domingo, 14 de agosto de 2011

La Guerra de Corea (5) - El largo ¿final?


(Viene de la entrada anterior)

La magnitud de la derrota indignó a la opinión pública americana y la Casa Blanca consideró seriamente la adopción de medidas extremas. Durante una rueda de prensa que tuvo lugar en Washington, varios periodistas interrogaron repetidamente a Truman sobre la posibilidad de utilizar la bomba atómica. Los boletines de las ruedas de prensa del presidente daban la vuelta al mundo y este asunto hizo sonar las alarmas. El primer ministro británico, Clement Atlee estaba tan asustado que se desplazó inmediatamente a Washington para participar en una reunión que intentara solucionar la crisis. Al día siguiente, Truman aseguró a Atlee que no tenía intención de utilizar armas atómicas. Sabía que podría haber represalias, puesto que China y Rusia tenían firmado un acuerdo de amistad.

El importante revés sufrido por MacArthur había hecho temer la posibilidad de que el conflicto se extendiera a escala mundial. Se intensificó entonces la acción diplomática destinada a apaciguar a China, respecto a que las intenciones de la ONU en modo alguno trataban de lesionar sus intereses. Pero entonces, una iniciativa personal de MacArthur, puso nuevamente las cosas al rojo vivo.

Douglas MacArthur, que demostró sobradamente ser un gran militar, había vivido 37 años fuera de los Estados Unidos, los últimos consagrados a ser una especie de virrey de Asia, una figura legendaria y heroica. Ignoraba o quería ignorar la política. Incluso la de su propio país. Su popularidad entre el pueblo americano, su ego y sus propuestas de atacar las principales ciudades chinas le enfrentaron con Truman, quien quería a toda costa limitar el conflicto a la península de Corea.

Cuando se produjo la primera ofensiva china, MacArthur siguió pensando en repetir lo que había realizado en Inchon. Sólo que ahora la operación era de una envergadura inimaginable: centenares de miles de chinos quedarían atrapados en Corea después de que los norteamericanos bombardearan los puentes del Yalú. El 6 de noviembre, sin consulta previa, había ordenado que 90 fortalezas volantes destruyesen los puentes. Pero el secretario de Defensa, general Marshall, se enteró a tiempo y prohibió personalmente la operación tres horas antes de que se iniciara. Dos días más tarde se autorizó, pero con dos condiciones: no se bombardearía la orilla coreana y no se atacarían los embalses que suministraban la corriente eléctrica a Manchuria.

Evidentemente, no era esa la operación que deseaba el general MacArthur, quien empezó a vivir en sus carnes la teoría de los “santuarios” de tan desgraciado recuerdo en la posterior guerra de Vietnam. El enfrentamiento presidente-general, centrado sobre la estrategia en el Yalú, se agudizó cuando MacArthur presentó la solución alternativa de lanzar entre 30 y 50 bombas atómicas sobre Manchuria.

Y mientras el general rumiaba la impotencia en que le colocaban los políticos, Truman quería ganar la batalla diplomática en la ONU. Aparentemente lo consiguió, puesto que una resolución de la Asamblea General condenaba, el 1 de febrero, a China como agresora.

El continuo martilleo que sufrían las líneas de comunicaciones chinas por parte de la fuerza aérea norteamericana, unido al excesivo alargamiento de las mismas, los obligó a detenerse a principios de enero. Las tropas de la ONU desarrollaron nuevos procedimientos para aprovechar su potencia de fuego superior frente a los chinos y lograron algunos éxitos. Ridgway cambió las tácticas, decidido a maximizar la ventaja armamentística de las unidades aliadas. Lo llamaban “la picadora de carne”: las columnas chinas eran derrotadas mediante una acción combinada de artillería y aviación a una escala sin precedentes. Funcionó.

Las fuerzas de la ONU comenzaron a recuperar terreno hacia el norte, avanzando con seguridad campo a través, bien protegidos por la aviación y la artillería. En un momento determinado, su avance y el deshielo, desvelaron el destino de algunos de sus camaradas capturados por la guerrilla: las manos y los pies atados revelaban que habían sido asesinados después de su captura. Una atrocidad más en una guerra especialmente salvaje.

En abril volvieron a cruzar el paralelo 38. Seúl cambió de manos por cuarta vez en un año, esta vez permaneciendo de forma definitiva en poder de los surcoreanos. Esta dinámica de avances y retrocesos estabilizó la guerra y, primero en la ONU, después en las cancillerías internacionales, se bosquejó la posibilidad de una salida negociada. Ante el elevado coste en vidas humanas, el presidente Truman decidió que ampliar la duración del conflicto resultaba insostenible y dio por bueno el consejo de sus asesores de que la negociación debería intentarse sobre la base de la vuelta al statu quo anterior a la guerra.

El enfrentamiento del general MacArthur con el presidente, ya virulento, llega al colmo, al hacerse pública, el 5 de abril de 1951 una carta que el militar había enviado al representante republicano Joseph Martin el 20 de marzo. El general insiste en que deben utilizarse tropas de la China nacionalista y denuncia a los que se niegan a comprender que “es en Asia en donde los conspiradores comunistas han decidido jugarse el todo por el todo para la conquista del mundo. Ningún acuerdo puede reemplazar a la victoria”.

El 11 de abril de 1951, el presidente Truman destituía al general Douglas MacArthur y le sustituía en el mando supremo por el general Matthew B. Ridgway. MacArthur fue recibido en San Francisco y, sobre todo, en Nueva York, como un héroe legendario. Para muchos, el vencedor del Pacífico no podía estar equivocado y sus tesis de guerra total y utilización del armamento nuclear ganaron muchos adeptos. Cuando llegó a Washington y el fervor popular le dedicó un tercer homenaje, el presidente Truman se fue al cine a ver una película.

Por extraño que parezca, la realidad es que la guerra terminó aquí. O, si se quiere, los presupuestos o ideas que la habían puesto en marcha. Es cierto que los combates, la destrucción, la muerte, todos los horrores que lleva consigo un enfrentamiento bélico, continuaron hasta julio de 1953, es decir, dos años y tres meses más, Pero este residuo de violencia resultó casi absurdo y estúpido. El intento de los chinos para aprovechar la posible influencia psicológica de la destitución de MacArthur, lanzando una nueva ofensiva el 22 de abril, fue frenado en seco por las tropas de las Naciones Unidas, muy sólidamente asentadas en una línea de contención trazada sobre el paralelo 38.

Las noticias de los frentes de combate eran reiterativas y muy locales. Se había entrado en la guerra de las cotas y de las colinas. Un muy reducido espacio geográfico, conquistado por un bando al amanecer, era reconquistado por el enemigo poco antes del ocaso para volver a repetirse la historia en las 24 o 48 horas siguientes. Una de esas batallas sangrientas y olvidadas fue la de El Hook, librada entre el 12 y el 19 de mayo de 1953. Casi cada mes había que lamentar unas 2.000 bajas en las filas de las Naciones Unidas.

El 29 de junio de 1951, el presidente Truman cursaba una orden al general Ridgway para que transmitiese al comandante en jefe de las fuerzas chinas la oferta de negociaciones, y el lugar elegido: un buque hospital danés sito en el puerto de Wosan. Los chinos aceptaron negociar, pero sugirieron otro lugar: un pueblecito llamado Panmunjon, muy cerca de Kaesong, justamente sobre el tantas veces recordado paralelo 38. Las conversaciones se iniciaron el 10 de julio.

Fueron largas y difíciles, muchas veces interrumpidas y reanudadas. Mientras los combatientes –pretendiendo mejorar sus posiciones- lanzaban oleadas de hombres a la lucha, caso de los chinos, o bombardeaban sin descanso puntos estratégicos, caso de los norteamericanos y tropas de la ONU. Tres fueron –entre otros mucho más pequeños- los escollos fundamentales de la negociación:

1) La condición de China de que las fuerzas extranjeras abandonaran el territorio coreano antes de firmar el armisticio; la que se negaron en redondo los norteamericanos, desconfiando abiertamente del comportamiento de los chinos una vez que se hubiera producido la retirada de la ONU.

2) La inoportuna intervención de Syngman Rhee, que quería introducir como condición la promesa formal de la unificación coreana.


3) El asunto de los prisioneros de guerra. Tanto Corea del Norte como del sur maltrataban a sus
prisioneros. Uno de cada tres prisioneros estadounidenses capturado por los norcoreanos no sobrevivía al primer invierno. Muchos morían de disentería, de palizas o malnutrición. Preocupados por lo que ocurría, los chinos asumieron el control de los prisioneros, organizando charlas periódicas para adoctrinarles. Mientras tanto, en Estados Unidos a poca gente le interesaba la guerra. En la Segunda Guerra Mundial todos estaban pendientes del cuso de los acontecimientos, pero durante la Guerra de Corea, el interés fue escaso. Los periódicos escribieron muy poco sobre ella y sólo había titulares cuando se perdía alguna colina o se producía una escaramuza.

También los 130.000 prisioneros de guerra hechos a los comunistas fueron un problema en las negociaciones. A todos se les preguntó si deseaban volver a Corea del Norte o permanecer en el Sur. Los comunistas montaron en cólera cuando casi la mitad de los prisioneros de guerra decidieron no volver a sus hogares comunistas. Violentas protestas sacudieron los campos.

Al estancarse las negociaciones, volvieron a producirse incesantes bombardeos. Los aviones estadounidenses lanzaron sobre Corea del Norte casi tantos explosivos como sobre Alemania durante toda la Segunda Guerra Mundial. Hubo un sinnúmero de muertos, el país quedó arrasado, la capital quedó sin una sola casa en pie. Se estima que en el Norte la cifra de civiles muertos superó los dos millones.

Las atrocidades ocurrieron en ambos bandos. Los norcoreanos asesinaron a compatriotas a quienes acusaban de simpatizar con el enemigo. Los partidarios de Rhee masacraron a los sospechosos de ser comunistas. Los civiles eran siempre las víctimas de esta violencia interminable. Y, entre todo este sufrimiento, en Panmunjong las conversaciones continuaban. En dos años hubo cientos de reuniones sin llegar a nada.

Mientras tanto, hubo quien se benefició de la guerra. Siempre pasa. En Japón la guerra de Corea impulsó la economía y generó 3.500 millones de dólares en inversiones. El antiguo enemigo de Corea se convirtió en un bastión del capitalismo en la lucha contra el comunismo en Asia, el centro de operaciones para la guerra de Corea: sus astilleros y arsenales navales se utilizaron para reparar los barcos; la electrónica japonesa tuvo sus verdaderos comienzos en la Guerra de Corea.

En 1952 se celebraron elecciones en Estados Unidos. Truman, tras dos años de guerra, decidió no
seguir al frente de los demócratas. Los republicanos eligieron a Dwight Eisenhower. Su eslogan: “iré a Corea”. Mucha gente estaba desilusionada con Truman y por ello Eisenhower derrotó a los demócratas con una victoria aplastante. En el este también habían cambiado las cosas. En marzo de 1953, el mundo comunista lloraba la muerte de Stalin. Éste había mantenido la guerra en marcha; sus sucesores querían que acabara. Un armisticio era inevitable.

Al fin, el 10 de julio de 1953 se llegó a un acuerdo. Se firmó el Tratado de Armisticio a las 10 horas del 27 de julio y entró en vigor al mediodía del 28. El presidente surcoreano Sygman Rhee se opuso al acuerdo y no firmó.

Había terminado una guerra feroz y sinsentido, con unos datos que no llevan a parte alguna. La guerra de Corea fue una de las primeras contiendas localizadas y controladas de todo el rosario de enfrentamientos entre el bloque occidental y los países socialistas que surgió a lo largo de la Guerra Fría. La repercusión internacional que alcanzó esta confrontación radica, en primer lugar, en su carácter de válvula de escape de la tensión acumulada entre ambos bloques desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

En segundo lugar y relacionado con lo anterior, como escenario preparado por la Unión Soviética para un ensayo general de la confrontación bipolar de la Guerra Fría, pretendiendo conocer la capacidad de respuesta de Occidente, para saber a qué atenerse. La coordinación de los comunismos soviético y chino –no expresada, pero demostrada- funcionó perfectamente. A los chinos les correspondió la tarea de desgaste, pues los soviéticos todavía estaban restañando sus heridas de la II Guerra Mundial.

Desde el punto de vista militar, la guerra de Corea fue un éxito occidental en cuanto al freno puesto a la expansión comunista. Pero al mismo tiempo fue una grave humillación para los ejércitos occidentales, que se habían visto batidos por un enemigo integrado casi exclusivamente por tropas ligeras que se movían de noche y se infiltraban buscando la retaguardia.

Las fuerzas de la ONU confiaron en la superioridad técnica de su armamento para controlar las bajas, bombardeando a los mal equipados soldados comunistas, que estaban dispuestos a sacrificar miles de vidas en sus ataques masivos. Los expertos pensaban que el enorme poder de la aviación de la ONU les daría la victoria. Los modernos jets como el Panther F-9, con base en los portaaviones, sumaron su peso a los aviones de la Segunda Guerra Mundial, utilizando cohetes, bombas y napalm. Este último fue un arma estrella durante la guerra. Aunque militarmente eficaz, su uso indiscriminado causó horribles sufrimientos en la población civil. Por otra parte, la campaña norteamericana de bombardeo masivo que pulverizaba las ciudades al norte del país, sólo resultó decisiva para conducir la guerra a un punto muerto, devastando el país en el proceso. Nadie ganó aquella guerra, y los vencidos estaban por todas partes. Un mar de refugiados vagaba constantemente a la deriva según los giros del conflicto.

Los resultados de la guerra de Corea son estremecedores. Combatieron 970.000 hombres del lado de Corea del Sur -15 países de la ONU prestaron su apoyo, a veces testimonial- y algo más de 1.000.000 del lado de Corea del Norte. Los muertos fueron 580.000 soldados y se estima que de dos a tres millones de civiles perdieron la vida. Las estructuras de Corea quedaron arrasadas. Cinco millones de personas se quedaron sin hogar. Tan espeluznantes como puedan resultar esas cifras, lo cierto es que la Guerra de Corea demostró que, a pesar de mantenerse con firmeza las respectivas posiciones, ningún bloque deseaba apurar al límite las perspectivas de mutua destrucción.

Estados Unidos, cuyos soldados pelearon con extraordinaria decisión y bravura, se encontraron con una experiencia nueva: la de participar en una guerra a cuyo final no podían denominarse claramente vencedores.

No habían ganado, pero los países occidentales consiguieron que la línea fronteriza siguiera en
pie. El comunismo había sido contenido en Corea. En líneas generales fue una derrota para el socialismo, ya que su objetivo, imponer el sistema comunista en Corea del Sur, no fue conseguido. Hoy, casi sesenta años después, la frontera entre las dos Coreas, sigue estando en el mismo punto. Al norte, el régimen coreano se ha convertido en una pesadilla belicista tanto para sus propios habitantes como para el mundo, enrocado sobre sí mismo, de una ideología radical y una tiranía opresiva. Al sur, sus compatriotas han construido un país próspero que juega un importante papel económico en la región.

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