante el uso de las imágenes (¿acaso no están proscritas por la Biblia en Éxodo 20,4 y ss?), sino solo recurriendo a la letra impresa. Además, al admitir el principio de libertad de examen de cada fiel, sentaría las bases de una individualidad no solo crítica, sino también generalizada, porque la lectura del texto sagrado no quedaría limitado a las clases instruidas conocedoras del latín, sino que se abriría a todo el pueblo.

Sus Tesis, tratados y reflexiones se tradujeron más rápido que nunca antes se había hecho con otros libros. La imprenta era un invento reciente, pero a pleno rendimiento. En dos semanas, una copia de sus Tesis ya estaba disponible por toda Alemania y en dos meses en toda Europa. 




(Finaliza en la siguiente entrada)

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