miércoles, 18 de febrero de 2015
WILLARD BOYLE Y GEORGE SMITH – Los inventores de los primeros dispositivos CCD
El premio Nobel de Física de 2009 fue otorgado a tres científicos, por una parte Charles Kuen Kao, el padre de la fibra óptica, y por otra a Willar Sterling Boyle y a George Elwood Smith por “su invento de un circuito electrónico semiconductor que sirvió de base para la construcción de los CCD, y por tanto, de las imágenes digitales”.
Así enunciado, es seguro que casi nadie entendería el por qué de ese premio. Y antes de nada, ¿qué es un CCD? ¿Y por qué eso sirve para que existan las imágenes digitales? No es fácil explicar lo que es un CCD, iniciales de Charge-Coupled Device (“sensor de carga acoplada”); ni tampoco por qué ese invento, ya antiguo –data de 1969-, mereció un Nobel cuarenta años más tarde. Todo ello tiene que ver, en realidad, con la auténtica revolución que se ha producido en el mundo de la imagen, donde hemos pasado del celuloide en el que llevábamos guardando imágenes desde que se inventó la cámara fotográfica...al CCD, precisamente.
Willard Boyle nació en 1924, en la localidad canadiense de Amherst, provincia de Nueva Escocia. Tras combatir como piloto de caza durante la Segunda Guerra Mundial, a su regreso se doctoró en Física en la prestigiosa Universidad McGill, de Montreal, en 1950. Trabajó un tiempo en el laboratorio de radiación de McGill, y en 1953 fue contratado por los Laboratorios Bell, en las afueras de Newark, frente a Nueva York (Estado de New Jersey). En 1962 desarrolla el primer láser de rubí de funcionamiento continuo –el láser de rubí, inventado por Theodore Maiman dos años antes, era discontinuo ya que se descargaba por pulsos-, y enseguida se dedica a los estudios de exploración del espacio, participando en el proyecto Apolo, que acabaría llevando a los humanos a la Luna.
En 1964 vuelve a los dispositivos electrónicos, especialmente a los circuitos integrados, que hoy son la clave de la miniaturización de los sistemas electrónicos de todo tipo. Y, casi como un corolario de toda esa actividad, cuando trabajaba con George Smith en la posibilidad de almacenar información luminosa de forma electrónica, acaba inventando, en 1969, el hoy ubicuo sensor CCD, lo que le valió el Nobel cuarenta años más tarde. Dejó parcialmente el trabajo en 1979 para retornar a Nueva Escocia y dedicarse a navegar en su barco, aunque mantuvo la asesoría de varias universidades canadienses. Al año y medio de recibir el Nobel, en 2011 falleció en Truro, muy cerca de su población natal, a los 86 años de edad.
Por su parte, George Smith nació en 1930 en la localidad de Whiye Plains, en las afueras de Nueva York. Estuvo durante la guerra de Corea en la Marina como meteorólogo, y en 1959 se doctoró en la Universidad de Chicago, pagándose los estudios con sus clases como profesor ayudante. Obtiene un puesto en los Laboratorios Bell ese mismo año y entra a formar parte del departamento de Electrónica dirigido por Boyle. Allí es donde, trabajando con semiconductores, publica numerosos artículos y participa en diversas patentes. Y en 1969 consigue, junto a su jefe, poner a punto el primer CCD. También dejó de trabajar pronto, en 1986; y desde entonces, como su jefe en Canadá, se dedicó a navegar, pero en Nueva Jersey, donde reside.
¿Por qué pasó tanto tempo entre el invento del CCD y la concesión del Nobel? Lo más probable es que en su momento aquel invento pasara poco menos que desapercibido. Los primeros CCD eran voluminosos y muy poco nítidos. Baste decir que la primera cámara fotográfica equipada con un sensor CCD apareció en 1972; era muy pesada y voluminosa, y la resolución de las imágenes era de 100x100 píxels, o puntos luminosos; es decir, 10.000 en total. Una simple cámara de las que llevan los teléfonos móviles actuales tiene varios millones de píxels , y es solo un accesorio complementario más…
La idea de reemplazar la película fotosensible –celuloide impregnado de una solución química alterada por la luz, que ofrecía una imagen en negativo- por un dispositivo electrónico igualmente sensible a la luz seguramente se le ocurrió a más de un científico. Pero la genialidad de Boyle y Smith fue conseguir acoplar, mediante circuitos integrados de minúsculo tamaño muchos puntos sensibles a la luz, capaces de recoger las diferentes intensidades –brillo-y las diferentes frecuencias –colores- de esa luz. Cada uno de esos puntos, o píxels, podía ser convertido así en corriente eléctrica modulada en función de ese brillo y color de la luz. Y luego, bastaba con reproducir el fenómeno a la inversa; las corrientes eléctricas vueltas a transformar en luz con sus brillos y sus colores.
Todo ello se basa en la idea de Einstein –por la que le otorgaron el premio Nobel en 1921- según la cual la luz es capaz de arrancar electrones de la superficie de un conductor, produciendo una corriente eléctrica; es el efecto fotoeléctrico, en el que se basan hoy igualmente los sistemas productores de electricidad a partir de la energía solar (células fotoeléctricas). El invento de Boyle y Smith es mucho más sofisticado, ya que implica la utilización de materiales semiconductores, como los de los transistores, capaces de ser subdivididos en muchos focos receptores de luz y generadores de corriente eléctrica (cada uno de esos minúsculos focos es lo que llamamos píxel).
Aquellas primeras cámaras de los años setenta, e incluso de los ochenta, hacían sonreír a fotógrafos y cineastas; y es que, en efecto, la calidad final de la imagen, la nitidez de las ampliaciones y el conjunto brillo-contraste-color de aquellas fotografías electrónicas eran de ínfima calidad comparadas con las emulsiones químicas de la películas de celuloide, y no digamos de las placas de fotografía profesional.
Pero ya en los años noventa, y sobre todo al comenzar el nuevo siglo, las enormes mejoras aportadas tanto a los propios sensores CCD como a los subsistemas electrónicos de las cámaras hicieron cada vez más competitiva a la imagen digital frente a la imagen química. Las cámaras más populares fueron muy pronto mayoritariamente digitales. Las fotos se archivan en un disco duro, no en celuloide o en papel; y se imprimen y retocan a voluntad con programas informáticos cada vez más complejos y de precio asequible. Luego vinieron las cámaras profesionales. Finalmente el cine… Atrás quedó, relegada al olvido, la industria del celuloide, que reinó sobre el mundo de la imagen durante más de un siglo. Una cámara digital de buena calidad posee hoy una nitidez cientos de veces superior a la mejor película química; además, es incomparablemente mejor por precio, peso, simplicidad, capacidad de almacenamiento de imágenes… Y todo, gracias al dispositivo que se esconde detrás de esas siglas incomprensibles: CCD.
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