sábado, 6 de agosto de 2011
La Guerra de Corea (4) - En casa por Navidad: la guerra se prolonga
(Viene de la entrada anterior)
La situación del ejército norcoreano era ahora desesperada. Los que, unos días antes, cercaban implacables Pusan, huían ahora por la costa, abandonando armas y pertrechos. Otros 30.000 prisioneros se añadieron a los cien mil anteriores. El 30 de septiembre, la 3ª División del Ejército de Corea del Sur cruzaba el paralelo 38 en dirección al Norte. Todos creían que el camino para unificar la península de Corea estaba despejado.
Esta decisión de los surcoreanos se había anticipado a la batalla legal planteada en las Naciones Unidas. Jacob Malik, el delegado soviético, se había reintegrado a su puesto en el Consejo de Seguridad dispuesto a echar mano del veto en cuanto se planteasen los temas coreanos. Por eso, los occidentales quisieron desviar el problema hacia la Asamblea General, que carece de poder decisorio. Una vez más, el recurso táctico.
Gran Bretaña, Francia, Canadá… y un total de siete países aliados de Estados Unidos promovieron una resolución de la Asamblea afirmando que cuando a causa del veto el Consejo de Seguridad no cumpliera su responsabilidad fundamental, la Asamblea examinaría inmediatamente la cuestión para hacer a sus miembros las recomendaciones apropiadas sobre las medidas colectivas que habría que tomar.
Después de durísimos debates, la Asamblea General pasó dos resoluciones: una para cruzar el paralelo 38 (7 de octubre) y otra para aumentar los poderes de la Asamblea (3 noviembre). A ambas se opusieron los soviéticos, claro.
Por supuesto, la acción de los norteamericanos en Corea discurría al margen de estos acontecimientos. Truman lo que necesitaba era apoyo moral y eso es lo que era el respaldo obtenido en la ONU, aunque se consiguiera en un órgano distinto del debido. La única sombra en el horizonte era el posible comportamiento de China. Cuando Truman había reiterado a Mac Arthur que no transgrediese límites en los bombardeos o en los avances de la Infantería probablemente pensase más en la Unión Soviética que en China. El desconocimiento sobre las realidades de este país –que sólo tenía un año de existencia oficial- era casi completo.
Una vez más, MacArthur dividió sus fuerzas en dos: mientras el 8º Ejército se dirigía hacia el norte de Seúl, hacia Pyongyang, la unidad 10 desembarcó en la costa oeste, en Wonsan, confiando en repetir el éxito de Inchon. Pero esta vez, al avance de las fuerzas terrestres fue tan rápido que llegaron allí antes de que se hubiese producido el desembarco. En octubre, unidades surcoreanas llegaban al río Yalu y el 8ª Ejército tomaba Pyongyang. Era la primera y última vez que Occidente controlaba una capital comunista. Toda Corea parecía estar reunificada y las unidades americanas se preparaban para abandonar la contienda.
Apurado, el gobierno de Kim Il Sung hubo de trasladarse a Sinuiju, cerca de la desembocadura del río Yalú. Envió una delegación a entrevistarse con Mao Tse Tung para solicitarle ayuda. Las opiniones de los dirigentes comunistas de Beijing estaban profundamente divididas en lo que la a la intervención se refería. Mao recibió telegramas secretos de Stalin en los que se le instaba a entrar en la guerra para salvar a Corea del Norte.
En 1950, el control de Mao sobre la China posrevolucionaria no estaba asegurado. El apoyo militar y político norteamericano a su adversario Chan Khai Chek y a las fuerzas nacionalistas de Formosa eran una amenaza constante y la presencia de fuerzas americanas a lo largo de la frontera con Corea amenazaban su posición.
El 2 de octubre, cuando la ONU estaba sumida en los debates sobre el cruce del paralelo 38, el primer ministro de la China, Chu En-lai, convocaba al embajador de la India y le hacía saber –para que lo transmitiese con urgencia- que si fuerzas de la ONU, que no fueran surcoreanos, penetraban en Corea del Norte, China intervendría en el conflicto. La advertencia no fue escuchada.
Con todo, y para cerciorarse sobre el terreno, el presidente Truman tomó una decisión insólita: en lugar de llamar a Washington a Douglas MacArthur, acudió él mismo a la isla de Wake, en el centro del Pacífico, para entrevistarse con su comandante en jefe en Corea. Este hecho hablaba por sí mismo de la importancia que la cuestión tenía para las autoridades de Washington. La entrevista se celebró el 15 de octubre. Durante la misma, el general hizo dos afirmaciones tan optimistas como equivocadas: que la guerra estaba tan decidida que podrían estar en casa por el Día de Acción de Gracias; y que los chinos no intervendrían en la guerra. Afirmaciones ambas que los hechos no tardarían en desmentir. En premio a su labor recibió otra medalla, que él interpretó como una autorización para continuar avanzando hacia China. Cuando el presidente le pidió que se quedara a almorzar con él, MacArthur rehusó.
A finales de octubre, se iba a producir un giro radical en los acontecimientos, justo cuando la 6ª División del III Cuerpo del ejército surcoreano llegaba al punto máximo de su avance: el inmenso río Yalú, frontera natural de Corea del Norte con China. Chu En-lai había declarado que no tenía objeciones a que los surcoreanos sobrepasasen el paralelo 38 y entrasen en el norte de Corea. Pero, en realidad, desde ese mismo momento, se había empezado a reunir un ejército de voluntarios bien adoctrinados que se preparaban para el combate.
Aquella misma tarde del 26 de octubre, fuerzas del 26 regimiento del I Cuerpo del ejército surcoreano hicieron prisioneros a nueve chinos en Sudong. El número, como es lógico, no preocupaba, pero sí la historia que narraron aquellos nueve hombres. Se trataba de soldados de la China nacionalista (Formosa), capturados por el Ejército Rojo chino, obligados a combatir con éste y que veían la ocasión de recuperar su libertad entregándose a los surcoreanos. Los prisioneros contaron algo más de mucha importancia: el Ejército maoísta estaba dispuesto a atacar, con un enorme contingente de hombres y material. Apenas dio tiempo a contrastar si podía darse crédito a la información.
El ejército de la ONU, que ignoraba que los chinos se estaban agrupando, hizo un descanso el día 23 de octubre para celebrar el Día de Acción de Gracias, en el que sirvieron pavo asado y salsa de arándanos. MacArthur y sus oficiales seguían pensando que para cuando llegaran las Navidades, la guerra habría terminado. A la mañana siguiente, 20.000 chinos, ligeros de equipo y sin radiocomunicaciones, los atacaron, aniquilando una División surcoreana. Después de dos días de combate se retiraron tan rápidamente como habían aparecido, perdiéndose en las montañas. Solo los prisioneros capturados constituían una prueba de su intervención. La ONU interpretó que la amenaza había pasado.
Pero MacArthur ordenó a la aviación que barriera toda la zona entre el frente y el río Yalú, no sólo para destruir las comunicaciones enemigas o sus puntos de reunión, sino como demostración de fuerza deliberada para restablecer su supremacía aérea. Atacaron cada fábrica, cada ciudad y cada pueblo, con las incendiarias bombas de napalm. Pero, de pronto, ellos también sufrieron un revés. La llegada en noviembre de los primeros MiG 15, mejores cazas que los norteamericanos, supuso un duro revés para las fuerzas de la ONU.
Los estadounidenses habían disfrutado de supremacía aérea desde el principio, utilizando tácticas de la II Guerra Mundial con aviones a reacción. Cuando los cazas rusos MiG 15, guiados por pilotos rusos bien entrenados, llegaron a la zona de guerra, plantearon un desafío a la supremacía norteamericana. Su misión consistía en formar a los pilotos coreanos, pero al final terminaron tomando parte activa. Aunque el gobierno y los militares exigían estricta confidencialidad en este asunto, la Unión Soviética corría el riesgo de entrar en conflicto directo con los EEUU. Cuando los americanos desplegaron el Sabre F-86, y a pesar de la orden de no perseguirlos hasta sus bases en China, fueron recuperando lentamente el dominio de los cielos, lo que permitió a la flota aérea americana mantener una ofensiva constante sobre los objetivos terrestres.
El 2 de noviembre, los soldados chinos atacaban en Unsan al 8º Ejército norteamericano y le forzaban a retirarse cruzando el río Chongchon. Todavía el día 4 el general MacArthur quería quitar importancia a lo sucedido, pero el 5 emprendió la ofensiva verbal y dijo que la intervención de los chinos era uno de los actos más contrarios a la ley internacional. También aquí estuvieron rápidos los chinos porque Mao Tse-Tung respondió inmediatamente que el pueblo chino, “voluntariamente, había decido entregarse a la tarea sagrada de resistir a los Estados Unidos de América, ayudando a Corea y defendiendo sus casas y su país”.
El 24 de noviembre, MacArthur decidió lanzar la ofensiva definitiva para acabar con la resistencia. Se trataba de la típica maniobra en doble tenaza que debían llevar a cabo el Octavo Ejército de Walker desde el oeste y el 10ª Cuerpo desde el este. MacArthur ignoraba entonces que, en las vísperas de la primera ofensiva, unos cien mil soldados chinos se habían infiltrado en su retaguardia aprovechando la naturaleza montañosa del país. Las fuerzas chinas cayeron de improviso sobre la retaguardia aliada. El resultado fue un caos monumental. Divisiones enteras fueron destruidas: en los primeros días perdieron 11.000 hombres, muchos de ellos tuvieron que enfrentarse a las duras condiciones de los campos de prisioneros de Corea del Norte.
Aquellos que lograron sobrevivir y no ser capturados, tuvieron que emprender una caótica retirada e, incluso, el abandono de Pyongyang, dejando atrás vehículos y equipo. La temperatura era de -25ºC, nada funcionaba como era debido, ni siquiera se podía disparar una bala. Fue una experiencia desmoralizadora para los soldados norteamericanos, que lo llamaron la “Fiebre de la Deserción”, la peor derrota militar americana de todo el siglo. Después de haber dominado, a finales de octubre, las tres cuartas partes del territorio norcoreano, los Ejércitos de Estados Unidos y Corea del Sur se retiraban el 15 de diciembre por debajo del paralelo 38.
Para la unidad 10, en las montañas del este, no había donde refugiarse. Una de las peores batallas de la historia la protagonizaron 20.000 marines, rodeados en el pantano de Chosin, donde las temperaturas descendían por debajo de los -30ºC. La vanguardia que presionaba hacia el río Yalú había sido abatida. Los escasos supervivientes que habían conseguido regresar hasta el pantano habían sido evacuados por aire, heridos, congelados o ambas cosas. Los demás tuvieron que enfrentarse con la larga lucha hasta la costa, a través de seis divisiones chinas en una auténtica lucha por la supervivencia. Pero, a pesar de ello, recogieron el equipo pesado y, como siempre, a sus muertos. Los aviones servían de enlace; secciones enteras de puentes fueron lanzadas en un solo punto para poder cruzar una garganta que amenazaba con detener la épica marcha. “No nos retiramos”, dijo el comandante de los marines, “avanzamos en una dirección diferente”. Aquel “avance” se prolongó más de 30 km por senderos de montaña. Los chinos atacaban continuamente la columna. Para ellos, la ruta de Chosin también era un tormento: ni siquiera podían encender fuego por miedo a atraer sobre ellos una lluvia de napalm. Como resultado, la mayoría de sus bajas fueron por congelación.
Finalmente, el 10 de diciembre, la unidad 10 desfiló hacia el puerto de Hungnam. Algunos pensaban que podrían haber conservado el perímetro alrededor de su base más importante en el norte, pero a esas alturas ya nadie quería correr ningún riesgo. El volumen de material y suministros era demasiado grande para transportarlo en la evacuación por mar, y Hungnam se convirtió en un auténtico infierno con la proliferación de enfrentamientos entre coreanos para conseguir las preciosas reservas de alimento.
Se desencadenó una ola de destrucción a medida que los ingenieros acababan con todo aquello que pudiera resultar útil a los chinos: fábricas, trenes, instalaciones… Mientras, la flota bombardeaba Hungnam en una muestra de odio y poder antes de dirigirse hacia Pusan, al sur del país, abandonando a su suerte a la población civil.
Dos desgracias más se sumaban al ya muy oscuro panorama: el día 23 de diciembre moría en accidente el general Walton Walker; su jeep patinó sobre el hielo y sus ocupantes se estrellaron contra la carretera. Enseguida se procedió al nombramiento del general Matthew B. Ridgway para sustituirle. Ridgway era un carismático paracaidista que había sido condecorado en la II Guerra Mundial y que exigió a MacArthur el mando de todas las fuerzas desplegadas en el teatro de operaciones. MacArthur, abrumado por el desastre, aceptó.
El segundo infortunio fue la llegada de noticias confirmadas por los Servicios de Inteligencia de Tokio: los chinos, tenían 100.000 soldados en territorio coreano; en el Yalú, en Manchuria, estaban preparadas para intervenir 56 Divisiones -500.000 hombres- a los que había que añadir 370.000 soldados más de organizaciones regionales especiales. Un total de 970.000 combatientes, bien entrenados y dotados de armamento chino y soviético, que en cualquier ocasión podían causar desaliento, pero mucho más después de haberse realizado las dos primeras ofensivas. El 5 de enero ponían en marcha la tercera a la que, naturalmente, calificaron de Ofensiva del Año Nuevo. Las tropas de las Naciones Unidas intentaron frenar el avance chino. Con la llegada del general Ridgway, el derrotismo, la “Fiebre de la Deserción” y todos los problemas que habían aquejado al 8º Ejército fueron erradicados. Pero ya era tarde para salvar la capital: el día 3, las tropas del sur se habían visto obligadas a abandonar Seúl que, una vez más, cambiaba de manos.
(Continua en la siguiente entrada)
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