domingo, 31 de octubre de 2010

1789-"Que coman pasteles"


No, la frase no la dijo Maria Antonieta

La historia, tal y como es popularmente conocida, es la siguiente. En 1789 la Revolución Francesa está a las puertas. Cuando le comunican que el pueblo de París se levanta porque no tiene pan, la reina Maria Antonieta, indiferente al sufrimiento de los pobres e intentando hacer una gracia –o simplemente diciendo una estupidez- suelta su famosa sugerencia: “Que coman pasteles”.

El primer problema es que no dijo “pasteles”. La frase fue “Qu’ils mangent de la brioche”. El “brioche” del siglo XVIII era un simple pan enriquecido con huevos o mantequilla. Así que es posible que lo que intentara María Antonieta fuera ser amable queriendo decir algo como “Si quieren pan, dadles uno que sea bueno”.

Excepto que María Antonieta no lo dijo. La frase había sido una especie de cliché para atacar la decadencia aristocrática utilizado ya al menos en 1760. Jean-Jacques Rousseau afirmó que lo había oído en 1740 y referido a una reina anterior, María Teresa de Austria (esposa de Luis XIV); la frase original era “S'il ait aucun pain, donnez-leur la croûte au loin du pâté” ("Si no tienen pan, que les den el hojaldre en lugar del paté"). Pero también es posible que esta frase fuera inventada por los enemigos de la monarquía con fines meramente propagandísticos.

Y, por cierto, hay otra historia que atribuye a María Antonieta el mérito de haber introducido los croissants en Francia desde su Viena nativa. Esto parece muy improbable por cuanto la primera referencia que se tiene en Francia a un croissant no aparece hasta 1853.

sábado, 30 de octubre de 2010

Terrorismo nuclear (2ª parte)


Mucha gente piensa que las bombas sucias son una opción más viable para los terroristas. Puede que sí, pero su fracaso es igual de probable.

Las bombas radiológicas –nombre técnico de las bombas sucias- no requieren una explosión nuclear como las armas de fisión o fusión, sino que usan explosivos normales para diseminar material radiactivo. Se dice que Sadam Husein probó una de estas bombas en 1987 y que viendo lo mal que funcionaba desistió de fabricarlas. En 1995, unos rebeldes chechenios enterraron una carga de dinamita y una pequeña cantidad del isótopo radiactivo cesio 137 en el parque Ismailovski de Moscú, y acto seguido avisaron a una cadena de televisión de su ubicación exacta. Puede que los terroristas tuviesen presente un hecho probado, a saber: que el valor periodístico de la bomba sería mayor si se descubriese antes de estallar. El impacto psicológico de estas armas puede ser mayor que los daños puntuales que probablemente causen.

José Padilla, un antiguo matón callejero que recibió un amplio adiestramiento de Al Qaeda, tenía la intención de hacer estallar una bomba sucia en Estados Unidos. Según unas declaraciones del Ministerio de Justicia estadounidense hechas en 2004, Al Qaeda dudó de que la propuesta de Padilla de construir una bomba sucia fuese viable y, en lugar de eso, le ordenó que volase dos bloques de pisos con gas natural. Al parecer, la organización terrorista consideró que esta acción tendría más probabilidades de sembrar la muerte y la destrucción que una bomba radiológica. Desde el punto de vista de la física, Al Qaeda tenía razón, lo cual tal vez debería asustar al lector. La organización terrorista parece tener más claras las limitaciones de estos artefactos que muchos jefes de gobierno, periodistas e, incluso, científicos.

No estoy diciendo que los materiales radiactivos sean inocuos. De hecho, quiero recordar el caso de los chatarreros del estado brasileño de Goiania que, en 1987, encontraron una máquina de radioterapia abandonada y la desmontaron. La máquina contenía 1.400 curios de cesio 137 (un curio es la radiactividad que genera un gramo de radio). Dos hombres, una mujer y una niña murieron de intoxicación radiactiva aguda y otras 250 se vieron afectadas por la contaminación. Varias de las 41 casas evacuadas no pudieron limpiarse adecuadamente y fueron demolidas.

Imaginemos que esa radiación no se limitase a unas pocas casas sino que una explosión la propagase por toda la ciudad. ¿No habría más víctimas mortales? La respuesta, por increíble que parezca, es que no. Si la radiactividad se propagase de esa manera, habría que evacuar un área mayor, pero, con toda probabilidad, no se producirían muertes atribuibles al suceso.

Para entender bien los detalles, analicemos paso a paso el diseño de una bomba sucia similar a la que pretendía construir Padilla. Supongamos una cantidad de material radiactivo igual que la que provocó el accidente de Goiania, esto es, 1.400 curios de cesio 137. Los efectos radiológicos de la radiación se cuantifican con una unidad denominada rem; todo aquél que permanezca a un metro de distancia de esa cantidad de cesio, absorberá 450 rem en menos de una hora. Esta dosis de radiación es superior en un 50% a la DL50 –siglas de Dosis Letal 50%- del cesio 137, lo que significa que, sin tratamiento médico, los expuestos a la radiación nuclear tendrán más de un 50% de probabilidades de morir durante los próximos meses.

Con el fin de maximizar el daño, vamos a usar explosivos para propagar nuestros 1.400 curios por una zona más extensa, por ejemplo, 2,5 km2 de vecindario. El resultado será una radiactividad de 0.5 milicurios por metro cuadrado; según un cálculo minucioso, quienes se hallen en la zona, al cabo de una hora habrán absorbido 0.005 rem, es decir, cinco milirem. Se trata de una cantidad minúscula, muy por debajo del umbral de riesgo para la salud -100 rem-, luego nadie caerá enfermo. Aun en el caso de que alguien permaneciese en la zona, la dosis absorbida al cabo de un mes sería de apenas 4 rem, una cifra todavía muy por debajo del umbral de riesgo. A menos que alguien resulte muerto por la explosión propiamente dicha, no habrá un solo cadáver. Me figuro que ésta es la razón por la que Al Qaeda ordenó a José Padilla que se dejase de bombas sucias y planease un atentado con gas natural. De acuerdo, los niveles bajos de radiactividad pueden ser cancerígenos, pero para eso han de pasar varios años. Me temo que Al Qaeda no se contenta con alardear del número de cánceres prematuros que provocaría con su atentado, sino que necesita que sus adeptos vean fotos de cadáveres.

Aun así, analicemos la cuestión del riesgo de cáncer. En el caso de dosis moderadas, los resultados de la exposición a emisiones radiactivas a lo largo de la historia indican que el aumento del riesgo de cáncer es, más o menos, de un 0.04% por rem. Si multiplicamos 4 por 0.04% obtenemos un peligro de cáncer de un 0.16%. Si redondeamos la tasa de cáncer por “causas naturales” en Estados Unidos hasta fijarla en un 20% exacto, vivir durante un año en la zona afectada por la bomba sucia aumentaría las probabilidades de morir de cáncer hasta un 20.16%. Es un dato adverso, ¿pero tanto como para evacuar nuestros hogares? (Doy por hecho que los restos de radiactividad podrían haberse limpiado al cabo de un año).

Naturalmente, si la radiactividad está más concentrada, el peligro es mayor… sólo que para menos personas. La radiactividad es más intensa antes de estallar la bomba, lo cual representa un grave riesgo para los terroristas, que tendrán que montarla y detonarla antes de que acabe con ellos. Los rayos gamma energéticos son difíciles de bloquear, luego probablemente habría que montar la bomba bajo una coraza de varias toneladas de plomo. Si los terroristas decidiesen transportarla sin esta protección, tendrían que hacerlo rápido, antes de caer víctimas de la radiación. No es una tarea fácil.

En los atentados del 11-S, los terroristas se aprovecharon de la política estadounidense y de sus prejuicios. Sabían que no necesitaban armas para hacerse con el control de los aviones porque los pilotos tenían instrucciones de cooperar con los secuestradores, una política basada en que hasta entonces nadie había imaginado que los secuestradores fuesen a convertir aviones comerciales en bombas. Del mismo modo, hoy día un terrorista podría utilizar un arma radiológica, no por su capacidad destructiva propiamente dicha, sino por el pánico desmedido y los consiguientes trastornos económicos que a buen seguro provocaría. Si se produce un atentado radiológico, será responsabilidad del gobernante de turno convencer a la opinión pública de que modere su reacción, pero para eso hace falta que conozca los aspectos físicos del problema. Si el que hace todas las declaraciones tranquilizadoras es el asesor presidencial en cuestiones científicas, los ciudadanos no quedarán satisfechos.

¿Podrían llevarse a cabo ataques radiológicos más potentes que nuestro ejemplo hipotético del cesio 137? Los generadores eléctricos alimentados por desintegración de radioisótopos, como los que quedan en algunos radiofaros rusos abandonados en las antiguas repúblicas soviéticas, contenían 400.000 curios de estroncio 90. Sin embargo, este elemento no emite prácticamente rayos gamma; más que nada, resulta tóxico por vía oral o respiratoria. Una nube de estroncio 90 emitida en forma de aerosol puede ser mortífera, pero enseguida se asienta y no dura mucho en el aire. Basta con no ingerir los alimentos sobre los que se haya asentado, ni comer animales que pazcan la hierba sobre la que haya caído, ni beber la leche que produzcan.

Por el mismo motivo, ni siquiera una bomba radiológica hecha de plutonio representa un peligro probable. El ántrax sería más mortífero y mucho más fácil de obtener y transportar. Las plantas de almacenamiento de residuos radiactivos y los reactores nucleares contienen mucha más radiactividad, y si ésta se lograse transportar, liberar y propagar, el peligro sería considerable. Ahora bien, todas las bombas sucias plantean el mismo problema: antes de estallar, una intensa radiactividad que puede matar a los terroristas, y después de estallar, una radiactividad atenuada que no llega a suponer un riesgo para la salud, a menos que la zona atacada sea muy reducida.

Si la amenaza de las bombas sucias es tan limitada, ¿por qué se las mete en el mismo saco que a las armas de destrucción masiva? Pues porque lo dice la ley en Estados Unidos, tal como aparece redactada en la Ley de Defensa Nacional de 1997 y en otros lugares, como por ejemplo la sección 11417 del código penal de California. Esta clasificación constituye un error, puesto que, en el caso de que alguien usase esas armas, podría dar lugar a una mala asignación de recursos y a una reacción desmedida por parte de los ciudadanos.

El mayor peligro de las armas radiológicas es el pánico desproporcionado y la reacción exagerada que provocarían. Una bomba sucia no es, en realidad, un arma de destrucción masiva, pero puede llegar a ser un arma de conmoción masiva.

En muchos sentidos, la verdadera amenaza no la representan las armas nucleares que puedan fabricar los terroristas, sino las que fabrican los llamados “estados delincuentes”. El término es impreciso y mucha gente lo desaprueba -¿Es Israel un Estado delincuente? ¿Y la India?-, pero es un concepto útil, y desde luego, un gobernante lo oirá a menudo, pues suele aplicarse a países relativamente subdesarrollados que violan el Tratado de No Proliferación Nuclear y fabrican armas nucleares de manera encubierta. Hay varios ejemplos destacados: Irak antes de la primera invasión estadounidense; Corea del Norte en los últimos años; Irán en la actualidad. Un Estado delincuente puede negar que esté fabricando un arma, o declarar que su desarrollo tecnológico persigue objetivos exclusivamente pacíficos –con lo cual el Tratado de No Proliferación no le atañe- para, finalmente, una vez probada el arma, argumentar que tenía derecho a fabricarla porque su seguridad nacional se veía amenazada.

Desde el punto de vista de la física, los conocimientos que debe poseer un gobernante acerca de este tema tienen que ver, en gran medida, con los indicios que sus servicios secretos podrían detectar. La principal preocupación es que un Estado delincuente fabrique armas nucleares “pequeñas”, como las que utilizó Estados Unidos en 1945 para destruir Hiroshima y Nagasaki. Mientras no haya dado el paso previo de construir una bomba de uranio o de plutonio, no hay que preocuparse de que puedan construir una bomba termonuclear, pero podrían usar las primeras en una guerra, o suministrárselas a otros, por ejemplo, a terroristas. Estos dos tipos de armas de fisión –bombas de uranio y bombas de plutonio- requieren tecnologías bastante diferentes. Veamos cuáles son los principales indicios a los que hay que estar atento en ambos casos.

a) Bombas de uranio

El diseño de una bomba de uranio es simple; el problema es cómo obtener uranio 235 enriquecido. Hoy día este problema se resuelve mediante la llamada centrifugadora de gas, de la que hablaremos en una futura entrada. En la actualidad, Irán reconoce estar desarrollando un sistema de centrifugación de gas, aunque asegura que su única finalidad es el enriquecimiento parcial necesario para un reactor nuclear de uranio. Uno de los materiales principales que utilizan las centrifugadoras modernas es el denominado “acero maragin”. La importación de tubos de acero que llevó a cabo Irak justo antes de la segunda invasión estadounidense era un indicio de que podrían estar intentando aplicar el método de centrifugación. En 1990, el Gobierno de Bagdad ya había probado a enriquecer uranio por otro sistema, a saber: construyendo los llamados calutrones –unos dispositivos que describiré en otra entrada de este blog- los mismos que inventó Estados Unidos para enriquecer uranio durante la Segunda Guerra Mundial.

Unas pistas que pueden servir de alerta para detectar la fabricación encubierta de bombas de uranio son los componentes de las máquinas centrifugadoras –cojinetes especiales necesarios para suspenderlas a altas velocidades, o acero maraging para evitar que la centrifugadora se desintegre al girar-, aunque tampoco hay que olvidarse de sistemas de separación de uranio más toscos pero más fáciles, como los calutrones.

b) Bombas de plutonio

El plutonio es relativamente fácil de obtener: hoy día son muchos los países que cuentan con reactores nucleares, unos aparatos donde un tipo de uranio tan abundante como el U-238 se transforma gradualmente en plutonio. El Tratado de No Proliferación Nuclear especifica que los países que lo ratifiquen no podrán extraer ese plutonio de los residuos del reactor, una operación denominada “reprocesamiento del combustible”.

Con el fin de impedir el reprocesamiento subrepticio, la Agencia Internacional de la Energía Atómica lleva a cabo inspecciones de centrales nucleares. Cuando Corea del Norte se negó a permitir una de esas inspecciones, cundió el miedo de que hubiese empezado a reprocesar. De hecho, había empezado: así se lo notificó el propio Gobierno norcoreano a Jim Kelly, asistente de la Secretaría de Estado estadounidense, el 15 de octubre de 2002. Michael May, experto estadounidense en armas nucleares, viajó al país asiático para confirmar el reprocesamiento. May pidió que le dieran una muestra de la sustancia y la cogió con la mano a sabiendas de que las partículas alfa que emitía no suponían ningún peligro, toda vez que no podían penetrar las capas muertas de su epidermis. El experto evaluó el peso y la temperatura del material extraído de los residuos radiactivos. Los indicios eran fidedignos, pues evidentemente los norcoreanos no se esperaban que fuese a manipular la sustancia sin protección. Al término de sus observaciones, May concluyó que el plutonio era verdadero.

Para un Estado delincuente dotado de reactores nucleares, obtener el plutonio es la parte fácil. Una bomba de plutonio requiere una implosión cuidadosamente ajustada, algo muy difícil de conseguir. Para lograrla no sólo hacen falta cargas explosivas de fina factura y una detonación simultánea, sino también un amplio programa de pruebas, y aunque éstas sean satisfactorias, no hay ninguna garantía de que, llegado el momento, la bomba funcione correctamente. El 9 de octubre de 2006, Corea del Norte anunció que había probado con éxito un artefacto nuclear, pero cuando los expertos analizaron las señales sísmicas provocadas por el estallido concluyeron que la potencia había sido tan baja –menos de un kilotón- que sin duda se trató de una explosión fallida, probablemente debido a la implosión incompleta de un núcleo de plutonio.

Las pistas que pueden servir de alertas para detectar la fabricación encubierta de bombas de plutonio son los materiales extraídos clandestinamente de un reactor nuclear, las plantas de reprocesamiento químico diseñadas para manejar material sumamente radiactivo, y los programas de pruebas de implosión.

domingo, 24 de octubre de 2010

Terrorismo nuclear (1ª parte)


La escalofriante eficiencia de los ataques terroristas suicidas es una de las razones de la ansiedad que siente la gente hacia el terrorismo. Puedes intentar actuar de forma lógica y poner las cifras del ataque del 11 de Septiembre en Nueva York en un contexto más tranquilizador para intentar no caer en la sobrereacción histérica. Por ejemplo, los 3.000 muertos en aquel ataque no parecen tantos si se comparan con los 16.000 homicidios o los 18.000 norteamericanos muertos por conductores borrachos cada año en los Estados Unidos. Pero, por otra parte, la pura arbitrariedad de los atentados y la habilidad y deseo de los terroristas por causar la máxima muerte y destrucción, generan una inquietud inevitable.

Todo esto empeora por el miedo a lo que pasaría si esos grupos terroristas se hicieran con armas químicas, biológicas o nucleares o fueran capaces de construir una “bomba sucia”, un artefacto explosivo que disemina elementos radiactivos. Algunos expertos en terrorismo, como Walter Laquear, piensan que sólo es cuestión de tiempo que algo así tenga lugar. Pero, ¿hay alguien que haya comenzado a dar los primeros pasos en ese sentido?

Tenemos un ejemplo muy claro de grupo terrorista que buscaba obtener la capacidad de matar a miles de personas. Aum Shinrikyo (o Verdad Suprema) era un grupo japonés de fanáticos religiosos en cuyas filas se contaban más de 60.000 miembros y fondos por valor superior a 1.000 millones de dólares. Reclutaron específicamente a personas con conocimientos científicos o técnicos (sobre todo japoneses). Poseían un gran presupuesto de investigación y desarrollo dedicado a fabricar armas, incluyendo el gas sarin (tenían tanto como para acabar con 4,2 millones de personas) y otros poderosos agentes nerviosos como el VX, el tabún o el soman. Estaban desarrollando patógenos como el ántrax y, posiblemente, el Ébola. También tenían un programa nuclear: compraron una enorme granja en el desértico y gigantesco estado de Australia Occidental, donde esperaban extraer uranio y realizar ensayos con explosiones subterráneas y gaseamiento de ovejas. Tenían contactos en el mercado negro para comprar plantas de montaje robotizadas, tanques, reactores, lanzacohetes y armas nucleares tácticas.

A pesar de sus vastos recursos humanos, financieros y técnicos, el grupo falló miserablemente en sus esfuerzos para diseminar agentes biológicos. Incluso el famoso ataque con gas sarin en el metro de Tokio, se llevó a cabo por el cutre procedimiento de almacenar el agente en bolsas de plástico y perforarlas con puntas afiladas de paraguas. De los cinco mil afectados, tres cuartas partes mostraron síntomas de shock, trauma mental o síntomas psicosomáticos; “sólo” murieron quince personas. Aum Shinrikyo habría conseguido mejores resultados si hubiera confiado más en las viejas bombas incendiarias o explosivos de fragmentación tradicionales.

Esto no quiere decir que debamos desechar el peligro que constituye el uso de estas nuevas armas. Los temores que siguieron a los casos de las cartas con ántrax en los Estados Unidos tras el 11 de Septiembre (en los que murieron cinco personas) eran perfectamente comprensibles. Tampoco podemos deducir del fallo relativo de Aum Shinrikyo que no hay ninguna amenaza proveniente del uso de armas nucleares, biológicas o químicas. Sin embargo, el hecho de que estas organizaciones pudieran contemplarlas en su estrategia general, no significa que hayan superado los obstáculos operacionales a la hora de adquirir el material necesario o los conocimientos técnicos precisos para convertirlo en armamento, evitado los riesgos inherentes a la radiación y su detección por parte de las fuerzas de seguridad o reunido la capacidad de elaborar armas operativas. Estos obstáculos nos recuerdan que, aunque el siglo XX fue el siglo de las superarmas, la mayoría de ellas –desde los acorazados hasta las bombas nucleares) han sido producto de carísimos y largos procesos de investigación y desarrollo.

Una bomba atómica puede ser increíblemente pequeña, lo bastante como para que la lleve una sola persona. Podría introducirse clandestinamente en Estados Unidos, tal vez en un pequeño barco o avión, o en un contenedor marítimo. Todavía se rumorea que la Unión Soviética ideó y fabricó una pequeña bomba “de maletín” que pudiese introducirse a escondidas en Estados Unidos para un ataque sorpresa. A comienzos de la década de 1960, Estados Unidos construyó una pequeña bomba nuclear llamada Davy Crockett que sólo pesaba unos 25 kilos pero podía explotar con la energía de varios centenares de kilos de TNT. Bastaba un solo soldado para transportarla y se disparaba con un cañón sin retroceso.

La potencia relativamente grande de la pequeña Davy Crockett se debe a que, en general, una reacción nuclear en cadena libera veinte millones de veces más energía que una cantidad igual de pesada de TNT. La mayor explosión nuclear de la historia fue una prueba realizada por la Unión Soviética el 30 de octubre de 1961, que produjo una energía de cincuenta megatones, tres mil veces más que la bomba de Hiroshima. Un artefacto así podría destruir completamente la ciudad de Nueva York. El temor a una catástrofe semejante es la principal referencia que muchos tienen sobre las armas nucleares.

Sin embargo, no todas las armas nucleares son tan grandes. La explosión de la Davy Crockett es terrible: su potencia de un cuarto de kilotón es suficiente para destruir un estadio de fútbol, pero no mucho más. Estas bombas minúsculas se desplegaron en la frontera entre Alemania Oriental y Occidental, y en la zona desmilitarizada entre las dos Coreas. Su finalidad era repeler el hipotético avance de un ejército enemigo sin convertir la zona en un páramo.

El diseñador de la Davy Crockett fue Ted Taylor, uno de los auténticos genios del diseño armamentístico nuclear. Ahora bien, para crear esta arma no sólo hizo falta genio, sino una profunda comprensión de los principios físicos del armamento nuclear, un análisis informático exquisito y un exhaustivo programa de pruebas. Nadie que entienda de armamento nuclear cree que un grupo terrorista sea capaz de fabricar un arma de esas características.

¿Qué podrían hacer los terroristas? Cada pocos años sale la noticia de que un alumno de bachillerato ha “diseñado” un arma nuclear. Se le muestra el diseño a un experto de un laboratorio nuclear y se le pregunta si funcionaría. La respuesta es siempre la misma: “no digo que no”, y el periódico, por regla general, la interpreta como un sí. Por enfocar la cuestión objetivamente, imaginemos que un estudiante de bachillerato diseña un avión supersónico. El boceto muestra unas cuentas flechas que identifican elementos tales como reactores, alas en flecha y una cabina. Un periódico le muestra el boceto a un ingeniero aeronáutico y le pregunta: “¿Podría funcionar?”. La respuesta sería siempre la misma: “no digo que no”.

Pero un boceto no es un diseño.


Según algunos expertos, un grupo terrorista lo bastante sofisticado podría construir artefactos explosivos de hasta un kilotón, siempre que fuese capaz de conseguir los ingredientes nucleares necesarios, a saber: cinco kilos o más de uranio o plutonio enriquecido, materiales nada fáciles de obtener.

¿Qué se entiende por un grupo terrorista “lo bastante sofisticado”? Pues uno que cuente entre sus filas con un físico –probablemente rencoroso- que haya trabajado en un programa de armamento nuclear; con doctores en ingeniería con amplia experiencia en el comportamiento de materiales en condiciones explosivas, y con mecánicos y técnicos expertos. Aunque no podemos descartar la posibilidad de que los terroristas reúnan semejante elenco, conviene que los gobernantes tengan claro que no estamos hablando de gente de la calaña de Mohamed Atta.

Todo lo que no sea un arma nuclear diseñada por un equipo de primera fila tiene todas las probabilidades de fracasar. El 9 de octubre de 2006, Corea del Norte probó su primera bomba atómica. A pesar de ser un país pobre, logró reunir los enormes recursos necesarios para el ensayo. La potencia de la bomba no llegó a un kilotón, cuando prácticamente todos los expertos coinciden en que estaba diseñada para liberar veinte kilotones o más. Fue un fiasco.

No obstante, analicemos qué pasaría si alguien lograse introducir esa bomba norcoreana en una gran ciudad estadounidense y la detonase. Nos sorprendería lo pequeño que sería el círculo de destrucción, porque estamos acostumbrados a pensar en las grandes bombas apocalípticas, las instaladas en las cabezas nucleares. El radio de una explosión de un kilotón es de unos 135 metros. La radiación nuclear, en cambio, tiene más alcance, y podría ir unos cien metros más allá, aunque no penetraría la primera hilera de edificios alrededor del círculo central de destrucción. De hecho, puede que casi todas las muertes se debiesen a los cristales rotos que caerían por las calles.

No se trata de quitar importancia a los peligros de un arma nuclear en manos terroristas. Nada más lejos de mi intención. Una explosión de 135 metros de radio es enorme: causaría unos destrozos comparables a los del 11-S. Recordemos que la energía que el queroseno liberó en aquel atentado fue equivalente a 1.800 toneladas de TNT, una cantidad sensiblemente mayor que la del ensayo nuclear norcoreano. Sin embargo, una pequeña bomba nuclear detonada por terroristas no sería mucho peor. Un presidente debe saber que existen otros tipos de atentados terroristas –algunos mucho más accesibles que las armas nucleares- capaces de provocar un número de víctimas igual de espantoso o más.

Las muertes y la destrucción dependen del momento y del lugar. Una explosión de un kilotón en mitad de un estadio de fútbol durante el Mundial podría acabar con decenas de miles de personas, pero la misma explosión en mitad del puerto de Nueva York destruiría las embarcaciones más próximas y prácticamente nada más.

Los artefactos nucleares de gran tamaño son otra historia. Cada una de las ojivas instaladas en los misiles nucleares no son más grandes que un hombre adulto, pero liberan una energía de cien kilotones. La onda expansiva de una de estas bombas alcanza casi un kilómetro, y su radiación termal supera los tres kilómetros. Las bombas M83 que transportaban los B-52 tenían ojivas de un megatón, o lo que es lo mismo, una onda expansiva de más de tres kilómetros de radio y unos efectos termales que se extendían hasta ocho kilómetros. Una bomba así podría destruir todo el sur de Manhattan.

Es poco probable que unos terroristas sean capaces de fabricar un arma de este tipo. Como explicaré en otra entrada, la única forma de lograr una explosión tan descomunal es mediante una bomba de dos fases, consistente en una explosión nuclear (primera fase) que activa otra bomba de hidrógeno (segunda fase). Todos los expertos coinciden en que ningún grupo terrorista está capacitado para diseñar este tipo de artefactos. Es más, puede que el enorme programa científico y de ingeniería necesario para fabricarlos exceda la capacidad de muchos países.

Lo realmente preocupante de las armas nucleares es el peligro de que alguien pueda robarlas y vendérselas a un grupo terrorista. He aquí una hipótesis terrorífica: que el vigilante de un almacén de armas nucleares en la antigua Unión Soviética lograse distraer unas cuantas cuando el país se hundió y esté dispuesto a vendérselas al mejor postor. Entonces llega Al-Qaeda y le hace una visita.

Sabemos que ya desde el principio de su carrera terrorista, Bin Laden trató de hacerse con material nuclear. Lo intentó en 1993 en Sudán y tuvo varias reuniones con sus lugartenientes en Afganistán con miras a hacerse con armamento biológico, químico o nuclear, siendo éste su preferido. Dejando a un lado cualquier consideración moral argumentan que los Estados Unidos ya habían usado este tipo de armas dos veces, estaban usando uranio empobrecido en proyectiles de artillería en Irak y se merecía un buen escarmiento por sus asaltos al mundo musulmán.

Las ambiciones de terroristas internacionales pueden, por lo tanto, ser muy claras pero no lo es menos que sólo podrían hacerse con estos materiales robándolos o comprándoselos a los Estados. Por esta razón, Graham Allison, antiguo ayudante del Secretario de Defensa norteamericano y experto en asuntos nucleares, explica que para impedir una catástrofe nuclear terrorista se necesitan tres acciones. Como no se puede producir una explosión nuclear sin material fisible, es necesario un nuevo orden internacional basado en la doctrina de los “Tres Noes”: No Nucleares Perdidas, No Nuevas Nucleares, No Nuevos Estados Nucleares. A estos tres, añade medidas para evitar una bomba “sucia”, que esparciría material radioactivo por una amplia superficie usando, digamos, dinamita para detonar material como cesio o cobalto (sobre esto volveremos más adelante). La mejor protección contra esto es endurecer los sistemas de contabilización y control de los isótopos radioactivos susceptibles de ser utilizados en una bomba. Y estas medidas deberían ser acordadas mundialmente.

Ello pasaría por aumentar las ayudas financieras a Rusia para que asegure sus existencias nucleares. Pero también por endurecer las condiciones del Tratado de No Proliferación Nuclear. Y como declaró el director de la Agencia Atómica Internacional, Mohammed ElBaradei, esto debería incluir que sea imposible para los países adheridos al Tratado el salirse de él (como hizo Corea del Norte), convirtiendo los acuerdos de inspección en una condición obligatoria para todos los países miembros, transformando los acuerdos del Grupo de Proveedores Nucleares en un tratado que impida la exportación de tecnología pacífica a países que pudieran estar interesados en desarrollar armas, dando por finalizada la producción de material fisible para armamento y restringiendo la tecnología de enriquecimiento de uranio, así como establecer un “banco” de combustible enriquecido gestionado por la Agencia Atómica Internacional.

ElBaradei, cuya reelección para el cargo trató de impedir Washington en 2005 y que ganó el premio Nobel de la Paz aquel mismo año, señaló en un discurso la gran dificultad que hay a la hora de endurecer los acuerdos en el sentido que hemos mencionado e introducir sanciones contra la proliferación nuclear, cuando las grandes potencias nucleares no hacen frente a sus propias responsabilidades. “A menos que creemos el entorno en el que las armas nucleares sean vistas como un accidente histórico del que estamos tratando de escapar”, dijo, “continuaremos viviendo este cinismo en el que todos los que están en las ligas inferiores tratarán de unirse a los de las superiores. Esto es una realidad. No tiene nada que ver con la ideología… Dirán: “si tengo un problema de seguridad, quiero hacer como los chicos mayores. Si éstos continúan confiando en las armas nucleares, ¿por qué no lo voy a hacer yo?”.

Pero volvamos a los aspectos técnicos del problema y supongamos que Al Qaeda se hace con arma nuclear. Pues bien, no está nada claro que fuese capaz de detonarla. Tanto la Unión Soviética como Estados Unidos contaban –y, en el caso del segundo, aún cuenta- con sistemas muy complejos para impedir que personas no autorizadas hagan explotar sus armas. Según Luis Álvarez, uno de los físicos que participó en el Proyecto Manhattan –el programa estadounidense de armamento nuclear de la Segunda Guerra Mundial-, hasta las armas soviéticas están diseñadas para autodestruirse si se las toquetea (no mediante una explosión nuclear sino mediante una detonación convencional que destruya la estructura de la bomba).

Con todo, un arma robada sigue siendo el mayor peligro. La principal defensa contra esta amenaza es desplegar por todo el mundo un montón de agentes secretos que, haciéndose pasar por vendedores, finjan ofrecer armas a los terroristas, y otros tantos que, haciéndose pasar por compradores, pugnen por adquirirlas de manos de quienes puedan tenerlas. Estados Unidos, y sin duda Rusia, cuentan con agentes realizando esta labor. En un mercado tan complicado y peligroso, es necesario dificultar al máximo el contacto entre los verdaderos compradores y vendedores.

(Continúa).

sábado, 23 de octubre de 2010

¿Cuáles son los lugares con mayor esperanza de vida del mundo?


La esperanza de vida al nacer es una estimación del promedio de años que viviría un grupo de personas nacidas el mismo año si las tendencias en la tasa de mortalidad de la región evaluada se mantuvieran constantes. Es uno de los indicadores de la calidad de vida más comunes, aunque resulta difícil de medir. Los investigadores revisan los certificados de defunción, anotando datos de edad, raza, género, causas de la muerte... y los cruzan con los datos del censo.

La esperanza de vida es una simple estadística. Pero, ¿qué factores influyen en esa estadística? No es una respuesta fácil. Algunos de esos factores son universales, otros dependen de particularidades locales, ya sean culturales o geográficas.

¿Quiere vivir una larga vida? Con diferencia, el principal factor que influye sobre la esperanza de vida es la riqueza: la gente más rica suele comer más sano y fumar y beber menos. No sólo eso, sino que además suelen tener acceso a los mejores tratamientos e instalaciones sanitarias. Pero la mera riqueza nacional en términos de PIB no es el único factor que influye en la esperanza de vida. De hecho, la esperanza de vida de los ciudadanos norteamericanos es de 77,7 - 77,8 años, lo que sitúa a Estados Unidos en un decepcionante intervalo -según el año y el estudio de que se trate- entre los puestos 41 y 48 del ranking mundial. Los índices de criminalidad y desórdenes civiles, la dieta y los hábitos culturales son tanto o más importantes que la riqueza. Veamos a continuación los países con ciudadanos "medios" más longevos. (esta lista está sujeta a cambios continuos y algunos países entran y salen de ella ocasionalmente, como Nueva Zelanda o Islandia. Los que indico a continuación siempre suelen ocupar los primeros puestos)

10. Guernsey: 80.42 años

La isla de Guernsey, situada en el Canal de la Mancha, es una especie de "colonia" inglesa semiindependiente, aunque no forma parte de la Corona. La razón de su elevada esperanza de vida es sencilla: son extraordinariamente ricos. Los bajísimos impuestos de Guernsey la convierten en un refugio para "exiliados" fiscales cuyo poder adquisitivo les permite comprar la mejor alimentación y contratar los mejores médicos. Más de la mitad de los ingresos de la isla procede de servicios financieros, con una porción insignificante de la población empleada en el sector industrial.

9. Australia: 80.50 años

Aquí encontramos todos los factores relacionados con la prosperidad, aunque hay que hacer notar que los aborígenes australianos tienen una esperanza de vida 20 años inferior a la de los "blancos", ya que se ven afectados por prácticamente todo lo que acorta la vida, incluyendo tabaquismo, obesidad y pobreza. Últimamente han aparecido noticias que apuntan a que la esperanza de vida de los australianos podría comenzar a disminuir al tiempo que la obesidad alcanza dimensiones epidémicas entre sus habitantes.

8. Suiza: 80.51 años

Además de una economía estable -con lo que ello conlleva en cuanto a dieta y recursos sanitarios-, la neutralidad suiza hace improbable que sus ciudadanos mueran a causa de su participación en algún conflicto.

7. Suecia: 80.51 años

Aunque los problemas económicos comenzaron a afectar el famoso Estado del Bienestar sueco a finales de los años noventa, su sistema sanitario aún se cuenta entre los mejores del mundo. El país cuenta con la menor tasa de fumadores del mundo (17%), lo que influye mucho sobre la esperanza de vida -las muertes por enfermedades relacionadas con el tabaco son la mitad que la media europea-.

6. Japón: 81.25 años

Japón tiene una de las tasas de obesidad más bajas del mundo industrializado: sólo un 3%. Esto es gracias a una dieta muy sana basada en verduras, pescado, arroz y fideos. Muchos japoneses, además, tienen la costumbre de dejar de comer cuando comienzan a sentirse llenos, en lugar de seguir comiendo hasta que ya no pueden más. También suelen utilizar menos los coches que en Occidente, prefiriendo caminar siempre que ello es posible.

5. Hong Kong: 81.59 años

Los residentes en Hong Kong, al igual que en el caso anterior, suelen comer de forma saludable: arroz, verduras y tofu con muy poca carne. Así, la obesidad es rara, como lo son los cánceres y dolencias cardíacas relacionadas con temas alimenticios.

4. Singapur: 81.71 años

Además de la prosperidad económica, la elevada esperanza de vida de esta ciudad-estado se debe a la buena gestión de su gobierno. Cuando a comienzos de los ochenta se dio cuenta de que la edad media de su población era cada vez mayor, realizó las provisiones y planificaciones adecuadas. Hoy, Singapur cuenta con unas excelentes instalaciones sanitarias para la tercera edad.

3. San Marino: 81.71 años

Este enclave en el centro de Italia es el tercer país más pequeño de Europa (después del Vaticano y Mónaco) y la república más antigua del mundo. Aquí, la larga vida de sus ciudadanos se debe a su prosperidad económica y a que la mayoría de ellos trabajan en el sector servicios, donde se suelen producir menos accidentes mortales y desgaste que en la industria.

2. Macao: 82.19 años

Esta isla en el Mar del Sur de China está recogiendo los beneficios de una economía boyante. El dinero procede de los visitantes extranjeros, especialmente chinos del continente que vienen a Macao a jugar aprovechando que los casinos son perfectamente legales aquí. Los beneficios del juego suponen un 70% del presupuesto de Macao y el gobierno está utilizando esos fondos para realizar fuertes inversiones en el sistema sanitario.

1. Andorra: 83.51 años

Encajonada entre Francia y España, Andorra fue desde su creación en 1278 uno de los países más pobres de Europa hasta que se convirtió en un popular destino turístico tras la Segunda Guerra Mundial. Sus 71.000 habitantes disfrutan hoy de todos los beneficios de una próspera economía, incluyendo buena alimentación e instalaciones sanitarias.


Si nos fijamos en áreas más reducidas que un país -aunque varios de los anteriormente mencionados son más pequeños que muchas provincias de otras naciones-, la isla japonesa de Okinawa es la que tiene una esperanza de vida más alta. En 2002 había 34 personas de cada 100.000 que habían llegado o sobrepasado los 100 años de edad.

A la vista de lo que hemos comentado hasta ahora, podemos realizar algunas observaciones de carácter general relacionadas con la esperanza de vida como medida de desarrollo.

La salud de los ancianos de un país tiene un efecto directo sobre la estadística que mide la esperanza de vida. Cuanto más cuidados reciban y mejores instalaciones sanitarias se pongan a su disposición, más años vivirán y mayor será la cifra mencionada.

La existencia de enfermedades crónicas entre la población, claro está, es otro factor decisivo. Swazilandia, por ejemplo, tiene el mayor porcentaje de infectados de sida del mundo, un 26% de todos los adultos (un 38% de toda la población), lo que desploma la esperanza de vida hasta los 32 años, la más baja del planeta. El 61% de todas las personas que mueren en el país cada año lo hacen de sida. En contraste, Andorra tiene un índice de sida del 0%.

El azote del sida en África muestra claramente cómo se relacionan los diferentes factores que conforman la esperanza de vida. Los ciudadanos de esa nación africana tienen menos posibilidades que los andorranos de acceder a cuidados médicos, en buena medida debido a la pobreza: Swazilandia tiene un PIB per cápita de 5.300 dólares y un 69% vive bajo el nivel de subsistencia.

La pobreza también dificulta el acceso al agua potable y la higiene. En Swazilandia el 87% de la población urbana y el 42% de la rural disponen de agua potable, mientras que en Andorra esas cifras son del 100%. El pequeño tamaño y la menor población de Andorra también facilita la prestación de servicios sanitarios, como agua de boca o alcantarillado. La educación y el desempleo son factores que también tienen su reflejo en la esperanza de vida, por no hablar del riesgo de sufrir catástrofes naturales (terremotos, huracanes, inundaciones...), riesgo que está, a su vez relacionado con la miseria y el subdesarrollo (Japón, por ejemplo, es un país de alto riesgo sísmico, pero la preparación de edificios y educación de la población hace que ese factor no afecte demasiado a la esperanza de vida).

(Y por si alguien se lo pregunta, en España, según las estadísticas de Naciones Unidas, la esperanza de vida global es de 80,9 años (77.7 para los hombres y 84.20 años para las mujeres).

domingo, 17 de octubre de 2010

¿Por qué la cafeína nos mantiene despiertos?


Básicamente, el café que bebes por la mañana cambia la química de tu cerebro, bloqueando la acción de la sustancia natural asociada con el sueño.

La adenosina, un nucleósido sintetizado naturalmente por el organismo, cumple una importante función en procesos neuronales, especialmente en el ciclo sueño-vigilia. La adenosina se "pega" a receptores específicos del cerebro, causando somnolencia y ralentizando la actividad de las células nerviosas. También hace que los vasos sanguíneos se dilaten (se cree que para facilitar el aporte de oxígeno durante el sueño). La adenosina se va produciendo en nuestra actividad diaria, como una especie de subproducto del ejercicio.

Pues bien, para una célula nerviosa, la cafeína tiene el mismo "aspecto" que la adenosina. La cafeína se adhiere a los receptores de adenosina, pero a diferencia de ésta no ralentiza la actividad celular. Además, las células ya no pueden “sentir” la adenosina, porque los receptores en los que ésta debería "aparcar" ya están ocupados por la cafeína. Así que en lugar de "adormecerse", las células nerviosas se aceleran. La cafeína también provoca una contracción de los vasos sanguíneos -puesto que bloquea la capacidad de la adenosina para abrirlos-, así que si se tiene un dolor de cabeza por causas vasculares, la cafeína ayudará a aliviarlo.

Con la cafeína bloqueando a la adenosina, las neuronas no disponen de ese "freno" natural y comienzan a funcionar a toda velocidad. La glándula pituitaria ve toda esa actividad y piensa que debe estar sucediendo algún tipo de emergencia, por lo que libera hormonas que le dicen a las glándulas correspondientes que liberen adrenalina (epinefrina). El resultado final es que:

- Las pupilas se dilatan

- Las vías respiratorias se abren (por eso la gente que sufre de asma severo se inyecta a veces epinefrina).

- El corazón late más deprisa

- Los vasos sanguíneos superficiales se contraen para ralentizar el flujo sanguíneo y atenuar las consecuencias de una posible herida. También se incrementa el flujo sanguíneo hacia los músculos. La tensión aumenta.

- El hígado libera azúcar en el torrente sanguíneo como aporte extra de energía.

- Los músculos se contraen, preparados para la acción.

Y esto explica por qué cuando uno se toma una buena taza de café cargado, las manos se enfrían, los músculos se tensionan, el corazón se acelera y uno se siente más enérgico y dispuesto para la acción.

sábado, 16 de octubre de 2010

¿Cómo funciona la antorcha olímpica?



Cada dos años, la gente de todo el mundo observa con entusiasmo la entrada del portador de la antorcha en el estadio olímpico y el encendido de la llama: el comienzo simbólico de los nuevos Juegos. Pero esa ceremonia de apertura no es sino el final de un largo viaje. Para cuando la antorcha olímpica llega al estadio, ha viajado miles de kilómetros, cruzado océanos, desiertos y montañas. Ha sido transportada por aviones, trenes, bicicletas, barcos e incluso trineos de perros, pasando por las manos de miles de personas de todo el planeta.

El fuego ha tenido siempre un gran poder de fascinación para los humanos. Cocina nuestra comida, nos mantiene calientes e ilumina la oscuridad. Los antiguos griegos reverenciaban el poder del fuego. En la mitología griega, Prometeo robó el secreto del fuego a Zeus y se lo dio a los humanos. Para conmemorar ese acontecimiento capital, los griegos celebraban carreras de relevos en las que los atletas se iban pasando una antorcha hasta la línea de meta.

Los griegos celebraron sus primeros juegos olímpicos en 776 a.C. Tenían lugar cada cuatro años en honor a Zeus y marcaban un periodo de tregua para las diferentes ciudades-Estado, a menudo enzarzadas en guerras intestinas. Al comienzo de los juegos, unos corredores llamados "heraldos de la paz" viajaban por toda Grecia anunciando el comienzo de la "tregua sagrada", cuya duración sería de la de los juegos. Así la gente podía viajar segura hasta Olimpia.

La presencia de una llama perpetuamente encendida era algo muy común en Grecia, a menudo en altares erigidos a los dioses. En Olimpia había un altar dedicado a Hera, diosa de los nacimientos y el matrimonio. Al comienzo de los Juegos, los griegos encendían un caldero llameante sobre el altar, usando un disco llamado skaphia que, a la manera de un espejo parabólico moderno, concentraba los rayos del sol en un punto. La llama ardía mientras duraban las competiciones como símbolo de pureza, razón y paz.

Mil años después los griegos dejaron de celebrar los Juegos Olímpicos y, con ellos cesaron las carreras de relevos y el encendido de la llama. No sería hasta 1896, en Atenas cuando se resucitó la antigua tradición en una nueva encarnación. Pero la antorcha tardó algo más en ser recuperada. La llama del caldero se volvió a encender en los Juegos de Amsterdam de 1928, aunque no hubo corredores que se fuera relevando la antorcha hasta los Juegos de 1936 en Berlín. Carl Diem, un profesor de Historia alemán y Secretario General del comité organizador, introdujo la carrera de relevos como una manera de conectar los juegos modernos con sus raíces históricas. La antorcha fue encendida en Olimpia, tal y como se había hecho siglos antes. Después, fue llevada a Berlín para el comienzo de los Juegos.

Los Juegos Olímpicos de Invierno hubieron de esperar algo más para tener su antorcha, concretamente 1952, y no fue encendida en Olimpia, sino en Noruega por ser este país el origen del ski. Desde 1964 (Innsbruck, Austria), todos los Juegos Olímpicos, ya sean de verano o de invierno, han comenzado con el encendido de la llama olímpica en Grecia, seguido por el transporte de la misma mediante relevos al estadio del país en el que se celebren aquéllos.

La antorcha comienza su viaje mucho antes de que den comienzo los juegos. En primer lugar, un diseñador o grupo de ellos envían sus propuestas al Comité Olímpico con la esperanza de tener la oportunidad de crear y fabricar la antorcha. El equipo ganador debe dar con un diseño estéticamente agradable al tiempo que funcional, asegurándose de que la llama no sólo arda constantemente sino que soporte condiciones ambientales adversas. La primera antorcha (Berlín, 1936) era una delgada vara metálica coronada por una pieza circular de la que salía la llama, pero el diseño actual tiene su creador en John Hench, un artista de Disney, para los juegos de invierno de 1960 (Squaw Valley, California). Su idea se convirtió en la base de todas las antorchas siguientes, aunque los diferentes diseñadores han intentado ir creando formas que representaran al país anfitrión.

Puede costar uno o dos años diseñar y construir una antorcha. A continuación tiene que superar rigurosas pruebas que aseguren su resistencia ante las más diversas condiciones meteorológicas... y después ser replicada y replicada porque no es una sola antorcha la que realiza el viaje de Grecia hasta el Estadio Olímpico designado; son miles. De 10.000 a 15.000 antorchas se construyen para cada uno de los corredores que se van relevando en el largo recorrido. Al final de su carrera, cada portador puede comprar la antorcha que ha llevado.

Aunque el diseño y construcción de cada antorcha cambia cada año, sus elementos básicos son siempre los mismos: combustible para alimentar la llama, un sistema de canalización de ese combustible que haga que la llama salga por la parte superior y un diseño aerodinámico que sea ligero (entre 1.4 y 1.8 kg) y seguro para el portador.

La antorcha debe permanecer encendida todo el recorrido por mucho que nieve, granice, llueva o sople el viento, llevando además suficiente combustible como para durar toda la carrera del corredor correspondiente y ser visible a plena luz del día. En cuanto al combustible, se ha utilizado de todo, desde pólvora hasta aceite de oliva. Algunas antorchas utilizan una mezcla de hexamina (formaldehído y amoníaco) y naftalina (sustancia basada en hidrógeno y carbono y utilizada en las bolas antipolilla). No siempre estos sistemas han dado buen resultado. En los Juegos Olímpicos de 1956, la última antorcha del relevo funcionaba con magnesio y aluminio y grandes trozos ardiendo de éste se desprendieron, hiriendo los brazos del corredor.

Los primeros combustibles líquidos se utilizaron en los Juegos de Munich de 1972, y desde entonces ha sido el método empleado, almacenándolos en forma líquida bajo presión y quemándolos como gas a medida que se liberan. En los últimos Juegos, desde 1996 hasta el presente, se han venido utilizando distintas mezclas de gases (propileno, propano, butano... en diferentes proporciones). Para el viaje submarino de la antorcha en 2000 a través de la Gran Barrera de Coral se introdujo una bengala que mantenía la llama ardiendo bajo el agua. Los diseños futuros de la antorcha continuarán evolucionando a medida que la tecnología mejore y se creen nuevos combustibles más seguros y fiables.

La antorcha olímpica se enciende varios meses antes del comienzo de los Juegos, empezando su viaje en el lugar donde se celebraron las competiciones originales, Olimpia, Grecia. El acto, tal y como ocurría entonces, se realiza en el Templo de Hera. Una actriz vestida con la túnica propia de una antigua sacerdotisa, enciende la llama utilizando la misma técnica que los griegos: el espejo parabólico que concentra los rayos del sol. Si el cielo estuviera cubierto, la "sacerdotisa" encendería el fuego olímpico con una llama encendida anteriormente un día soleado anterior a la ceremonia.

La llama se lleva en un caldero a un altar en el antiguo Estadio Olímpico, donde se utiliza para encender la antorcha del primer corredor. Para los Juegos de Invierno, la carrera comienza en el monumento a Pierre de Coubertin, el hombre que fundó los modernos Juegos en 1896, situado cerca del Estadio.

Desde esos lugares, el viaje a la ciudad anfitriona es diferente cada año. Es el Comité Olímpico el que determina el recorrido así como el lema, los medios de transporte y las paradas que efectuará la antorcha. Ésta, generalmente, se lleva de país en país por avión; una vez en una ciudad determinada, está un día pasando de corredor a corredor. También puede ir de sitio a sitio en automóvil, barco, bicicleta, motocicleta, trineo de perros, caballo o cualquier otro medio de transporte.

En determinados puntos del recorrido, la antorcha ha de ser metida en un contenedor especial (por ejemplo, en los aviones, en cuyo interior no se permiten llamas de ningún tipo). Por las noches se guarda en un caldero especial hasta que al día siguiente se reanuda la carrera de relevos. Cada corredor finaliza su tramo -bastante corto, por otra parte- y enciende la antorcha del siguiente corredor.

Se considera un gran privilegio ser elegido como portador de la antorcha. Atletas, actores, personalidades deportivas y políticos han llevado la llama olímpica. En 1996, por ejemplo, la leyenda del boxeo Muhammad Alí (Cassius Clay) encendió el pebetero del Estado Olímpico de Atlanta. Pero la mayor parte del recorrido la llevan a cabo ciudadanos anónimos de todo el mundo. Cualquiera puede hacerlo siempre y cuando tenga un mínimo de 14 años y sea capaz de llevar la antorcha al menos 400 metros. Los elegidos son seleccionados por los patrocinadores y organizadores olímpicos en base a las contribuciones que hayan hecho a sus respectivas comunidades y en la medida en que representen el lema de los Juegos correspondientes. Los patrocinadores, como Coca-Cola, también eligen a trabajadores de sus empresas.

Cada corredor va acompañado de una caravana con agentes de seguridad, un equipo médico y periodistas así como antorchas extra por si la que lleva se apagara. Al final del largo viaje, el último corredor entra en el Estadio Olímpico de la ciudad anfitriona. Su identidad se suele mantener en secreto hasta el último momento, pero suele ser un atleta olímpico, una personalidad del mundo deportivo o un miembro destacado de la comunidad. Corre alrededor de la pista del Estadio y enciende el pebetero, señalando el comienzo de los Juegos Olímpicos. La llama permanecerá encendida hasta la ceremonia que marca el cierre de los mismos.