La toma de la ciudad francesa de San Quintín fue uno de los episodios militares más brillantes del reinado de Felipe II. Consagró el dominio español en Europa y puso al triunfante rey ante la tesitura de arriesgarse a invadir Francia, lo que preocupó al rey galo Enrique II.
En 1557, año en que tuvo lugar la célebre Batalla de San Quintín, hacía casi un siglo que España estaba en guerra con la vecina Francia. Primero, con Fernando de Aragón por las posesiones italianas y luego, al recibir la herencia imperial Carlos V, que le permitía amenazar Francia desde todas direcciones, por el control de las tierra flamencas, borgoñonas y del norte de Italia. Años después, Felipe II recibió el envenenado legado territorial de su padre y, con este, la guerra contra Francia.
Las paces que frecuentemente se pactaban entre ambos bandos solo tenían el objetivo de reponer fuerzas y todos sabían que más pronto que tarde se acababan rompiendo. En 1556, semanas después de la abdicación de Carlos V –renunció a la corona española a favor de su hijo Felipe-, se firmó una de esas treguas con el rey francés Enrique II. Pero este, simultáneamente, envió agentes a Roma para pactar con el papa Paulo IV –antiespañol y napolitano- una alianza que, entre otras cosas, tenía la misión de que Nápoles pasara del dominio español al del Papado. Fue precisamente en Italia, a finales de año, en donde se desataron las hostilidades, que se resolverían tras unos meses de enfrentamientos a favor de las fuerzas hispanas comandadas por el duque de Alba, pero los combates decisivos se iban a dar en Flandes.
Felipe II estaba en serios apuros económicos, que solo pudieron aliviar las ayudas de su padre desde Yuste y las de su esposa, la reina María de Inglaterra. Cuando, por fin, consideró que contaba con la fuerza suficiente, comenzó la invasión de Francia desde Flandes. Unos 42.000 hombres, entre españoles, flamencos, borgoñones y, sobre todo, mercenarios alemanes, se adentraron en territorio enemigo en julio de 1557 bajo el mando del duque de Saboya y, tras realizar diversos amagos, procedieron a sitiar por sorpresa la ciudad de San Quintín, al norte de Francia, en la región de Picardía.
La desproporción de fuerzas era notable, pero la ciudad contaba con buenas defensas, por lo que el sitio se adivinaba duro. Además, tras conocer los franceses la noticia, prepararon un ejército de socorro comandado por el condestable Montmorency que sumaba unos 26.000 hombres. Montmorency confiaba en que, con la colaboración de los sitiados, obtendría una fácil victoria. Su excesivo optimismo radicaba en la fe en sus capacidades y en su experiencia, así como en el desprecio que le inspiraba el duque de Saboya, Manuel Filiberto, que sólo contaba 29 años.
Pero el 10 de agosto se produjo el desastre francés. El exceso de confianza del general galo, junto a los aciertos de su enemigo, fueron determinantes. Fracasó en el intento de socorro de la plaza y se vio sorprendido por el contraataque de la caballería enemiga, lo que lo obligó a replegarse a toda prisa. Pero sus tropas, agotadas por las marchas, fueron alcanzadas por las fuerzas de Felipe II, encabezadas por la caballería del conde Egmont y obligadas a presentar batalla. La carnicería fue total; murieron casi 9.000 franceses, entre ellos 300 miembros de la alta nobleza, y 8.000 resultaron prisioneros, entre ellos Montmorency, mientras que las fuerzas del duque de Saboya apenas sufrieron 2.000 bajas.
Rápidamente se extendió la noticia de la batalla. El rey francés tocó a rebato y llamó a todos los franceses a defender París. Hacia allí destacó a su mujer, Catalina de Medici, provista de abundantes recursos monetarios, para levantar el ánimo de sus habitantes y preparar su defensa. Por su parte, el rey español, aún lejos del campo de batalla pero informado de la nueva, procedió a dictar a sus secretarios las cartas que habrían de partir inmediatamente a toda Europa dando parte de aquella victoria. Emotivas fueron las dirigidas a sus parientes, en las que aprovechaba para encargar los pertinentes tedeums, y de más calado las enviadas a Italia, concretamente a Venecia, república a la que sugería abandonar la alianza antiespañola, así como convencer al papa de lo mismo.
Decenas de pinturas, tapices y grabados se encargaron en Flandes y en España para conmemorar la batalla, y es bien sabido que años después, en 1562, comenzarían las obras de El Escorial que se dedicó a San Lorenzo por ser en su día cuando se alcanzó tan significada victoria, aunque otros rumores más maliciosos hablan de que tuvo mucho que ver el deseo de compensar la destrucción de un monasterio dedicado al santo, ubicado en las proximidades de San Quintín, a causa de las operaciones militares.
Tras la batalla, a Felipe II se le ofrecían tres opciones. La más audaz, y que apoyaba su padre así como el duque de Saboya, era marchar hacia París; la segunda, extender sus conquistas por las comarcas vecinas, y la tercera, la más conservadora, tomar San Quintín y retirarse hacia Flandes tras haber asegurado bien la ciudad y las zonas colindantes. Para decepción de muchos, optó por la última, pues no quería arriesgarse a quedarse en terreno enemigo en plena temporada de lluvias, sin suministros para su numeroso ejército.
A pesar de la derrota, San Quintín continuó resistiendo durante quince días bajo el mando del almirante Coligny, un fanático hugonote que no dudaba en ahorcar a aquellos que flaqueaban en la defensa. Mientras tanto había llegado Felipe II a las murallas de la ciudad con más de 20.000 hombres de refuerzo, entre los que se encontraban más de 5.000 ingleses. Durante esos días del asalto fue la primera y única vez que el monarca se puso una armadura, aunque no disimuló en absoluto la repugnancia que le despertaba aquel espectáculo sangriento, extrañándose de que su padre se sintiese tan a gusto en las batallas.
Por fin, la ciudad fue tomada a sangre y fuego, tras lo que siguió un horrible saqueo. El rey español reforzó las defensas de la urbe y conquistó otras plazas adyacentes que le permitieron consolidar un corredor hasta Flandes y se retiró a invernar, licenciando a la mitad de sus tropas, lo que alivió su grave situación financiera. Enrique II, por su parte, para desquitarse, mandó llamar urgentemente a las fuerzas que tenía destacadas en Italia, abandonando al papa a su suerte. Estas nuevas tropas le permitieron efectuar algunos contraataques que levantaron la moral de los franceses, como la toma de Calais a Inglaterra, con lo que esta perdió la última posesión que conservaba en el continente. Pero meses después, en el verano de 1558, una incursión de las fuerzas galas en la costa flamenca terminó de nuevo con la derrota de Gravelinas (13 de julio de 1558), en donde las tropas al mando del conde Egmont sufrieron 9.000 bajas.
A partir de entonces, ambas potencias renunciaron a la guerra abierta. Felipe II no quería arriesgarse a perder todo lo logrado invadiendo Francia, y el rey francés, por su parte, no podía aventurarse en ofensivas que le resultaban desastrosas. Este clima desembocó en la Paz de Cateau-Cambrésis en abril de 1559. España y sus aliados obtuvieron el control de casi doscientas plazas, y la hija de Enrique II, Isabel de Valois, de 14 años, se casaría con el rey español que recientemente había enviudado de María Tudor. Pero el punto más importante, y secreto, era que ambos monarcas adoptaban el compromiso de defender el catolicismo. En la práctica, ello suponía que España apoyaría militarmente al rey de Francia en caso de que éste lo precisara para reprimir a los hugonotes. Sin duda, el miedo a la división interna del reino había forzado, en buena medida, el acuerdo, pues casi toda la nobleza católica francesa percibía la disidencia religiosa como un peligro mucho mayor que el enfrentamiento con España.
Para celebrar la paz y la boda, París se engalanó. Los principales generales de Felipe II acudieron a la ciudad, entre ellos el duque de Alba, que representaría a su señor en la ceremonia de enlace con la joven Isabel. Con motivo de las fiestas, se organizó un torneo en el que participó el rey francés, pero con tan mala fortuna que la lanza de su contrincante se rompió y le penetró por el ojo, causándole graves heridas en el cerebro, de las que murió poco después.
Francia se desangraría en cuarenta años de guerras civiles que la iban a anular totalmente como potencia internacional, para regocijo del soberano español. Curiosamente, este desgraciado suceso sirvió para catapultar a la fama a un oscuro médico y astrólogo, Nostradamus, que se ganaba la vida engatusando a la nobleza con sus horóscopos, y el cual afirmó haber predicho el triste fin del rey. Nostradamus fue favorecido por la viuda y, entonces, regente de Francia, la maquiavélica Catalina, que necesitaba a su lado a todo tipo de personajes que la ayudasen a mantener un poder cada vez más precario. Pero eso es ya otra historia…
Respecto a el reportaje de los animales te has llenado de gloria. Veo q no tienes ni idea de como viven.La inmensa mayoria cumplimos una normativa europea llamada
ResponderEliminarBIEN ESTAR ANIMAL y sufrimos revisiones periodicas para asegurar su cumplimiento.Pido prudencia,no es una industria.
Es nuestro medio de vida.