sábado, 25 de agosto de 2012

1985-El hundimiento del Rainbow Warrior (y 2)


 
(Continúa de la entrada anterior)
 
Otra pista apareció en la investigación. La presencia del velero Ouvea, que había zarpado del puerto de Auckland el día anterior al atentado, también olía a espionaje francés. Según la versión poco creíble de los implicados, Xavier Maniguet, un oficial retirado de la Armada francesa, especialista –cómo no- en submarinismo, había alquilado en París la embarcación por 90.000 francos, que pagó en efectivo, para aprender vela en el Pacífico sur, aunque al poco de comenzar la travesía le importó un bledo el desembolso y renunció a las clases. Escogió como tripulantes “para aprender vela” al subteniente Roland Verge, alias “Raymond Velche” y a los brigadas Jean Michel Berthelot, alias “Bartelo” y Eric Audrenc, alias “Andries”, los tres integrantes de la escuadra de nadadores de combate. Los cuatro fueron retenidos e interrogados cuando en el viaje de regreso, tras el atentado, tuvieron que atracar en Australia, procedentes de Nueva Zelanda. Algún tiempo después se lanzó una orden internacional de busca y captura contra ellos, ante el convencimiento de que habían estado involucrados directamente en el atentado.

Una tercera pista –empezaban a ser demasiadas- identificaba a una tal Frederique Bonlieu, en realidad llamada Cristine Huguette Cabon, que estuvo colaborando con la organización Greenpeace, aunque todo apuntaba a que sus verdaderas ansias eran conseguir información confidencial para poder preparar el atentado. Cabon habría sido la encargada de averiguar con todo detalle los planes de la organización para sabotear las pruebas nucleares de Mururoa y los nombres de todas las personas que les apoyaban. Tampoco pasó mucho tiempo antes de que se girara otra orden de busca y captura contra ella.

Tantas pistas (todavía faltaba una que no tardarían en descubrir: la presencia por libre del jefe de grupo, Jean Claude Lesquer), aireadas continuamente por un molesto gobierno neozelandés que estaba cada vez más crispado por la notoria presencia de un nutrido grupo de espías franceses en su territorio violando su soberanía, provocó que el presidente del gobierno francés, Laurent Fabius, interrumpiera sus vacaciones de verano para encargar una investigación oficial sobre el tema al consejero de Estado, Bernard Tricot, un hombre fuera de toda sospecha y conocido por su reputada independencia e integridad.

Fue la primera medida de un paquete preparado por el gobierno francés para limpiar su buen nombre y negar conocimiento y participación oficial en el atentado que había costado la vida al fotógrafo de Greenpeace. La siguiente acción consistió en filtrar a los medios de comunicación, dos días después del anuncio de Fabius, que efectivamente los dos detenidos en Nueva Zelanda pertenecían al servicio secreto francés y que estaban en una labor de recogida de información, pero que no tenían absolutamente nada que ver con el atentado.

Tricot tardó pocas semanas en publicar su informe, que tenía bastante que ver con las
palabras pronunciadas tras el atentado por el diplomático Charles Montan: “Francia no es en absoluto responsable del atentado”. Tricot decía que la DGSE no estaba implicada en el sabotaje contra el barco de Greenpeace y que Miterrand y Fabius se enteraron de todo una semana después de los hechos. Además, daba dos argumentos “poderosísimos” para intentar demostrar que Prieur y Mafart no pudieron colocar las bombas: “Prieur sufre de problemas en la columna vertebral que le dificultan hacer ciertos esfuerzos” y Mafart no pudo colocar las minas “puesto que se trata de un oficial que abandonó la división de nadadores de combate en 1983”. Argumentos peregrinos que, no obstante, salvaba Tricot con pericia y experiencia política al dejar bien claro al final de su informe que cabía la posibilidad de haber sido engañado por sus interlocutores oficiales durante la elaboración de su trabajo.

Las coartadas del jefe del servicio de inteligencia, Pierre Lacoste, del ministro de Defensa, Charles Hernú, y del Gobierno perdieron todo sentido cuando el 17 de septiembre el diario Le Monde empezó a desvelar lo que realmente había ocurrido: Dominique Prieur y Alain Mafart habían colocado las dos bombas en el Rainbow Warrior y había al menos otros dos equipos de la DGSE apoyando la operación desde el exterior.

En el tradicional último intento de salvar el cuello, Charles Hernú anunció al día siguiente que iba a investigar los hechos y que encontraría como fuese la verdad. El presidente Miterrand, viendo que el escándalo podía acabar también con él, exigió al primer ministro Fabius que hiciera limpieza en el servicio secreto y depurara todas las responsabilidades que hicieran falta. El día 20, incapaz de parar la creciente bola de nieve, el ministro de Defensa Hernú dimitió y Pierre Lacoste, jefe del espionaje, fue cesado después de defender ante sus superiores su derecho a no explicar algunas de las actuaciones que habían tenido lugar para así proteger a sus hombres.

El día 22, en una decisión sorprendente, Laurent Fabius hizo una declaración pública en la que reconoció que la DGSE colocó las minas que hundieron el Rainbow Warrior. Al día siguiente, el nuevo ministro de Defensa, Paul Quiles, anunciaba –como ocurre siempre en estos casos- que habían desaparecido importantes documentos del caso Greenpeace, entre ellos los que explicaban quiénes dieron la orden para el sabotaje y con qué dinero se pagó la operación.

Sólo dos de los miembros del nutrido comando del servicio secreto francés fueron finalmente juzgados. El comandante Alain Mafart y la capitana Dominique Prieur escucharon el 21 de noviembre de 1985 en Auckland la condena a diez años de reclusión por homicidio involuntario e incendio criminal que les impuso el Alto Tribunal de Justicia. Los falsos esposos Turenge consiguieron reducir la previsible mayor condena al reconocer en el último momento su culpabilidad. Sir Ronald Davidson, presidente del tribunal, calificó el sabotaje contra el Rainbow Warrior como un condenable acto terrorista que constituyó una “violación de la soberanía nacional” y que los dos espías “planearon deliberadamente una acción de naturaleza terrorista, perpetrada por motivos de naturaleza política e ideológica”.

Mafart y Prieur nunca admitieron ser miembros del servicio secreto francés, asumiendo con
convencimiento y valentía el riesgo permanente de los agentes operativos de cualquier servicio de espionaje del mundo. A cambio, el gobierno francés, que pidió públicamente disculpas al de Nueva Zelanda, pagó sus servicios leales desplegando sus redes diplomáticas hasta conseguir que Mafart fuera repatriado en diciembre de 1987 por razones de salud, y Prieur lo hiciera en mayo de 1988 al quedar embarazada. Francia tuvo que pagar 8.1 millones de dólares por daños y perjuicios a Greenpeace y 7 millones a Nueva Zelanda.

Nunca se ha llegado a saber con certeza si, como dijo el primer ministro Fabius, la
operación fue orquestada por la DGSE sin el conocimiento de las autoridades políticas o si el poder, con el presidente François Miterrand a la cabeza, lo sabía y mintió reiteradamente para salvarse, aunque se autoconvencieran de que actuaban de esa forma para salvaguardar el buen nombre de Francia.

En 1995, diez años después del atentado, el jefe del grupo operativo, Jean Claude Lesquer, fue ascendido a general. Nada se sabe del resto de los integrantes del comando. Un nuevo Rainbow Warrior surca las aguas en defensa de la naturaleza. Su antecesor, cuyo hundimiento provocó un aumento considerable de afiliados a Greenpeace, yace bajo las aguas del Pacífico convertido en un arrecife artificial.

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