miércoles, 22 de agosto de 2012

1985-El hundimiento del "Rainbow Warrior" (1)




En la medianoche del 10 de julio de 1985, el antiguo pesquero reconvertido en buque insignia de la organización Greenpeace estaba anclado en el puerto neozelandés de Auckland. Desde hacía siete años era el primer barco en propiedad de los ecologistas, que le habían bautizado Rainbow Warrior. El nombre no había sido elegido al azar.

En septiembre de 1971, los tres fundadores de Greenpeace habían zarpado hacia la isla de Amchitka, en Alaska, en un barco alquilado para protestar contra las pruebas nucleares que los todopoderosos Estados Unidos pensaban realizar en la zona. Al poco de comenzar la navegación, recalaron en una isla indígena, cuya tribu no sólo los acogió con toda amabilidad, sino que les familiarizaron con una de sus leyendas que marcaría el futuro de la naciente organización: “Llegará un tiempo en que los pájaros caerán del cielo, los animales del bosque morirán, el mar se ennegrecerá y los ríos correrán envenenados. En ese tiempo, hombres de todas las razas y pueblos se unirán como guerreros del arco iris contra la destrucción de la Tierra”.

Las palabras de los indios les impresionaron tanto que cuando adquirieron su primer barco no dudaron ni un momento en ponerle el nombre de “guerrero del arco iris” –Rainbow Warrior-. Con el único fin de preservar el medio ambiente y la defensa de la Naturaleza, los pioneros de Greenpeace siguieron su rumbo para evitar la explosión atómica, algo que no consiguieron. La Armada estadounidense les detuvo, pero su acción obtuvo tanto respaldo popular a nivel internacional que en poco tiempo la isla de Amchitka dejó de ser utilizada por Estados Unidos para sus pruebas nucleares.

Un fin similar era el que había llevado al Rainbow Warrior hasta las aguas de Nueva Zelanda, sólo que en este caso el enemigo a batir era Francia. Unas semanas después el buque ecologista debía encabezar una flotilla de la paz compuesta por siete embarcaciones en contra de los ensayos nucleares en el Pacífico. La manifestación de protesta debería culminar el 6 de agosto, aniversario del lanzamiento de la bomba atómica por los estadounidenses sobre Hiroshima, frente al atolón de Mururoa, en la Polinesia francesa, el lugar escogido por los galos para llevar a cabo sus controvertidos ensayos nucleares.

Esa noche de julio, la tripulación estaba de fiesta, celebrando un cumpleaños. Había en el barco una divertida torre de Babel: tres estadounidenses, dos suizos, un británico, tres holandeses, un alemán occidental, un danés, un irlandés y un portugués. Todos estaban más o menos acostumbrados a que los buques de guerra de los países que organizaban los ensayos nucleares u otras actividades conflictivas en el mar se enfadaran mucho con su molesta presencia y terminaran deteniéndoles como única forma de sacarles de las zonas de actividad. Pero para lo que no estaban preparados es para lo que les ocurrió aquella noche.

En mitad de la fiesta que celebraban a bordo, sonó un estruendo enorme, sin duda una bomba, y todos fueron despedidos hacia el muelle del puerto por la fuerza de la onda expansiva. Todos excepto Fernando Pereira, un fotógrafo holandés de origen portugués, casado y con dos hijos: estaba en ese trágico momento en el interior del barco y perdió la vida instantáneamente.

Su cadáver no tardó en ser rescatado por buceadores de la policía de Nueva Zelanda, quienes apuntaron sin duda la voladura del barco a un sabotaje. Posteriormente se demostró que dos bombas habían sido colocadas bajo la línea de flotación del navío, lo que provocó su hundimiento. Nadie en aquel momento se podía imaginar que ese atentado sería el punto inicial de uno de los mayores escándalos políticos internacionales de la segunda mitad del siglo XX.

El gobierno neozelandés se sintió muy molesto por el ataque terrorista contra el buque de la
organización ecologista. Consideraban que al haberse producido en su territorio alguien había violado gravemente sus leyes y activaron todos los mecanismos policiales y judiciales para dar caza a los responsables, fuesen quienes fuesen. Las primeras miradas escrutadoras de la opinión pública se dirigieron hacia Francia, contra cuyas maniobras en Mururoa iba dirigida la acción del Rainbow Warrior. El consejero político de la embajada francesa en Nueva Zelanda, Charles Montan, tardó escasas horas en salir al paso de los primeros rumores y declaró que su país no era responsable del atentado y que “el gobierno francés no estaba inquieto por la campaña que Greenpeace pensaba llevar a cabo en Mururoa”. Unas palabas que deberían pasar a la historia de la diplomacia.

Puede que fuera la pericia de la policía local en el seguimiento de pistas o la actuación rápida de sus servicios secretos que pidieron ayuda, entre otros, a sus íntimos colegas ingleses, pero el hecho fue que dos días después, los neozelandeses detuvieron a una pareja, Alain y Sophie Turenge, como sospechosos de colocar la bomba en el barco. En los primeros interrogatorios los dos negaron tajantemente su participación en los hechos delictivos y justificaron su presencia en el país por su deseo de bucear, una de sus aficiones preferidas. Lo llamativo para los interrogadores no fue que lo negaran absolutamente todo, sino la forma en cómo lo negaron. Estaba claro que el matrimonio Turenge estaba integrado por dos estupendos profesionales. La policía no conseguía descubrir en qué trabajo eran realmente profesionales y quién o quiénes les pagaban, aunque lo sospechaban.

El 24 de julio, después de desplegar todos sus medios, consiguieron descifrar el enigma: los detenidos
se llamaban realmente Dominique Prieur y Alain Mafart y eran agentes de la DGSE –Dirección General de la Seguridad Exterior-, el servicio secreto francés. Dominique era una mujer de 36 años, capitana de ingenieros, casada con un militar destinado en París. Alain Turenge era un comandante que, como Dominique, estaba destinado en el Centro de Instrucción de Buceadores de Combate de la isla de Córcega, perteneciente a la elitista Division Action de la DGSE. A pesar de conocerse su identidad, los dos espías negaron reiteradamente su participación en la voladura del Rainbow Warrior, lo que no amilanó a las autoridades neozelandesas, empeñadas en atravesar la tupida tela de araña que ocultaba lo que ya aparecía como una trama internacional. Según algunos datos, el MI6 –la inteligencia exterior británica- fue el encargado de identificar al falso matrimonio y de facilitar todos sus datos a sus amigos de Nueva Zelanda.

(Finaliza en la siguiente entrada)

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