Hace no tanto tiempo, un granjero tenía diferentes clases de animales, en parte porque sabía que esa diversidad –vacas, cerdos, aves- funcionaba conjuntamente en un equilibrado sistema que ayudaba a que su granja prosperara. Su pequeño rebaño de vacas pacía en un prado lleno de hierba fresca y tréboles, rico en betacarotenos y nutrientes. A los pocos meses, el granjero las trasladaba a un prado diferente y llevaba unos cuantos cerdos al que había quedado libre. Los cerdos son omnívoros; con sus fuertes hocicos hozan la tierra (a menos que lleven anillas en el morro) y encuentran toda clase de raíces e insectos nutritivos. Incluso le sacan partido a los excrementos de vaca y, como sus conductos digestivos tienen un alto contenido de ácido, los llamados “huéspedes sin salida”, matan todos los parásitos y bacterias que pueda haber presentes. Además, los cerdos extraen del suelo diversos minerales que refuerzan la inmunidad.
Un campo que haya estado ocupado por un grupo de cerdos es un terreno de caza ideal para las aves de corral. Estas picotean lombrices e insectos en la tierra removida y al mismo tiempo depositan en la hierba sus propios excrementos, ricos en nitratos; así estará lozana y sana la próxima vez que lleguen las vacas. De hecho, el antiguo sistema agrícola imitaba fielmente la Naturaleza.
Pero hoy todo ha cambiado. Ahora lo que nos proporciona la comida no son las granjas tradicionales, sino las llamadas granjas industriales, el método intensivo y a gran escala de criar cada vez más animales para satisfacer la creciente demanda de carne barata de los consumidores. Aunque son seres vivos capaces de sentir dolor y miedo, de experimentar satisfacción, alegría y desesperación, son tratados como objetos. Sin duda merecen vivir en mejores condiciones, en su medio natural. El modelo de granja industrial no tiene en cuenta el bienestar de los animales, sino los beneficios que se obtienen con ellos. De hecho, son tratados como máquinas que transforman el pienso en carne, leche o huevos. Como si fueran una máquina expendedora de huevos.
(Las fotos que ilustran esta entrada no son de granjas del tercer mundo, sino de instalaciones modernas de Estados Unidos)
Las aves de corral
La mayor parte de nuestras aves de corral se crían en “granjas en batería”, construcciones en las que se apilan cientos de jaulas unas encima de otras. En las granjas en batería de gallinas ponedoras, un solo cobertizo puede contener hasta setenta mil aves enjauladas. Las gallinas están apretujadas de cuatro en cuatro, y hasta de seis en seis, en pequeñas jaulas de alambre, tan estrechas que no pueden desplegar sus alas.
Ante la falta absoluta de estímulos, muchas gallinas enjauladas matan el aburrimiento picoteando a sus vecinas –o a sí mismas arrancándose las plumas y produciéndose importantes lesiones. Parte de las muertes ocurridas en las granjas industriales se deben al canibalismo. Para evitarlo –y también por razones alimenticias- se les corta el pico con una cuchilla al rojo vivo, para prevenir hemorragias. Esta mutilación se realiza de forma rutinaria cuando tienen pocos días de vida. Como sus uñas se enganchan con frecuencia en la malla metálica del suelo de sus jaulas, a veces se les cortan las puntas de los dedos para que las uñas no vuelvan a crecer.
La vida de estos animales se resume en poner huevos hasta que son sacrificados. Las gallinas han pasado de poner 150 huevos al año –hace 50 años- a poner 300, pero cuando dejan de ser productivas –entre los 12 y los 14 meses- se les niega la comida y el agua durante varios días, invirtiendo así el ciclo de luz y oscuridad, lo que provoca una muda forzada en las pobres aves, que pierden todas sus plumas y empiezan a producir huevos de nuevo, aunque sólo durante unas pocas semanas. Después, ya maltrechas y consumidas, se usan para hacer caldo de gallina. En esas fábricas de huevos, como los pollitos machos recién nacidos se consideran un subproducto inútil, se suelen echar en bolsas de plástico, donde se asfixian a medida que se amontonan cada vez más cuerpecillos sobre ellos. Luego se tiran al cubo de la basura. Algunos pollos se trituran para hacer piensos animales… a veces estando todavía vivos.
Los pollos o capones –las aves que compramos para asar o guisar, cuyos muslos, alas y filetes de pechuga adquirimos en pulcros envases- están amontonados en pequeños recintos donde se empujan, caminan unos sobre otros y pisotean a los que mueren. La corta vida de los pavos, atiborrados de hormonas del crecimiento hasta que no pueden tenerse en pie ni reproducirse normalmente, es grotesca.
Los patos y gansos se crían en las mismas condiciones industriales e intensivas que los pollos. El método de alimentarlos por la fuerza para que sus hígados se dilaten hasta alcanzar el tamaño que hace rentable la producción de foie gras, es una auténtica tortura. Los operarios introducen un tubo metálico por la garganta del pato o ganso, y una máquina bombea una gran cantidad de grano, sobre todo maíz, directamente en el esófago del pobre animal. En cuestión de semanas, las aves han engordado de manera desmesurada, y sus hígados se hinchan hasta diez veces su tamaño normal. Los patos y gansos criados para producir foie gras apenas pueden respirar, y mucho menos tenerse en pie o caminar. Muchos de ellos sufren laceraciones en la garganta, compactación de comida en el esófago e infecciones de bacterias y hongos en sus conductos digestivos superiores.
Los cerdos
En ciertos aspectos, la suerte de los cerdos criados intensivamente –ganado porcino en términos agropecuarios- es la peor de todas, ya que son muy inteligentes, al menos tanto como los perros y a veces incluso más. Por ejemplo, un cerdo llamado Hamlet es capaz de mover un cursor (diseñado para que lo utilizara un chimpancé) por diferentes cuadros de color en un ordenador, usando el hocico, mientras que un terrier no aprendió a realizar una tarea similar en todo un año. De pequeños, los cerdos criados en granjas industriales viven hacinados en pocilgas que suelen tener suelos de cemento o terrazo. Al estar tan apretados, privados de cualquier posibilidad para dar rienda suelta a su energía, a veces se arrancan unos a otros la cola a mordiscos; por eso se les suele cortar la cola al nacer.
Con el fin de que ganen peso lo más deprisa posible, se les administran hormonas del crecimiento. Cuando son conducidos al matadero, a veces se les rompen las patas, débiles por falta de ejercicio e incapaces de soportar sus cuerpos artificialmente pesados. Entonces son arrastrados, mientras chillan de dolor; y no tardan en chillar de terror. Expertos en mataderos comentan que es evidente que los cerdos saben lo que les va a suceder y luchan ferozmente para evitar esa última caminata.
Las cerdas de cría están confinadas en establos individuales tan reducidos que no pueden darse la vuelta. Llevan un cinturón o collar que les deja anclados al terreno y no les permite hacer ningún movimiento, salvo los estrictamente necesarios para comer, defecar y dormir. Privadas de cualquier oportunidad de expresar su conducta natural, muerden aquello que está a su alcance. Después se rinden, pierden el interés por todo y se comportan como si estuvieran de penitencia, con la cabeza gacha y los ojos vidriosos. Acaban sus días literalmente locos, con las patas pequeñas y dañadas.
Casi el 100% de las cerdas madres son inseminadas artificialmente, privándoles con ello del placer sexual y reprimiendo su instintivo y natural apareamiento. Cuando está a punto de parir la cerda debe sufrir la tortura del paridero, una jaula metálica en la que tiene que permanecer tumbada, incapaz de ponerse de pie o darse la vuelta, inmovilizada de costado para que no haya peligro de que aplaste un precioso lechoncillo. Para una cerda libre, su cochinillo es algo precioso, porque es su hijo y jamás lo aplastará. Sólo en un recinto pequeñísimo, donde no tiene posibilidades de criar a su prole como hacen las cerdas, puede aplastar uno por accidente. Pero para el criador industrial, el lechoncillo es “precioso” únicamente por el beneficio que puede obtener de él.
Se les retiran los lechones en el momento más inoportuno para su desarrollo como madres, cuando no han pasado ni seis días desde que parieron. Apenas una semana después del parto, las cerdas madres serán de nuevo inseminadas para repetir el proceso anterior.
Lo triste es que, en estado natural, los cerdos –animales, como hemos dicho, muy inteligentes- viven en grupos familiares y pastan libremente por las dehesas. Y, por cierto, no son en absoluto sucios. En contraste con el ganado vacuno, las cabras y las ovejas, el cerdo tiene un sistema ineficaz para regular su temperatura corporal. Pese a la expresión “sudar como un cerdo”, se ha demostrado que los cerdos no sudan. El ser humano, que es el mamífero que más suda, se refrigera a sí mismo evaporando 1.000 gramos de líquido por hora y metro cuadrado de superficie corporal. En el mejor de los casos, la cantidad que el cerdo puede liberar es 30 gramos por metro cuadrado. Incluso las ovejas evaporan a través de su piel el doble de líquido corporal que un cerdo. El cerdo debe humedecer su piel en el exterior para compensar la falta de pelo protector y su incapacidad para sudar. Prefiere revolcarse en lodo limpio y fresco, pero cubrirá su piel con su propia orina y heces si no dispone de otro medio. Por debajo de determinada temperatura, los cerdos que permanecen en pocilgas depositan sus excrementos lejos de sus zonas de dormir y comer, mientras que por encima de la misma, comienzan a excretar indiscriminadamente en toda la pocilga. Cuanto más elevada es la temperatura, más “sucio” se vuelve el cerdo. Así, hay cierta verdad en la teoría que sostiene que la impureza religiosa del cerdo se funda en la suciedad física real. Sólo que el cerdo no es sucio por naturaleza en todas partes, especialmente si dispone de espacio suficiente.
Carne vacuna
Igual de triste es la vida de una vaca criada para el consumo de carne en una granja industrial. Cuando el ternerillo tiene apenas unos días y necesita por encima de todo la compañía de su madre, se le introduce en un pequeño cajón de madera, atado de forma que no puede tumbarse cómodamente ni apenas moverse. En algunas explotaciones, incluso se les sujeta la cabeza a una barra rígida, que le obliga a mantenerla baja, con la boca pegada a un abrevadero que nunca contiene agua, sino un líquido en el que se han eliminado por completo el hierro y las sales minerales para obtener la llamada carne de ternera blanca. Se les da sólo leche desnatada reconstituida, nada de alimento sólido, paja o fibra, elementos que les son imprescindibles. Esta carencia les hace desesperarse hasta el punto de intentar comerse incluso su propia piel o beberse su propia orina.
También es frecuente mantenerlas a oscuras, porque el sol activa la producción de sustancias que oscurecen la carne y, de este modo, no se puede vender como carne blanca. El animal pasará toda su vida –que no durará más de seis meses en todo caso- bajo la tensión psicológica de la falta de relación con la madre o con sus semejantes, y con el sufrimiento de no poder ver jamás un puñado de hierba ni un rayo de sol. Y todo para conseguir la cara y demandada ternera blanca –en realidad, completamente anémica, sin hierro ni sales minerales y, por tanto, de poco valor nutritivo.
Y tras esta triste vida, llega la matanza. Por lo general, se las hace subir a camiones o a vagones ferroviarios para ganado. El viaje hasta el matadero puede durar días; y aunque muchos países tienen legislaciones que imponen que se las alimente y se les dé agua a intervalos fijos, esto no se suele cumplir. Una vaca que se caiga tiene muchas posibilidades de ser pisoteada hasta morir; si no, se la pincha y golpea para que se levante y, si no se puede andar, se la arrastra a pesar del dolor de una pata rota. Después empieza la matanza.
Claro que existe legislación que prohíbe la crueldad. Prescribe que a todas las vacas se las deje inconscientes antes de ser despellejadas y despedazadas, pero en el negocio agropecuario de hoy día cada segundo representa pérdidas o ganancias. Por lo general, a los inspectores no se les permite entrar en zonas donde podrían ver que se cometen infracciones. Su trabajo consiste principalmente en inspeccionar los animales muertos que van saliendo, en busca de contaminación fecal ilegal. Y así, las normas humanitarias casi nunca se cumplen.
Hay personas que comen venado creyendo que es ético ingerir carne de un animal que ha vivido en la naturaleza y ha sufrido una muerte limpia y honrosa a manos de un cazador. En efecto, así es; pero resulta que sabemos que se están criando ciervos y otros animales salvajes, hacinados en pequeños recintos, sometidos al mismo tipo de condiciones que los animales de una granja industrial. La gente come pescado, creyendo que consumen peces que vivieron libres en los mares o ríos, animales de sangre fría que no sienten dolor. Pero también hay piscifactorías. Y, desde luego, sienten dolor.
Un campo que haya estado ocupado por un grupo de cerdos es un terreno de caza ideal para las aves de corral. Estas picotean lombrices e insectos en la tierra removida y al mismo tiempo depositan en la hierba sus propios excrementos, ricos en nitratos; así estará lozana y sana la próxima vez que lleguen las vacas. De hecho, el antiguo sistema agrícola imitaba fielmente la Naturaleza.
Pero hoy todo ha cambiado. Ahora lo que nos proporciona la comida no son las granjas tradicionales, sino las llamadas granjas industriales, el método intensivo y a gran escala de criar cada vez más animales para satisfacer la creciente demanda de carne barata de los consumidores. Aunque son seres vivos capaces de sentir dolor y miedo, de experimentar satisfacción, alegría y desesperación, son tratados como objetos. Sin duda merecen vivir en mejores condiciones, en su medio natural. El modelo de granja industrial no tiene en cuenta el bienestar de los animales, sino los beneficios que se obtienen con ellos. De hecho, son tratados como máquinas que transforman el pienso en carne, leche o huevos. Como si fueran una máquina expendedora de huevos.
(Las fotos que ilustran esta entrada no son de granjas del tercer mundo, sino de instalaciones modernas de Estados Unidos)
Las aves de corral
La mayor parte de nuestras aves de corral se crían en “granjas en batería”, construcciones en las que se apilan cientos de jaulas unas encima de otras. En las granjas en batería de gallinas ponedoras, un solo cobertizo puede contener hasta setenta mil aves enjauladas. Las gallinas están apretujadas de cuatro en cuatro, y hasta de seis en seis, en pequeñas jaulas de alambre, tan estrechas que no pueden desplegar sus alas.
Ante la falta absoluta de estímulos, muchas gallinas enjauladas matan el aburrimiento picoteando a sus vecinas –o a sí mismas arrancándose las plumas y produciéndose importantes lesiones. Parte de las muertes ocurridas en las granjas industriales se deben al canibalismo. Para evitarlo –y también por razones alimenticias- se les corta el pico con una cuchilla al rojo vivo, para prevenir hemorragias. Esta mutilación se realiza de forma rutinaria cuando tienen pocos días de vida. Como sus uñas se enganchan con frecuencia en la malla metálica del suelo de sus jaulas, a veces se les cortan las puntas de los dedos para que las uñas no vuelvan a crecer.
La vida de estos animales se resume en poner huevos hasta que son sacrificados. Las gallinas han pasado de poner 150 huevos al año –hace 50 años- a poner 300, pero cuando dejan de ser productivas –entre los 12 y los 14 meses- se les niega la comida y el agua durante varios días, invirtiendo así el ciclo de luz y oscuridad, lo que provoca una muda forzada en las pobres aves, que pierden todas sus plumas y empiezan a producir huevos de nuevo, aunque sólo durante unas pocas semanas. Después, ya maltrechas y consumidas, se usan para hacer caldo de gallina. En esas fábricas de huevos, como los pollitos machos recién nacidos se consideran un subproducto inútil, se suelen echar en bolsas de plástico, donde se asfixian a medida que se amontonan cada vez más cuerpecillos sobre ellos. Luego se tiran al cubo de la basura. Algunos pollos se trituran para hacer piensos animales… a veces estando todavía vivos.
Los pollos o capones –las aves que compramos para asar o guisar, cuyos muslos, alas y filetes de pechuga adquirimos en pulcros envases- están amontonados en pequeños recintos donde se empujan, caminan unos sobre otros y pisotean a los que mueren. La corta vida de los pavos, atiborrados de hormonas del crecimiento hasta que no pueden tenerse en pie ni reproducirse normalmente, es grotesca.
Los patos y gansos se crían en las mismas condiciones industriales e intensivas que los pollos. El método de alimentarlos por la fuerza para que sus hígados se dilaten hasta alcanzar el tamaño que hace rentable la producción de foie gras, es una auténtica tortura. Los operarios introducen un tubo metálico por la garganta del pato o ganso, y una máquina bombea una gran cantidad de grano, sobre todo maíz, directamente en el esófago del pobre animal. En cuestión de semanas, las aves han engordado de manera desmesurada, y sus hígados se hinchan hasta diez veces su tamaño normal. Los patos y gansos criados para producir foie gras apenas pueden respirar, y mucho menos tenerse en pie o caminar. Muchos de ellos sufren laceraciones en la garganta, compactación de comida en el esófago e infecciones de bacterias y hongos en sus conductos digestivos superiores.
Los cerdos
En ciertos aspectos, la suerte de los cerdos criados intensivamente –ganado porcino en términos agropecuarios- es la peor de todas, ya que son muy inteligentes, al menos tanto como los perros y a veces incluso más. Por ejemplo, un cerdo llamado Hamlet es capaz de mover un cursor (diseñado para que lo utilizara un chimpancé) por diferentes cuadros de color en un ordenador, usando el hocico, mientras que un terrier no aprendió a realizar una tarea similar en todo un año. De pequeños, los cerdos criados en granjas industriales viven hacinados en pocilgas que suelen tener suelos de cemento o terrazo. Al estar tan apretados, privados de cualquier posibilidad para dar rienda suelta a su energía, a veces se arrancan unos a otros la cola a mordiscos; por eso se les suele cortar la cola al nacer.
Con el fin de que ganen peso lo más deprisa posible, se les administran hormonas del crecimiento. Cuando son conducidos al matadero, a veces se les rompen las patas, débiles por falta de ejercicio e incapaces de soportar sus cuerpos artificialmente pesados. Entonces son arrastrados, mientras chillan de dolor; y no tardan en chillar de terror. Expertos en mataderos comentan que es evidente que los cerdos saben lo que les va a suceder y luchan ferozmente para evitar esa última caminata.
Las cerdas de cría están confinadas en establos individuales tan reducidos que no pueden darse la vuelta. Llevan un cinturón o collar que les deja anclados al terreno y no les permite hacer ningún movimiento, salvo los estrictamente necesarios para comer, defecar y dormir. Privadas de cualquier oportunidad de expresar su conducta natural, muerden aquello que está a su alcance. Después se rinden, pierden el interés por todo y se comportan como si estuvieran de penitencia, con la cabeza gacha y los ojos vidriosos. Acaban sus días literalmente locos, con las patas pequeñas y dañadas.
Casi el 100% de las cerdas madres son inseminadas artificialmente, privándoles con ello del placer sexual y reprimiendo su instintivo y natural apareamiento. Cuando está a punto de parir la cerda debe sufrir la tortura del paridero, una jaula metálica en la que tiene que permanecer tumbada, incapaz de ponerse de pie o darse la vuelta, inmovilizada de costado para que no haya peligro de que aplaste un precioso lechoncillo. Para una cerda libre, su cochinillo es algo precioso, porque es su hijo y jamás lo aplastará. Sólo en un recinto pequeñísimo, donde no tiene posibilidades de criar a su prole como hacen las cerdas, puede aplastar uno por accidente. Pero para el criador industrial, el lechoncillo es “precioso” únicamente por el beneficio que puede obtener de él.
Se les retiran los lechones en el momento más inoportuno para su desarrollo como madres, cuando no han pasado ni seis días desde que parieron. Apenas una semana después del parto, las cerdas madres serán de nuevo inseminadas para repetir el proceso anterior.
Lo triste es que, en estado natural, los cerdos –animales, como hemos dicho, muy inteligentes- viven en grupos familiares y pastan libremente por las dehesas. Y, por cierto, no son en absoluto sucios. En contraste con el ganado vacuno, las cabras y las ovejas, el cerdo tiene un sistema ineficaz para regular su temperatura corporal. Pese a la expresión “sudar como un cerdo”, se ha demostrado que los cerdos no sudan. El ser humano, que es el mamífero que más suda, se refrigera a sí mismo evaporando 1.000 gramos de líquido por hora y metro cuadrado de superficie corporal. En el mejor de los casos, la cantidad que el cerdo puede liberar es 30 gramos por metro cuadrado. Incluso las ovejas evaporan a través de su piel el doble de líquido corporal que un cerdo. El cerdo debe humedecer su piel en el exterior para compensar la falta de pelo protector y su incapacidad para sudar. Prefiere revolcarse en lodo limpio y fresco, pero cubrirá su piel con su propia orina y heces si no dispone de otro medio. Por debajo de determinada temperatura, los cerdos que permanecen en pocilgas depositan sus excrementos lejos de sus zonas de dormir y comer, mientras que por encima de la misma, comienzan a excretar indiscriminadamente en toda la pocilga. Cuanto más elevada es la temperatura, más “sucio” se vuelve el cerdo. Así, hay cierta verdad en la teoría que sostiene que la impureza religiosa del cerdo se funda en la suciedad física real. Sólo que el cerdo no es sucio por naturaleza en todas partes, especialmente si dispone de espacio suficiente.
Carne vacuna
Igual de triste es la vida de una vaca criada para el consumo de carne en una granja industrial. Cuando el ternerillo tiene apenas unos días y necesita por encima de todo la compañía de su madre, se le introduce en un pequeño cajón de madera, atado de forma que no puede tumbarse cómodamente ni apenas moverse. En algunas explotaciones, incluso se les sujeta la cabeza a una barra rígida, que le obliga a mantenerla baja, con la boca pegada a un abrevadero que nunca contiene agua, sino un líquido en el que se han eliminado por completo el hierro y las sales minerales para obtener la llamada carne de ternera blanca. Se les da sólo leche desnatada reconstituida, nada de alimento sólido, paja o fibra, elementos que les son imprescindibles. Esta carencia les hace desesperarse hasta el punto de intentar comerse incluso su propia piel o beberse su propia orina.
También es frecuente mantenerlas a oscuras, porque el sol activa la producción de sustancias que oscurecen la carne y, de este modo, no se puede vender como carne blanca. El animal pasará toda su vida –que no durará más de seis meses en todo caso- bajo la tensión psicológica de la falta de relación con la madre o con sus semejantes, y con el sufrimiento de no poder ver jamás un puñado de hierba ni un rayo de sol. Y todo para conseguir la cara y demandada ternera blanca –en realidad, completamente anémica, sin hierro ni sales minerales y, por tanto, de poco valor nutritivo.
Y tras esta triste vida, llega la matanza. Por lo general, se las hace subir a camiones o a vagones ferroviarios para ganado. El viaje hasta el matadero puede durar días; y aunque muchos países tienen legislaciones que imponen que se las alimente y se les dé agua a intervalos fijos, esto no se suele cumplir. Una vaca que se caiga tiene muchas posibilidades de ser pisoteada hasta morir; si no, se la pincha y golpea para que se levante y, si no se puede andar, se la arrastra a pesar del dolor de una pata rota. Después empieza la matanza.
Claro que existe legislación que prohíbe la crueldad. Prescribe que a todas las vacas se las deje inconscientes antes de ser despellejadas y despedazadas, pero en el negocio agropecuario de hoy día cada segundo representa pérdidas o ganancias. Por lo general, a los inspectores no se les permite entrar en zonas donde podrían ver que se cometen infracciones. Su trabajo consiste principalmente en inspeccionar los animales muertos que van saliendo, en busca de contaminación fecal ilegal. Y así, las normas humanitarias casi nunca se cumplen.
Hay personas que comen venado creyendo que es ético ingerir carne de un animal que ha vivido en la naturaleza y ha sufrido una muerte limpia y honrosa a manos de un cazador. En efecto, así es; pero resulta que sabemos que se están criando ciervos y otros animales salvajes, hacinados en pequeños recintos, sometidos al mismo tipo de condiciones que los animales de una granja industrial. La gente come pescado, creyendo que consumen peces que vivieron libres en los mares o ríos, animales de sangre fría que no sienten dolor. Pero también hay piscifactorías. Y, desde luego, sienten dolor.
Me parece muy interesante tu articulo, yo particularmente estoy muy en contra de esas vejaciones y esa falta de respeto hacia los animales. Hace mas de 6 meses que no pruebo un huevo, y hace días que me estoy planteando ser vegetariana. Creo que con tu articulo ya lo tengo del todo claro.
ResponderEliminarTu bloc es muy interesante!☆
Hola
ResponderEliminarNo he podido acabar de leer el artículo...
...en realidad apenas si lo he comenzado a leer y me han subido las pulsaciones pues refleja toda la indignación que siento por la indecencia de esta industria.
Que menos que mostrar respeto por aquellos seres vivos que nos alimentan... y nos alimentan total ¿para qué?... conozco animales mas inteligentes, sensibles, fieles y cariñosos que algunos humanos a los que alimentan.
Si de mi dependiera deberían mostrarse en TV imágenes de estas barbaridades todos los días a las horas de las comidas indefinidamente...
De paso... sobrealimentarse, comer mas de lo que necesitamos significa fomentar mas estas aberraciones.
Ojalá que lo de "el juicio final" sea verdad y los indefensos se pueden resarcir de las vejaciones.
Mientras tanto gracias por incomodar con la denuncia,
Voy a remitir por e-mail el artículo a todos mis contactos.
Hoy no voy a cenar !
Gracias por publicar este tipo de cosas que muchos no saben y otros no quieren saber. Si, desgraciadamente esto pasa absolutamente en todos lados, es muy importante estar al tanto y elegir a conciencia lo que se come, ya que cada una de nuestras elecciones importa mucho para muchisimos animales, el medio ambiente e incluso la salud del ser humano.
ResponderEliminarFomentemos el consumo de productos ecológicos y por supuesto, el intentar y mentalizarse de no comer, o comer menos productos de origen animal. Nosotros podemos elegir.