sábado, 17 de abril de 2010

¿Sabemos lo que comemos? - La cría industrial de animales (y 2)



Productos lácteos

Aunque nadie lo sabe con seguridad, la domesticación de las vacas comenzó en el sudeste de Europa hace unos ocho mil quinientos años. Desde entonces, los productos lácteos –leche, mantequilla, queso y yogur- han formado parte esencial de la dieta de millones de personas en todo el mundo.

Hasta que se empezó a administrar hormonas a las vacas lecheras para aumentar artificialmente su producción, incluso las razas más productivas tenían ubres de un tamaño razonable y el peso de su leche no les causaba dolor cuando se las ordeñaba. Además, en aquellos tiempos los terneros permanecían con sus madres varias semanas. Poco a poco, se los iba destetando y se aumentaba la cantidad de leche ordeñada, de modo que la vaca experimentaba una transición suave entre amamantar a su ternero y dar su leche a los seres humanos. Aunque estuvieran destinados a ser carne de ternera, los terneros destetados disponían de espacio para retozar y juguetear hasta que terminaban sus cortas vidas.

¡Qué diferente es la vida de una vaca lechera y su ternero en las modernas granjas industriales intensivas de Europa, Norteamérica y otros países “avanzados”! En muchas de estas “granjas”, las vacas, separadas de sus madres a los pocos días de nacer, nunca sienten la hierba bajo sus pies. Se pasan toda su vida amarradas en largas filas en establos estrechos. Pisan cemento y son ordeñadas por máquinas de succión. Muchas veces se les dan hormonas bovinas del crecimiento para que la producción de leche aumente espectacularmente –algunas vacas producen hasta cuarenta y cinco litros al día- y, aunque estas superproductoras tengan la suerte de pasar algún tiempo en un prado, sus ubres son tan descomunales, hinchadas e incómodas que estorban sus movimientos cuando acuden desesperadas a que las ordeñen. A veces, las ubres y los pezones se infectan, pero en esas granjas industriales no hay tiempo para atender dolencias menores, aunque muy dolorosas. Se supone que una dosis profiláctica de antibióticos en el pienso de los animales las curará.

A las vacas de las granjas industriales se las suele obligar a parir un ternero al año. Como los seres humanos, las vacas tienen un período de gestación de nueve meses, de manera que ese plan de partos anuales es sumamente duro para las madres. Además, se las fecunda artificialmente cuando todavía están produciendo leche por su parto anterior, de modo que sus cuerpos continúan produciéndola durante siete de los nueve meses de gestación. La hormona bovina del crecimiento, que provoca esta abundante producción de leche, causa también defectos congénitos en los terneros.

Pero incluso cuando todo va bien en el parto, tanto la madre como la cría sufren al ser brutalmente separadas, llamándose angustiadamente. Puede continuar durante varios días si están tan cerca para poder oírse. El ternero necesita la leche y los cuidados de su madre; ella se desespera porque no puede alimentar a su pequeña. A las terneras se las cría para sustituir a las vacas agotadas en la manada lechera. Muchos de los terneros permanecen en patios atestados para aprovechar su carne o, si tienen suerte, se los mata a los pocos días para venderlos como carne de baja calidad destinada a elaborar productos baratos como las comidas congeladas. Y, por supuesto, algunos se usan para carne de ternera.


Experimentos genéticos

Coherentes con su concepto del animal como producto de una cadena de montaje, los científicos están actualmente experimentando con el ADN de los animales; intentan crear individuos que crezcan más deprisa y proporcionen un beneficio rápido. Una de las recientes creaciones alteradas genéticamente es un toro gigante conocido como Belgian Blue. Estas enormes criaturas tienen un 20% más de músculo (lo que significa mucha más carne para vender) y pesan tres cuartos de tonelada. Los huesos de esos pobres toros no tienen densidad suficiente para sostener su propia carne, apenas pueden ponerse en pie o caminar, y no pueden aparearse, por lo que a las vacas se las insemina artificialmente y los partos son por cesárea.

Los científicos han creado también cerdos manipulados genéticamente de crecimiento rápido, cuyas frágiles patas son tan pequeñas en comparación con sus hinchados cuerpos, que sufren dolores en las articulaciones y tienen dificultades para moverse. Los pollos cuyos genes han sido alterados para que crezcan más deprisa son propensos a enfermedades cardíacas y tienen los huesos tan débiles que se rompen al menor esfuerzo. Los pavos que han sufrido manipulación genética son tan carnosos que no pueden aparearse y tienen que ser inseminados artificialmente. Lo escandaloso es que a ninguno de estos animales indefensos y deformes se le identifica como transgénico cuando se vende en los supermercados o restaurantes.

Hay que dejar claro que lo que pone en peligro el bienestar de los animales de granja y la salud de los seres humanos que se los comen es el interés económico. Mientras tanto, el futuro de la pequeña explotación familiar pende de un hilo y cada vez son más los ganaderos tradicionales que abandonan, incapaces de competir con las despiadadas, mecánicas e inhumanas prácticas de las grandes multinacionales. Estos gigantes pretenden dominar la cría de ganado a escala global. Así, los antiguos métodos tradicionales se están extinguiendo en todo el mundo, y el antiguo contrato entre las personas y los animales que las sirven se viene abajo.

En vista de todo esto, debemos recordar que los animales que sufren en las granjas industriales son tan capaces de cualquier otro sentimiento como nuestro perro favorito o el canario que tanto apreciamos. Donald Mottram era un granjero británico que mantenía una buena relación con una de sus vacas lecheras, Daisy. Siempre acudía a la llamada de su dueño guiando al resto del rebaño. Un día, Mottram fue brutalmente atacado por un toro recién llegado. Cayó al suelo, donde el toro le corneó y le pisoteó la espalda y los hombros. Mottram perdió el conocimiento a causa del dolor y el shock, y cuando recuperó la conciencia vio que Daisy, que debió de oír sus gritos, había llegado con el resto del rebaño. Habían formado un círculo alrededor de él y habían logrado mantener a raya al furioso toro, que intentaba una y otra vez acercarse al hombre herido. El rebaño mantuvo su círculo protector alrededor del granjero mientras él se arrastraba hacia la casa. Más adelante, le preguntaron por qué creía que las vacas le habían protegido: “Bueno –dijo-. Las he tratado razonablemente, y a cambio ellas han cuidado de mí. La gente dice que soy demasiado blando, pero creo que recoges lo que siembras”.


Toxinas, hormonas y anabolizantes

La moderna “granja” industrial no respeta la sabiduría del auténtico granjero, el que hace honor a su papel de administrador de la tierra, el que cuida de sus animales. Cada granja industrial cría sólo una clase de animal y los tiene confinados en espacios reducidos, obligándolos a crecer y engordar del modo más rápido y barato posible, con el fin de lograr el mayor beneficio que puedan en el menor tiempo posible. De hecho, estas factorías animales realizan lo que la industria llama “operaciones de ceba de animales”.

En esas “operaciones”, los animales no son alimentados con su dieta natural, sino con grano rico en calorías que suele ir mezclado con grandes cantidades de maíz y tal vez un poco de proteína de soja. Además, ya es habitual añadir al pienso del ganado restos molidos de animales muertos para aumentar el componente proteínico. Aparte de las enfermedades que puede generar esta práctica, es una aberración alimentar a las vacas, que son herbívoros, con productos animales, por no hablar de obligarlas a canibalizar a su propia especie.

Tanto el maíz como la soja son los cultivos más comunes en las granjas industriales, lo que significa que suelen cultivarse con grandes dosis de fertilizantes químicos, pesticidas y herbicidas. Son también los cultivos transgénicos más comunes en Norteamérica. La insistencia en el crecimiento rápido obliga, pues, a muchos animales a seguir una dieta antinatural (los únicos granos que una vaca encuentra en un prado son algunas semillas de gramíneas) que suele estar mezclada con productos químicos, antibióticos y hormonas. Así pues, cada vez que comemos carne o productos cárnicos de esas granjas industriales apoyamos a la agricultura con productos químicos que está envenenando la tierra, el aire y el agua, poniendo en peligro nuestra salud. Incluso quienes no sientan simpatía por los animales prisioneros pueden preocuparse al saber que, además de las hormonas y antibióticos que hay en la carne de estos, los productos animales que consumimos contienen también todos los pesticidas, herbicidas y fertilizantes utilizados para cultivar la comida de los animales. De hecho, los residuos de pesticidas están aún más concentrados en los productos animales que en los vegetales.

Casi todo el mundo ha oído hablar de la Escherichia coli O157:H7, la mortífera bacteria que se difunde con los excrementos del ganado vacuno. Según un informe, por lo menos doscientas personas se contaminan todos los días con Escherichia coli en Estados Unidos, pero los responsables de Sanidad creen que este número se queda corto. La mayoría de los casos se puede achacar a fallos de higiene en la matanza del ganado y su procesamiento, cuando se permite que la materia fecal entre en contacto con la carne.

Aunque se supone que el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) debe controlar la seguridad del procesamiento de carne, casi nunca penaliza a las empresas por cometer infracciones negligentes. Cuando en 2003 sus inspectores encontraron con frecuencia piezas de carne vacuna contaminada con heces al inspeccionar la planta de empaquetado Shapiro, en Augusta, Georgia, y descubrieron un cargamento de carne destinado a los colegios públicos que estaba contaminado con Escherichia coli, el USDA se limitó a cursar una advertencia, y permitió que Shapiro siguiera despachando carne, confiando en su promesa de mejorar la higiene en sus procedimientos.

La Administración de Drogas y Alimentos de Estados Unidos (FDA) calcula que cada año se producen cinco mil muertes y setenta y seis millones de casos de enfermedades provocadas por los alimentos (como no conocemos los efectos de los pesticidas, antibióticos y otros aditivos de la carne, el número podría ser más alto).

Al estar hacinados en recintos demasiado pequeños y muchas veces insalubres, cualquier brote de una enfermedad animal se transmite con mucha rapidez. Y aquí entran también los virus. La causa de la enfermedad de las vacas locas o encefalopatía espongiforme bovina (EEB), la demencia fatal que empezó a propagarse en el ganado británico en 1985, fue alimentar al ganado con productos animales, entre ellos carne picada de animales “caídos” (los que se caen, generalmente se rompen los huesos, y no se pueden usar para el consumo humano).

Cuando una persona come carne de vaca con EEB, puede desarrollar una modalidad humana de la demencia, llamada enfermedad de Creutzfeldt-Jacob. Actualmente la FDA prohíbe a las empresas cárnicas que alimenten a su ganado con carne o sangre de vacas muertas y residuos de pollo, pero es difícil de controlar. A pesar de los esfuerzos internacionales por contener la enfermedad de las vacas locas, se han seguido dando casos.

Las hormonas bovinas del crecimiento, que se usan para engordar con rapidez las vacas, causan también dolorosas infecciones en sus ubres. La multinacional Monsanto fabrica una hormona bovina del crecimiento muy utilizada, llamada Posilac, en cuyo prospecto se advierte de que puede provocar numerosos efectos secundarios, entre ellos hinzachón e infección en las ubres. Esas infecciones transmiten pus –una mezcla de bacterias muertas y glóbulos blancos- a la leche, dándole un sabor desagradable y un color extraño. A veces, las centrales lecheras mezclan la leche de ubres infectadas con leche normal, para diluir la infectada, con su color y su sabor tan desagradables.

El constante bombeo de hormonas del crecimiento en los animales de granja está relacionado asimismo con la acumulación de estrógenos en los seres humanos. Algunos científicos creen que esto explica muchas curiosidades biológicas recientes, como que de pronto las niñas se desarrollen antes y que la cantidad de espermatozoides en los hombres esté disminuyendo. Además, esas hormonas pasan a las vías fluviales con los desperdicios animales y se han relacionado con el desarrollo de caracteres sexuales anormales en los peces, del mismo modo que el herbicida Atrazine se asocia con la aparición de extravagantes deformidades sexuales en las ranas.

Un estudio realizado en Canadá demostró que las vacas tratadas con HBCr (hormona bovina del crecimiento alterada genéticamente) tenían un 20% más de probabilidades de ser sacadas del rebaño por razones sanitarias, probablemente por haber sido tratadas desde su nacimiento con dosis extras de antibióticos (además de los que se añaden a su comida).

Seguramente la mayoría de los consumidores estadounidenses ignora que la HBCr está prohibida en la Unión Europea, Australia, Nueva Zelanda y Canadá, y que hace poco la Comisión del Código Alimentario (la agencia de seguridad alimentaria de las Naciones Unidas, que representa a 101 países) denegó la autorización para usarla. Resulta extraño que en Estados Unidos se permita el uso de HBCr en la producción de leche, cuando tantos otros países industrializados no lo autorizan. Monsanto perdería miles de millones si se prohibiera esa hormona, y está demandando a las empresas lácticas orgánicas por etiquetar sus productos como “sin HBCr”, lo que según Monsanto, respaldado por la FDA, es “erróneo”.

Otro aspecto muy preocupante es la introducción habitual de antibióticos en el pienso de los animales. A los de granja se les administran antibióticos de manera rutinaria por dos razones. La primera para proteger a los animales, frecuentemente anémicos, de enfermedades debidas a una dieta poco sana y a vivir en condiciones de hacinamiento y tensión. Y la segunda, porque parece que una pequeña dosis de antibióticos contribuye a que crezcan más deprisa. Cada año se administran toneladas de antibióticos al ganado, casi ocho veces la cantidad que se da a los seres humanos para tratar enfermedades. Como consecuencia de esta dosificación constante, muchas bacterias han desarrollado resistencia a los antibióticos de los que tanto depende la medicina moderna. Los que se administran a los animales como profilácticos han entrado ya en la cadena alimenticia humana, con lo que la resistencia bacteriana en las personas está aumentando con mucha rapidez y cada vez a más antibióticos, como la tetraciclina, la eritromicina y la ciprofloxacina (que se utilizaba como antídoto contra el carbunclo o ántrax), que antes curaban todas las enfermedades provocadas por bacterias.

Los trabajadores de las granjas avícolas sienten ya los efectos de la resistencia a los antibióticos. La manipulación de pollos está considerada uno de los trabajos más peligrosos en Estados Unidos, debido a las emanaciones tóxicas de los residuos y a las heridas que reciben los trabajadores por parte de las aterrorizadas aves. Pero ahora la resistencia a los antibióticos ha añadido un nuevo riesgo para los trabajadores, generalmente mal pagado y con frecuencia inmigrantes, personas que muchas veces no conocen sus derechos. Donald Ross trabajaban en una granja industrial de pollos en Virginia: los pesaba, los sacrificaba a mano con un cuchillo y los colgaba de ganchos. Un día de primavera de 2004, Ross se cortó accidentalmente en el dedo corazón de la mano izquierda. La herida debería habérsele curado con rapidez, pero se hinchó hasta alcanzar el tamaño de una pelota de golf. Los médicos que trataban a Ross pensaron que su infección la habría causado una bacteria resistente a los antibióticos procedente de los pollos de la granja industrial. Meses de tratamiento con antibióticos no pudieron curar la infección y al final los médicos tuvieron que extirparle de la mano la llaga infectada. Este caso puso en marcha un estudio sanitario público sobre la resistencia a los antibióticos de los manipuladores de pollos de la zona.

Así pues, actualmente hay supermicrobios virulentos que sólo se pueden tratar con los antibióticos más recientes y potentes. Pronto habrá numerosos medicamentos que no servirán para nada, ni para los animales de granja ni para los seres humanos. Los científicos se esfuerzan para tomar la delantera a estas cepas bacterianas resistentes. Si las bacterias desarrollaran resistencia incluso a los antibióticos más novedosos, viviríamos una auténtica pesadilla. Aunque la Unión Europea ha prohibido la administración constante de antibióticos al ganado, el gobierno estadounidense sigue apoyando esta política de altos beneficios que favorece a las empresas cárnicas y farmacéuticas norteamericanas. No hablemos ya de la situación en otros países menos desarrollados.

El exceso y la concentración de excrementos animales dañan nuestro medio ambiente de muchas maneras. Contribuyen a aumentar los gases de efecto invernadero que causan el calentamiento de la Tierra, agudizan el problema de la lluvia ácida, contaminan nuestros ríos y océanos y crean una espantosa “contaminación olfativa”.

Como hemos dicho, en las granjas pequeñas, donde vacas, cerdos y gallinas vagan y pacen por los campos, sus excrementos constituyen un fertilizante natural para el ecosistema del lugar. Pero una operación de cría animal de manera industrial, con cientos e incluso miles de animales apretujados en un pequeño espacio, crea inevitablemente mucho más estiércol del que puede absorber la tierra de manera natural. Se calcula que la cantidad de excrementos producidos por los animales de granja en Estados Unidos es más de 130 veces mayor que la de los humanos. Pero a diferencia de los de las personas, los de una granja industrial no pasan por una planta de tratamiento de aguas residuales.

Los excrementos de los animales tienen una fuerte concentración de amoníaco. Imagínese lo intenso que es cuando se crían muchos animales en condiciones de confinamiento. De hecho, a menos que haya una buena ventilación, el volátil amoníaco que se acumula en un criadero de pollos puede dañar los ojos humanos… y los de los pollos. Las granjas industriales situadas cerca de Chesapeake Bay, EEUU, vierten cada año millones de toneladas de residuos empapados en amoníaco a las vías fluviales. El amoníaco contiene nitrógeno y sirve de nutriente para las algas, que en ciertas épocas del año proliferan hasta el punto de crear “zonas muertas” en las que no pueden sobrevivir ni peces ni plantas. La última vez que se midió, la de Chesapeake ocupaba el 40% de sus aguas de fondo: la mayor zona muerta del país. Por supuesto, esta situación no es exclusiva de Chesapeake: allí donde se practica la cría intensiva de animales, hay zonas muertas y peces envenenados. El golfo de México tiene una enorme zona muerta, causada en parte por los vertidos de excrementos animales de las operaciones de cría, que supera el tamaño de Israel.

Mientras no adoptemos pautas más sensatas de consumo y alimentación y sigamos devorando 340 millones de huevos al día solo en Europa, exigiendo que los supermercados estén continuamente repletos de comida barata, es difícil hallar una alternativa realista a la cría intensiva. Hay soluciones parciales y conductas individuales que pueden echar una mano, pero de ello hablaremos en otra ocasión….

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