miércoles, 17 de junio de 2009

Los Juicios de Dios


El sacerdote y el reo entraron juntos en la iglesia y se acercaron al altar, donde había un caldero con agua hirviendo y una piedra en su interior. Aquel hombre estaba acusado de robar y asaltar a un vecino, pero negaba firmemente ambas acusacions y nadie había podido reunir pruebas que demostrasen concluyentemente su inocencia o su culpabilidad. Para zanjar definitivamente la cuestión, el reo sería sometido a una ordalía denominada “calda”.

Silenciosamente, los testigos entraron en la iglesia. Los que estaban de parte del acusado se colocaron a la izquierda del caldero y los que estaban en contra a la derecha. Durante los tres últimos días el prisionero había asistido a misa y no había comido más que pan, agua, sal y hierbas. Su destino estaba en manos de Dios. La gente creía que Dios intervendría para impedir que se cometiera una injusticia.


El sacerdote roció a los testigos con agua bendita y les hizo besar un crucifijo. Los testigos permanecieron en silencio y rogaron a Dios para que se hiciera justicia. A continuación, el acusado sumergió el brazo hasta el codo en el agua hirviendo y sacó la piedra. Por un delito menor sólo habría tenido que sumergir la mano hasta la muñeca.

El cabo de tres días le quitarían el vendaje. Si estaba manchado o tenía pus –signo de impureza-, era que Dios lo consideraba culpable. Entonces, un tribunal especial le impondría el castigo. Pero si las quemaduras se estaban curando deprisa, el reo sería declarado inocente. Otros tipos de ordalía consistían en caminar sobre rejas de arado candentes o sujetar con las manos una barra de hierro al rojo vivo.



La ordalía o Juicio de Dios era una institución jurídica mediante la cual se determinaba, atendiendo a supuestos mandatos divinos, la culpabilidad o inocencia de un acusado sometiéndole a un proceso doloroso. Su curación o muerte indicarían si era culpable o no. Su práctica era muy anterior a la Edad Media, existiendo testimonios de procesos semejantes en el Código de Hammurabi, en sociedades animistas de tipo tribal, en la cultura hebrea o incluso en Grecia.


Los juicios de Dios también se daban entre los vikingos. Este tipo de ordalía por lo general comenzaba un miércoles, el día de Odín, dios de la sabiduría. El individuo recibía un puñado de piedras o hierros ardientes que tenía que sostener durante uno o dos momentos terribles, luego se lo enviaba a casa con un vendaje hasta el sábado, cuando los jueces se reunían para inspeccionarlo y alcanzar un consenso. Su decisión no se basaba en si tenía la mano quemada –algo que era invariable-, sino en la severidad y la limpieza de la quemadura.
Los juicios de Dios eran pruebas mayoritariamente relacionadas con el fuego, tales como la mencionada del agua hirviendo. Otras veces, un sacerdote sostenía la Biblia mientras un monaguillo ofrecía un hierro al rojo vivo al acusado, quien debía sujetar el hierro con las manos durante unos instantes agónicos, siendo sostenido por una persona para que no desfalleciera. Si las quemaduras cicatrizaban satisfactoriamente, era considerado inocente. Según la leyenda, la santa emperatriz romana Cunegunda optó por el juicio del fuego cuando fue acusada de adulterio. En presencia de su marido, Enrique II, caminó descalza por encima de una reja candente ayudada por dos obispos. Superó la prueba.

Otras ordalías se llevaban a cabo utilizando el agua. Unos clérigos desnudaban al reo, lo ataban y lo arrojaban, sujeto con una cadena, en medio de un lago. Si Dios permitía que el agua lo recibiera, sería considerado inocente, pero si, a causa tal vez del frenético forcejeo, parecía flotar en la superficie, se interpretaba como una prueba inequívoca de culpabilidad.

Diversas disposiciones papales entre los siglo IX y XIII restringieron estas prácticas, que subsistieron durante más tiempo en Europa oriental y Escandinavia. En Castilla fueron condenadas a la excomunión por el Concilio de Valladolid en 1532. Pero una prueba alternativa, la lid, siguió vigente como medio de resolver pleitos, desde discrepancias por la posesión de un terreno hasta acusaciones de asesinato.

En otras ocasiones, las partes implicadas en la querella designaban paladines para que combatiesen en su lugar. Los paladines profesionales, vestidos con medias rojas para disimular las manchas de sangre, luchaban con hachas y espadas hasta que uno de ellos se rendía, poniendo fin al litigio. Con frecuencia, sin embargo, los litigantes preferían combatir en persona. Los caballeros luchaban a caballo, con lanzas o espadas; los plebeyos combatían a pie utilizando tablas con puntas de hierro. Puede destacarse el duelo legal que, por la posesión de unas tierras, tuvo lugar en Inglaterra en el siglo XIII entre Walter Blowberme y Hamun le Stare, el paladín más famoso de la nación. Inesperadamente, Blowberne resultó vencedor y Le Stare, avergonzado por su derrota, fue además condenado a la horca.

Después de la Edad Media, los juicios mediante combate cayeron en el olvido hasta 1817, cuando un inglés llamado Thornton retó a duelo a su acusador, el hermano de la joven muerta, y los tribunales confirmaron su derecho a proceder de esa manera. Pero el hermano de Mary Ashford rehusó el desafío, y Thornton quedó impune. Al año siguiente, el Parlamento inglés abolió los desafíos, alegando que se trataba de un “tipo de juicio poco idóneo”.

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