sábado, 21 de marzo de 2015
Historia del Papado – Una larga historia entre luces y sombras
La historia del papado está plagada de enfrentamientos entre papas, antipapas, reyes y emperadores. Algunos pontífices hicieron gala de un gran corazón, clara inteligencia y sentimiento cristiano; mientras que otros utilizaron su poder para llenar sus arcas y vivir una existencia de lujo y, en ocasiones, depravación. Hoy, esta institución, pese a todo, ocupa un lugar de prestigio en la comunidad internacional.
Según la doctrina católica, el papado fue instituido cuando Jesucristo le dijo a Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. De los inicios de su historia se sabe más bien poco, pero lo que sí es seguro es que con el tiempo los obispos romanos se fueron perfilando, cada vez con mayor fuerza, como los guías y fiadores de la tradición y sucesión apostólica.
El edicto de Milán de febrero del 313, en el que el emperador Constantino (285-337), otorgaba a los cristianos la libertad de culto y la devolución de los bienes confiscados, dio comienzo a una nueva era para la Iglesia. En la llamada “Donación de Constantino”, el emperador cedía al obispo de Roma el poder absoluto sobre la ciudad, “sobre toda Italia, y sobre todas las provincias, lugares y ciudades de las regiones occidentales”, al tiempo que el emperador se trasladaba a Bizancio. A lo largo de diez siglos, el papado basó sus pretensiones temporales sobre este documento, cuya autenticidad fue puesta en duda por primera vez en el siglo XV, aunque la Iglesia tardó 400 años en reconocer oficialmente su falsedad.
Durante siglos, los papas pugnaron con reyes y emperadores por dilucidar quién detentaba el poder terrenal y quién el poder celestial. Fue Gelasio I (¿-496) quien, en el año 494, formuló claramente por primera vez la teoría de los dos poderes, según la cual el mundo está regido por una autoridad papal y una autoridad imperial. La segunda tiene potestad sobre los asuntos mundanos, pero está subordinada a la primera, cuyo poder procede directamente de Dios.
A lo largo de la primera mitad de la Edad Media, el papado se convirtió en el juguete de la política eclesiástica de Bizancio. A los papas les faltó prudencia, amplitud de miras e inteligencia práctica. No sólo duraron poco: en veinte años hubo cinco pontífices –antiguo título de los sumos sacerdotes romanos, que, desde León I, se aplicó también, honoríficamente, a los papas-, sino que además hubo largos periodos en los que el puesto estuvo vacante a la espera del placet de Constantinopla. Más tarde, Carlomagno (742-814), que soñaba con instaurar la Ciudad de Dios de la que hablaba San Agustín, intervino como un nuevo Constantino en los conflictos internos de la Iglesia, llegando casi a hacer desaparecer la división entre los asuntos de la Iglesia y el Estado, entre la religión y la política.
La pugna entre el despótico Bonifacio VIII (1230-1303) y el rey francés Felipe el Hermoso (1268-1314) tuvo como consecuencia el traslado de la corte romana a Aviñón desde 1305 a 1378. La dependencia respecto de Francia, el nepotismo desmesurado y las transacciones financieras de la curia de Aviñón exigían cada vez más una reforma de la Iglesia, tanto en su cabeza como en sus miembros. Jamás los enfrentamientos entre papas y antipapas habían durado tanto ni había resultado tan oscuro discernir quién era el papa legítimo. Con la elección en el concilio de Constanza (1417) de Martín V (1368-1431) se superó la división.
Al finalizar la Edad Media, irrumpió en Occidente una nueva corriente de pensamiento que influiría en todos los ámbitos sociales y culturales: el Renacimiento. Los papas de esta nueva era parecieron más bien príncipes italianos y perdieron de vista su misión espiritual para convertirse en mecenas del arte y la cultura de la época.
Como la Iglesia católica no hizo a tiempo su propia reforma, estalló la de Martin Lutero (1483-1546), la ruptura más importante de la historia de la cristiandad, tanto por su radicalismo como por sus proporciones. Europa del norte y gran parte de Centroeuropa y Europa oriental se separaron de la antigua Iglesia. Casi 30 años después, se reuniría el Concilio de Trento (1545-63), que llevaría a cabo la tan deseada contrarreforma, lenta pero profunda.
Tras la paz de Westfalia (1648), por la que el papado perdió 14 obispados y numerosas abadías, el papa tuvo que acomodarse a una nueva situación: se podía mostrar activo en la defensa de la Iglesia frente a los turcos, pero en el resto de temas tendría que contentarse con formular escritos de protesta. Las elecciones papales sufrieron injerencias de los poderes políticos, dado que los soberanos de los países católicos –España, Francia y Austria- podían impedir la elección de un candidato que no fuera de su agrado. Eso produjo la elección de candidatos de compromiso, normalmente ancianos y débiles.
En el siglo XVIII, las potencias católicas cedieron la posición hegemónica a los estados protestantes de Inglaterra y Prusia, mientras que la Iglesia se fue debilitando. Se mantuvo atada a un orden jurídico, a un régimen de inmunidades y a unas formas litúrgicas ya anticuadas, rechazando cualquier renovación como un ataque a sus derechos adquiridos. Sin embargo, los papas de esta época fueron personalmente dignos e, incluso, algunos destacaron por su interés por el arte y la cultura y por el embellecimiento de la ciudad de Roma.
Los desórdenes de la Revolución francesa y las humillaciones a las que fueron sometidos los papas Pío VI (1717-1799) y Pío VII (1742-1823) hicieron aflorar nuevas simpatías hacia el papado. Apoyándose en ellas, el papado pudo perfilar mejor su papel en las cuestiones eclesiásticas, hasta que lo redefinió en el Concilio Vaticano I (1869-70). La declaración definitoria del Concilio afirmaba que el papa tiene potestad episcopal plena, ordinaria y directa sobre la Iglesia universal y sobre cada uno de los obispados.
El siglo XX se inició con dos hechos trascendentes: por un lado, la publicación de la encíclica Rerum novarum (1891) por el papa León XIII (1810-1903), que abrió una nueva época en la doctrina social del a Iglesia, ya que trataba de encontrar una vía media entre el liberalismo y el socialismo; y, por otro, la firma de los pactos de Letrán entre la Santa Sede y el Estado italiano en 1929, que reconocían, entre otras cosas, la autoridad y jurisdicción ilimitada del papa sobre el Estado del Vaticano, dando fin a la llamada “cuestión romana”.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el prestigio del papado salió reforzado gracias al estricto mantenimiento de su neutralidad. A la muerte del autoritario Pío XII (1876-1958) se efectuó una importante reforma en el Iglesia gracias al Concilio Vaticano II, y el 16 de octubre de 1987 era elegido el polaco Juan Pablo II, de nombre seglar Karol Wojtila –el primer cardenal no italiano desde 1522, el primer eslavo y el primer obispo del bloque comunista de toda la historia-. Juan Pabló II se convirtió en el papa más viajero de la historia y, para muchos, en algo así como la conciencia moral del orbe católico.
La historia del papado volvería a registrar episodios importantes en los tiempos recientes. Benedicto XVI, que había sucedido a Juan Pablo II en 2005, renunció al trono en 2013 alegando motivos de edad, el primer papa que lo hacía desde Gregorio XII en 1415. Y su sucesor, Francisco, fue no solo el primer papa jesuita, sino también el primero en provenir del hemisferio sur y el primero no europeo desde el sirio Gregorio III en 741, 1.272 años atrás.
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