sábado, 30 de octubre de 2010

Terrorismo nuclear (2ª parte)


Mucha gente piensa que las bombas sucias son una opción más viable para los terroristas. Puede que sí, pero su fracaso es igual de probable.

Las bombas radiológicas –nombre técnico de las bombas sucias- no requieren una explosión nuclear como las armas de fisión o fusión, sino que usan explosivos normales para diseminar material radiactivo. Se dice que Sadam Husein probó una de estas bombas en 1987 y que viendo lo mal que funcionaba desistió de fabricarlas. En 1995, unos rebeldes chechenios enterraron una carga de dinamita y una pequeña cantidad del isótopo radiactivo cesio 137 en el parque Ismailovski de Moscú, y acto seguido avisaron a una cadena de televisión de su ubicación exacta. Puede que los terroristas tuviesen presente un hecho probado, a saber: que el valor periodístico de la bomba sería mayor si se descubriese antes de estallar. El impacto psicológico de estas armas puede ser mayor que los daños puntuales que probablemente causen.

José Padilla, un antiguo matón callejero que recibió un amplio adiestramiento de Al Qaeda, tenía la intención de hacer estallar una bomba sucia en Estados Unidos. Según unas declaraciones del Ministerio de Justicia estadounidense hechas en 2004, Al Qaeda dudó de que la propuesta de Padilla de construir una bomba sucia fuese viable y, en lugar de eso, le ordenó que volase dos bloques de pisos con gas natural. Al parecer, la organización terrorista consideró que esta acción tendría más probabilidades de sembrar la muerte y la destrucción que una bomba radiológica. Desde el punto de vista de la física, Al Qaeda tenía razón, lo cual tal vez debería asustar al lector. La organización terrorista parece tener más claras las limitaciones de estos artefactos que muchos jefes de gobierno, periodistas e, incluso, científicos.

No estoy diciendo que los materiales radiactivos sean inocuos. De hecho, quiero recordar el caso de los chatarreros del estado brasileño de Goiania que, en 1987, encontraron una máquina de radioterapia abandonada y la desmontaron. La máquina contenía 1.400 curios de cesio 137 (un curio es la radiactividad que genera un gramo de radio). Dos hombres, una mujer y una niña murieron de intoxicación radiactiva aguda y otras 250 se vieron afectadas por la contaminación. Varias de las 41 casas evacuadas no pudieron limpiarse adecuadamente y fueron demolidas.

Imaginemos que esa radiación no se limitase a unas pocas casas sino que una explosión la propagase por toda la ciudad. ¿No habría más víctimas mortales? La respuesta, por increíble que parezca, es que no. Si la radiactividad se propagase de esa manera, habría que evacuar un área mayor, pero, con toda probabilidad, no se producirían muertes atribuibles al suceso.

Para entender bien los detalles, analicemos paso a paso el diseño de una bomba sucia similar a la que pretendía construir Padilla. Supongamos una cantidad de material radiactivo igual que la que provocó el accidente de Goiania, esto es, 1.400 curios de cesio 137. Los efectos radiológicos de la radiación se cuantifican con una unidad denominada rem; todo aquél que permanezca a un metro de distancia de esa cantidad de cesio, absorberá 450 rem en menos de una hora. Esta dosis de radiación es superior en un 50% a la DL50 –siglas de Dosis Letal 50%- del cesio 137, lo que significa que, sin tratamiento médico, los expuestos a la radiación nuclear tendrán más de un 50% de probabilidades de morir durante los próximos meses.

Con el fin de maximizar el daño, vamos a usar explosivos para propagar nuestros 1.400 curios por una zona más extensa, por ejemplo, 2,5 km2 de vecindario. El resultado será una radiactividad de 0.5 milicurios por metro cuadrado; según un cálculo minucioso, quienes se hallen en la zona, al cabo de una hora habrán absorbido 0.005 rem, es decir, cinco milirem. Se trata de una cantidad minúscula, muy por debajo del umbral de riesgo para la salud -100 rem-, luego nadie caerá enfermo. Aun en el caso de que alguien permaneciese en la zona, la dosis absorbida al cabo de un mes sería de apenas 4 rem, una cifra todavía muy por debajo del umbral de riesgo. A menos que alguien resulte muerto por la explosión propiamente dicha, no habrá un solo cadáver. Me figuro que ésta es la razón por la que Al Qaeda ordenó a José Padilla que se dejase de bombas sucias y planease un atentado con gas natural. De acuerdo, los niveles bajos de radiactividad pueden ser cancerígenos, pero para eso han de pasar varios años. Me temo que Al Qaeda no se contenta con alardear del número de cánceres prematuros que provocaría con su atentado, sino que necesita que sus adeptos vean fotos de cadáveres.

Aun así, analicemos la cuestión del riesgo de cáncer. En el caso de dosis moderadas, los resultados de la exposición a emisiones radiactivas a lo largo de la historia indican que el aumento del riesgo de cáncer es, más o menos, de un 0.04% por rem. Si multiplicamos 4 por 0.04% obtenemos un peligro de cáncer de un 0.16%. Si redondeamos la tasa de cáncer por “causas naturales” en Estados Unidos hasta fijarla en un 20% exacto, vivir durante un año en la zona afectada por la bomba sucia aumentaría las probabilidades de morir de cáncer hasta un 20.16%. Es un dato adverso, ¿pero tanto como para evacuar nuestros hogares? (Doy por hecho que los restos de radiactividad podrían haberse limpiado al cabo de un año).

Naturalmente, si la radiactividad está más concentrada, el peligro es mayor… sólo que para menos personas. La radiactividad es más intensa antes de estallar la bomba, lo cual representa un grave riesgo para los terroristas, que tendrán que montarla y detonarla antes de que acabe con ellos. Los rayos gamma energéticos son difíciles de bloquear, luego probablemente habría que montar la bomba bajo una coraza de varias toneladas de plomo. Si los terroristas decidiesen transportarla sin esta protección, tendrían que hacerlo rápido, antes de caer víctimas de la radiación. No es una tarea fácil.

En los atentados del 11-S, los terroristas se aprovecharon de la política estadounidense y de sus prejuicios. Sabían que no necesitaban armas para hacerse con el control de los aviones porque los pilotos tenían instrucciones de cooperar con los secuestradores, una política basada en que hasta entonces nadie había imaginado que los secuestradores fuesen a convertir aviones comerciales en bombas. Del mismo modo, hoy día un terrorista podría utilizar un arma radiológica, no por su capacidad destructiva propiamente dicha, sino por el pánico desmedido y los consiguientes trastornos económicos que a buen seguro provocaría. Si se produce un atentado radiológico, será responsabilidad del gobernante de turno convencer a la opinión pública de que modere su reacción, pero para eso hace falta que conozca los aspectos físicos del problema. Si el que hace todas las declaraciones tranquilizadoras es el asesor presidencial en cuestiones científicas, los ciudadanos no quedarán satisfechos.

¿Podrían llevarse a cabo ataques radiológicos más potentes que nuestro ejemplo hipotético del cesio 137? Los generadores eléctricos alimentados por desintegración de radioisótopos, como los que quedan en algunos radiofaros rusos abandonados en las antiguas repúblicas soviéticas, contenían 400.000 curios de estroncio 90. Sin embargo, este elemento no emite prácticamente rayos gamma; más que nada, resulta tóxico por vía oral o respiratoria. Una nube de estroncio 90 emitida en forma de aerosol puede ser mortífera, pero enseguida se asienta y no dura mucho en el aire. Basta con no ingerir los alimentos sobre los que se haya asentado, ni comer animales que pazcan la hierba sobre la que haya caído, ni beber la leche que produzcan.

Por el mismo motivo, ni siquiera una bomba radiológica hecha de plutonio representa un peligro probable. El ántrax sería más mortífero y mucho más fácil de obtener y transportar. Las plantas de almacenamiento de residuos radiactivos y los reactores nucleares contienen mucha más radiactividad, y si ésta se lograse transportar, liberar y propagar, el peligro sería considerable. Ahora bien, todas las bombas sucias plantean el mismo problema: antes de estallar, una intensa radiactividad que puede matar a los terroristas, y después de estallar, una radiactividad atenuada que no llega a suponer un riesgo para la salud, a menos que la zona atacada sea muy reducida.

Si la amenaza de las bombas sucias es tan limitada, ¿por qué se las mete en el mismo saco que a las armas de destrucción masiva? Pues porque lo dice la ley en Estados Unidos, tal como aparece redactada en la Ley de Defensa Nacional de 1997 y en otros lugares, como por ejemplo la sección 11417 del código penal de California. Esta clasificación constituye un error, puesto que, en el caso de que alguien usase esas armas, podría dar lugar a una mala asignación de recursos y a una reacción desmedida por parte de los ciudadanos.

El mayor peligro de las armas radiológicas es el pánico desproporcionado y la reacción exagerada que provocarían. Una bomba sucia no es, en realidad, un arma de destrucción masiva, pero puede llegar a ser un arma de conmoción masiva.

En muchos sentidos, la verdadera amenaza no la representan las armas nucleares que puedan fabricar los terroristas, sino las que fabrican los llamados “estados delincuentes”. El término es impreciso y mucha gente lo desaprueba -¿Es Israel un Estado delincuente? ¿Y la India?-, pero es un concepto útil, y desde luego, un gobernante lo oirá a menudo, pues suele aplicarse a países relativamente subdesarrollados que violan el Tratado de No Proliferación Nuclear y fabrican armas nucleares de manera encubierta. Hay varios ejemplos destacados: Irak antes de la primera invasión estadounidense; Corea del Norte en los últimos años; Irán en la actualidad. Un Estado delincuente puede negar que esté fabricando un arma, o declarar que su desarrollo tecnológico persigue objetivos exclusivamente pacíficos –con lo cual el Tratado de No Proliferación no le atañe- para, finalmente, una vez probada el arma, argumentar que tenía derecho a fabricarla porque su seguridad nacional se veía amenazada.

Desde el punto de vista de la física, los conocimientos que debe poseer un gobernante acerca de este tema tienen que ver, en gran medida, con los indicios que sus servicios secretos podrían detectar. La principal preocupación es que un Estado delincuente fabrique armas nucleares “pequeñas”, como las que utilizó Estados Unidos en 1945 para destruir Hiroshima y Nagasaki. Mientras no haya dado el paso previo de construir una bomba de uranio o de plutonio, no hay que preocuparse de que puedan construir una bomba termonuclear, pero podrían usar las primeras en una guerra, o suministrárselas a otros, por ejemplo, a terroristas. Estos dos tipos de armas de fisión –bombas de uranio y bombas de plutonio- requieren tecnologías bastante diferentes. Veamos cuáles son los principales indicios a los que hay que estar atento en ambos casos.

a) Bombas de uranio

El diseño de una bomba de uranio es simple; el problema es cómo obtener uranio 235 enriquecido. Hoy día este problema se resuelve mediante la llamada centrifugadora de gas, de la que hablaremos en una futura entrada. En la actualidad, Irán reconoce estar desarrollando un sistema de centrifugación de gas, aunque asegura que su única finalidad es el enriquecimiento parcial necesario para un reactor nuclear de uranio. Uno de los materiales principales que utilizan las centrifugadoras modernas es el denominado “acero maragin”. La importación de tubos de acero que llevó a cabo Irak justo antes de la segunda invasión estadounidense era un indicio de que podrían estar intentando aplicar el método de centrifugación. En 1990, el Gobierno de Bagdad ya había probado a enriquecer uranio por otro sistema, a saber: construyendo los llamados calutrones –unos dispositivos que describiré en otra entrada de este blog- los mismos que inventó Estados Unidos para enriquecer uranio durante la Segunda Guerra Mundial.

Unas pistas que pueden servir de alerta para detectar la fabricación encubierta de bombas de uranio son los componentes de las máquinas centrifugadoras –cojinetes especiales necesarios para suspenderlas a altas velocidades, o acero maraging para evitar que la centrifugadora se desintegre al girar-, aunque tampoco hay que olvidarse de sistemas de separación de uranio más toscos pero más fáciles, como los calutrones.

b) Bombas de plutonio

El plutonio es relativamente fácil de obtener: hoy día son muchos los países que cuentan con reactores nucleares, unos aparatos donde un tipo de uranio tan abundante como el U-238 se transforma gradualmente en plutonio. El Tratado de No Proliferación Nuclear especifica que los países que lo ratifiquen no podrán extraer ese plutonio de los residuos del reactor, una operación denominada “reprocesamiento del combustible”.

Con el fin de impedir el reprocesamiento subrepticio, la Agencia Internacional de la Energía Atómica lleva a cabo inspecciones de centrales nucleares. Cuando Corea del Norte se negó a permitir una de esas inspecciones, cundió el miedo de que hubiese empezado a reprocesar. De hecho, había empezado: así se lo notificó el propio Gobierno norcoreano a Jim Kelly, asistente de la Secretaría de Estado estadounidense, el 15 de octubre de 2002. Michael May, experto estadounidense en armas nucleares, viajó al país asiático para confirmar el reprocesamiento. May pidió que le dieran una muestra de la sustancia y la cogió con la mano a sabiendas de que las partículas alfa que emitía no suponían ningún peligro, toda vez que no podían penetrar las capas muertas de su epidermis. El experto evaluó el peso y la temperatura del material extraído de los residuos radiactivos. Los indicios eran fidedignos, pues evidentemente los norcoreanos no se esperaban que fuese a manipular la sustancia sin protección. Al término de sus observaciones, May concluyó que el plutonio era verdadero.

Para un Estado delincuente dotado de reactores nucleares, obtener el plutonio es la parte fácil. Una bomba de plutonio requiere una implosión cuidadosamente ajustada, algo muy difícil de conseguir. Para lograrla no sólo hacen falta cargas explosivas de fina factura y una detonación simultánea, sino también un amplio programa de pruebas, y aunque éstas sean satisfactorias, no hay ninguna garantía de que, llegado el momento, la bomba funcione correctamente. El 9 de octubre de 2006, Corea del Norte anunció que había probado con éxito un artefacto nuclear, pero cuando los expertos analizaron las señales sísmicas provocadas por el estallido concluyeron que la potencia había sido tan baja –menos de un kilotón- que sin duda se trató de una explosión fallida, probablemente debido a la implosión incompleta de un núcleo de plutonio.

Las pistas que pueden servir de alertas para detectar la fabricación encubierta de bombas de plutonio son los materiales extraídos clandestinamente de un reactor nuclear, las plantas de reprocesamiento químico diseñadas para manejar material sumamente radiactivo, y los programas de pruebas de implosión.

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