martes, 28 de abril de 2015
MARIA ANTONIETA – Entre la leyenda negra y el glamur
María Antonieta (1755-1793), la reina guillotinada como su marido Luis XVI en plena Revolución, ha sido objeto de una leyenda negra que la ha retratado como una seductora impenitente, malversadora de caudales públicos y traidora a Francia. Pero las nuevas miradas sobre ella desdibujan tal imagen y la envuelven de glamur. ¿Cuál fue la verdadera personalidad de esta soberana?
Pocos destinos más extraordinarios y de más trágicos contrastes que el de María Antonieta. Criada en la corte imperial de Viena, en 1770, a los 14 años llegaba a Francia para casarse con el príncipe heredero, apenas un año mayor que ella. Poco después, a la muerte de Luis XV en 1774, los dos –todavía adolescentes- subían al trono en medio del entusiasmo popular. La Corte de Versalles se hallaba en su máximo esplendor y la joven reina parecía destinada a seducir a todos con su belleza y su encanto. Pero la Revolución Francesa de 1789 disipó en un instante el mundo de ensueño en el que vivía la Corte. Convertida en símbolo de la corrupción del Antiguo Régimen, María Antonieta fue el principal blanco de una furiosa campaña de descrédito en la que se agitó su misma vida privada. Tras la ejecución de Luis XVI a principios de 1793, ella misma fue condenada por un tribunal revolucionario y guillotinada. Tenía 38 años y dejaba dos hijos.
A menudo se ha interpretado esta historia en términos de responsabilidad personal. ¿Tuvo alguna culpa María Antonieta de la situación que finalmente acabó con su vida? ¿O bien fue una víctima inocente, objeto de acusaciones maliciosas y fantásticas, que culminaron en el montaje judicial que decretó su muerte? A la vista de cómo se desarrolló su juicio, sería difícil no estar de acuerdo con la segunda visión, teniendo en cuenta –claro está- que la reina no fue la única víctima de esta clase durante la Revolución. Pero lo que importa es comprender el contexto que hizo posible la campaña de denigración lanzada contra ella y su terquedad en mantenerse en un papel de soberana absolutista muy difícil de conciliar con la nueva política de 1789.
En la discusión sobre la culpabilidad o la inocencia de la reina, apologistas y detractores se han ocupado largamente de su vida privada. No puede negarse que el comportamiento de María Antonieta como reina de Francia no fue del todo convencional y propició las habladurías que desembocaron en los panfletos satíricos. Se la ha descrito a veces como una “cabeza loca”. Un observador extranjero decía: “No tiene una mente sistemática, va de capricho en capricho”. Desde su llegada a Versalles, se entregó a las diversiones que por otra parte, eran habituales en la vida de palacio. Una de las que en esos años hacían furor era el juego, y María Antonieta pasaba hasta noches enteras jugando a las cartas y apostando grandes sumas, que luego el rey debía pagar.
Se aficionó igualmente a vestirse y maquillarse a la aparatosa manera de Versalles. Y se rodeó de un círculo de amigos con los que se permitía toda clase de frivolidades. Su dama de compañía en esos años, madame de Campan, evocó este ambiente en las “Memorias” que escribió años después: “Las canciones de moda de la Comédie, el chiste o la pulla más fresca, el bon mot del día, el último chisme o escándalo, esos eran los únicos temas de conversación en el círculo íntimo de la reina; toda discusión seria estaba excluida de su Corte”. Y además, estaba la presencia masculina, de los jóvenes y no tan jóvenes que se aplicaban a alegrar las soirées de la soberana de una forma que se parecía mucho a un cortejo.
En realidad, nada de todo esto era excepcional en Versalles, aún menos en una princesa de 15 años y que llegó a reina cuando aún no había cumplido los 20. Su ligereza es indudable y en parte estaba motivada por la educación descuidada que había recibido en Viena. Pero tampoco hay que olvidar sus cualidades naturales, por ejemplo su excelente gusto musical. Puede incluso verse en su aparente atolondramiento un signo del espíritu prerromántico que se extendía por toda Europa en esos años.
Hay algo rousseauniano en el carácter de María Antonieta, que por cierto visitó en una ocasión la tumba de Rousseau (fallecido en 1778) en Ermenonville. El gusto por la simplicidad de la vida en la naturaleza la llevó a acondicionar el Petit Trianon de Versalles con jardines a la inglesa y una especie de cabaña campestre (el Hameau) o a popularizar vestidos ligeros que rompían con la rígida moda versallesca. Rousseauniano, en cierto modo, fue también su sentido maternal, que solo pudo ver satisfecho ocho años después de su matrimonio. El nacimiento de cuatro hijos entre 1778 y 1786 (dos de ellos murieron a los pocos años) hizo que se serenara y cobrara más conciencia de sus deberes reales.
Queda el asunto de las supuestas infidelidades de la reina, aireadas por infinidad de panfletos antes y durante la Revolución. María Antonieta nunca llegó a congeniar con Luis XVI y en ocasiones no dudaba en burlarse de él como hizo en una carta a su madre María Teresa, que tuvo que regañarla por ello. ¿Hasta qué punto influyó María Antonieta en su marido? Para contestar a esta debatida cuestión, contamos con su correspondencia del periodo 1770-1793. En sus cartas, la reina aparece manipulada por su familia austríaca (con la que siempre mantuvo los vínculos) a la vez que reconoce que apenas influyó políticamente en Luis XVI y que daba a entender lo contrario, como táctica: “Si nadie me creyera, entonces aún tendría menos (influencia)”. Quizás allí radicó su problema: su argucia funcionó mucho mejor de lo que ella había previsto.
Pero, frívola en tantas cosas, María Antonieta nunca bromeó sobre su propia dignidad de reina y resulta difícil creer que se entregara a una vulgar liaison de Corte. Los testimonios muestran todo lo contrario. Cuando un joven de su círculo privado se le insinuó, su réplica fue fulminante: “Levantaos, el rey no será informado de una ofensa que os causaría eterna desgracia”. Algunos historiadores, sin embargo, están convencidos de que hizo una excepción con cierto noble sueco, joven y muy apuesto, que formó parte de su séquito durante muchos años y que la asistió incluso durante el periodo tormentoso de la Revolución. Según ellos, el conde Axel Fersen fue el “gran amor” de María Antonieta. Otros, en cambio, tienden a creer que, aunque surgiera un vínculo afectivo entre ambos, la posición de Fersen fue más bien la de un aliado político o un confidente.
Durante la década de 1780, pudo advertirse la asidua presencia dentro del séquito de María Anyonieta de un joven noble de origen sueco, Axel Fersen. En esos años no era el único que prodigaba atenciones a la reina, pero sí fue de los pocos que se mantuvieron a su lado en los momentos más difíciles de la Revolución Francesa. Entre los allegados a la soberana circuló algún rumor sobre su relación con el joven, pero nada firme pudo alegarse hasta la publicación en 1877 del diario y la correspondencia de Fersen (quien había muerto en 1810 víctima de una insurrección en su propio país). Gracias a esos textos, quedó demostrada la gran proximidad del conde sueco a la reina. Naturalmente, enseguida surgió la tesis de que Fersen no había sido solo el confidente de María Antonieta, sino también su amante.
Esta relación ha sido objeto de controversia hasta hoy. Así, ya en el siglo XIX los hermanos Jules y Edmonde de Goncourt consideraron que se trataba de una “espantosa calumnia”. El escritor Stefan Zweig, en cambio, en su clásica biografía publicada en 1932, estaba convencido de que Fersen había sido “el gran amor” de María Antonieta. Antonia Fraser, en la biografía del año 2001, asegura que sus relaciones fueron íntimas.
En cualquier caso, el gran público nada supo de Fersen hasta entrado el siglo XIX, cuando se publicó su correspondencia privada. En cambio, ya en vida de María Antonieta hubo una riada de panfletos que le atribuían toda clase de adulterios, presentándola como una nueva Mesalina y a Luis XVI como un marido cornudo. Pese a la violencia de muchos de estos textos, tampoco representaban una novedad en la historia francesa.
Como en el pasado, inicialmente los ataques contra María Antonieta se originaron en el mismo Versalles, como resultado del enfrentamiento entre facciones cortesanas. Su actitud de suficiencia –como buena Habsburgo-, sus intervenciones puntuales en asuntos políticos y sobre todo el hecho de que constituyera un círculo propio que a menudo se sustraía a la vida general de la Corte fueron las causas de que dentro de esta abundaran los enemigos de la reina. Entre ellos se encontraban algunos miembros de la misma familia real, como el conde de Provenza, heredero al trono mientras su hermano mayor, Luis XVI no tuviera descendencia masculina. Fue él quien patrocinó algunas de las primeras sátiras contra María Antonieta, escritas por plumíferos a sueldo en Londres y que circulaban bajo mano, sin gran difusión pero suficiente para alimentar los rumores. Uno de los primeros temas de estos textos fue el de la supuesta relación de María Antonieta con su otro cuñado, el conde de Artois, como se describe en “Les amours de Charlot et de Toinette”.
María Antonieta tuvo pronto conocimiento de estas sátiras, pero no se alarmó especialmente. Sabía que eran inevitables y seguramente podía imaginarse de dónde venían. Además, durante mucho tiempo no tuvo motivos para preocuparse por su popularidad. En la ceremonia de coronación en Reims en 1774, sus lágrimas de emoción suscitaron una corriente de simpatía entre la masa de asistentes, y sus visitas a París, en la entrada oficial o para las funciones de ópera y teatro, se hicieron en un ambiente de entusiasmo general. El punto más alto de su prestigio lo alcanzó en 1781, con el nacimiento del delfín (el príncipe heredero), cuando el júbilo del pueblo llegó hasta las puertas de Versalles. Estos signos de estima le resultaban suficientes, tanto más cuanto que, como buena soberana absolutista, para ella la opinión pública no contaba.
Sin embargo, a lo largo de todo el siglo XVIII la opinión pública había adquirido una importancia que nunca se hubiera imaginado un siglo antes. Los salones, la prensa, los intelectuales (los llamados philosophes) formaban un mundo del que era ya imposible prescindir. Encerrada en Versalles, la realeza francesa repetía las muestras de desdén por lo que se hiciera en el resto del país y particularmente en París, y fingía que no le importaba lo que dijeran las “ranas”, como calificaba a los parisinos. Pero a la vez sentía cada vez más el peso de esta opinión y para conocerla y controlarla el Gobierno multiplicaba los espías y las fuerzas de orden. El cisma entre la nación y la corte fue ahondándose cada vez más. Versalles se convirtió en símbolo de la arbitrariedad del Gobierno absolutista y de su incapacidad para resolver la crisis financiera y económica del estado, agravada desde la entrada de Francia en la Guerra de Independencia de Estados Unidos en 1776, que comportó el consiguiente aumento de los impuestos. Era también un centro de corrupción, política y moral, una sociedad de parásitos que dilapidaba las riquezas del país en fastos, vestidos, palacios o simples placeres privados.
El desprestigio de la monarquía venía de muy atrás, al menos de tiempos de Luis XV, pero alcanzó su punto máximo en la década de 1780. Y, dentro del mundo de Versalles, fue María Antonieta quien se convirtió en el primer blanco de la inquina de los críticos. En un tiempo de estrechez económica para todos, se censuraban sus gastos en ropa o diversiones, considerados causa directa de la crisis financiera del país. En los pasquines que los más atrevidos colocaban en las calles, se la apodaba madam Déficit.
En 1785, estalló el escándalo del collar. Una mujer casada con un supuesto conde de Lamotte entabló relación con un cardenal de la aristocrática familia de los Rohan. Le hizo creer que gozaba de la confianza de la reina y se ofreció como intermediaria en el intento del cardenal de reconciliarse con María Antonieta, ante la cual había caído en desgracia años atrás. El cardenal se dejó engañar por unas cartas supuestamente escritas por la reina, y hasta en una ocasión creyó entrevistarse con ésta en un jardín por la noche, cuando en realidad se trataba de una doble. El problema llegó cuando la condesa convenció a Rohan de que adelantara el dinero para un collar de diamantes del que la reina se había encaprichado. Los joyeros recibieron una garantía del cardenal y entregaron la joya, que viajó al instante a Londres junto con el marido de la embaucadora. Ante las reclamaciones, Rohan mostró la supuesta carta de la reina en que le pedía que pagara el collar. La falsificación quedó al descubierto, y Lamotte y Rohan fueron procesados, pero el segundo fue finalmente absuelto, en lo que se interpretó como una victoria popular contra la monarquía.
Aunque los tribunales dieron la razón a María Antonieta, la discusión pública del asunto y la absolución de uno de los implicados demostraron la pérdida de autoridad de la monarquía y la animadversión que suscitaba la soberana.
Hay otra leyenda popular que atenta contra la imagen de María Antonieta. En 1789 la Revolución Francesa está a las puertas. Cuando le comunican que el pueblo de París se levanta porque no tiene pan, la reina, indiferente al sufrimiento de los pobres e intentando hacer una gracia –o simplemente diciendo una estupidez- suelta su famosa sugerencia: “Que coman pasteles”.
El primer problema es que no dijo “pasteles”. La frase fue “Qu’ils mangent de la brioche”. El “brioche” del siglo XVIII era un simple pan enriquecido con huevos o mantequilla. Así que es posible que lo que intentara María Antonieta fuera ser amable queriendo decir algo como “Si quieren pan, dadles uno que sea bueno”.
Excepto que María Antonieta no lo dijo. La frase había sido una especie de cliché para atacar la decadencia aristocrática utilizado ya al menos en 1760. Jean-Jacques Rousseau afirmó que lo había oído en 1740 y referido a una reina anterior, María Teresa de Austria (esposa de Luis XIV); la frase original era “S'il ait aucun pain, donnez-leur la croûte au loin du pâté” ("Si no tienen pan, que les den el hojaldre en lugar del paté"). Pero también es posible que esta frase fuera inventada por los enemigos de la monarquía con fines meramente propagandísticos.
(Y, por cierto, hay otra historia que atribuye a María Antonieta el mérito de haber introducido los croissants en Francia desde su Viena nativa. Esto parece muy improbable por cuanto la primera referencia que se tiene en Francia de un croissant no aparece hasta 1853)
De este modo, al producirse la Revolución en 1789, María Antonieta apareció como encarnación de todos los vicios del Antiguo Régimen. Tres meses después de la toma de la Bastilla, una marcha popular asaltaba Versalles para forzar a los reyes a trasladarse a París y establecer allí su residencia. Los revolucionarios llegaron a penetrar en las habitaciones de la reina, de donde ésta había salido poco antes con sus hijos. Muchos creyeron que la intención de los insurrectos era atentar contra ella; el Times de Londres publicó la noticia bajo el titular: “Intento de matar a la reina”. Entre el pueblo y la soberana se había producido un divorcio insalvable y trágico.
En el nuevo clima de libertad de prensa, los panfletos se publicaban a millares y sin cortapisas de ningún tipo. Los panfletistas de la Revolución partieron de todo lo que se había dicho y escrito en años anteriores, y se lanzaron a una carrera delirante de acusaciones contra María Antonieta, sobre todo por sus supuestos excesos sexuales, presentándola como una ninfómana que se acostaba hasta con los guardias de Corps. Se llegó incluso a acusarla de incesto con su propio hijo, el delfín, y, lo que es más increíble, este sería uno de los argumentos contra ella en el proceso que terminaría con su ejecución. Fue entonces cuando María Antonieta replicó apelando emotivamente a la compasión de todas las madres de Francia.
Si el tema sexual carecía fe toda base en la realidad (lo prueba el hecho de que ningún panfleto aludiera a la relación con Fersen), hubo un segundo argumento contra la reina que podría justificar su culpabilidad: el de la conspiración con las monarquías extranjeras, y en particular con Austria, para frenar la Revolución y restablecer la autoridad del soberano. No cabe duda de que María Antonieta nunca comprendió los motivos de la Revolución ni estuvo dispuesta a adaptarse a la nueva situación. Si Luis XVI se prestó a algunos gestos de conciliación, su esposa fue mucho más remisa. Es cierto que mantuvo negociaciones con algunos revolucionarios influyentes, como Mirabeau y Barnave. Pero se trataba por su parte de maniobras tácticas con el único objeto de capear el temporal hasta que pudiera volverse al orden natural, tal como lo concebían ella y muchos de los miembros de su Corte. Desde muy poco después de su marcha forzada de Versalles para instalarse en el palacio de las Tullerías, Maria Antonieta consideró que la única solución era huir de París. Fue lo que intentó hacer la pareja real en junio de 1791, en la llamada huida de Varennes, que terminó con un humillante retorno a la capital, convertidos desde entonces prácticamente en prisioneros.
Para justificar a los reyes podría aducirse que no querían huir al extranjero sino a una ciudad francesa próxima a la frontera para negociar desde allí con el poder revolucionario. Y que María Antonieta, en su correspondencia secreta con los austriacos, nunca llegó a aprobar una invasión extranjera del país. Poco importa. El destino histórico la había condenado desde el inicio de la Revolución, y la dinámica de la propaganda y el descrédito sistemático era imparable. Para los revolucionarios, ella era la “austríaca”, término que en francés, autrichienne, sonaba más fuerte, por su semejanza con chienne, “perra”. Por tanto, era una enemiga, como los que en el verano de 1792 habían cruzado las fronteras de Francia para cumplir su amenaza de aplastar a los revolucionarios de París.
Proclamada la República, los reyes (Luis y María Capeto, como se los llamó) fueron trasladados a un torreón al norte de París, el Temple. En enero de 1793, después de un proceso por traición, Luis fue ajusticiado en la guillotina. No había precedentes, en ninguna revolución política de la historia de Europa, de la ejecución de una reina consorte que era además madre de dos niños. Pero los radicales del Comité de Salvación Pública no tuvieron miramientos. La llevaron a la Conciergerie, convertida entonces en enorme prisión política. Su juicio se ventiló en un solo día y terminó con un veredicto escrito de antemano. Desde su celda, María Antonieta escribió una última carta con un mensaje para sus hijos, sus parientes y sus fieles. El 16 de octubre de 1793 fue conducida en una carroza hasta el catafalco de la plaza de la Revolución (actual plaza de la Concordia), donde fue ejecutada.
Pero su leyenda sobrevivió.
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