domingo, 26 de octubre de 2014

CONSTRUCCIONES MEGALÍTICAS EUROPEAS – Arquitectura pétrea




Hace 6.000 años, algunas culturas prehistóricas que habitaban Europa comenzaron a erigir miles de monumentos construidos en piedra y de forma y tamaño variados. El oscuro origen y propósito de estas asombrosas y extrañas –y a veces inmensas- estructuras megalíticas las ha rodeado durante siglos de un halo de misterio y leyenda.

Las construcciones megalíticas –término griego que significa “gran piedra” y que fue acuñado por primera vez en una revista británica -Cyclops Christianus, a mediados del siglo XIX- hacen referencia a un tipo de arquitectura, más o menos monumental, realizada en piedra sin tallar y destinada a distintas funciones, por lo general de carácter sagrado y funerario. Este tipo de construcciones –que suelen aparecer agrupadas formando conjuntos y también de forma aislada- surgieron a finales del Neolítico, aunque en algunas zonas se desarrollaron durante la Edad de Bronce. Sus emplazamientos se localizan en muchas partes del continente europeo, sobre todo a lo largo del Mediterráneo y en los territorios e islas adyacentes a la costa atlántica. La presencia del megalitismo es especialmente notable en Córcega, Cerdeña, Malta, la Península Ibérica, el oeste de Francia, Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca y el sur de Escandinavia.

La cuestión sobre su origen no ha sido todavía aclarada. Hasta mediados del siglo XIX, aún se creía que habían sido construidos por las grandes civilizaciones de la Antigüedad, siendo atribuidos a egipcios, griegos, fenicios e, incluso, romanos. Más tarde, se consideraron como una tradición exclusiva de los pueblos celtas y se indicó su supuesta función como templos ceremoniales de los sacerdotes druidas: esta hipótesis se apoyaba en la gran concentración de construcciones megalíticas aparecidas en las zonas geográficas bajo su influencia y en las numerosas historias que asociaban a sus mitos con estos monumentos. Tiempo después –a mediados del siglo XX-, esta conexión fue descartada al comprobarse, gracias a las modernas técnicas de datación, que la edad de los megalitos era muy superior a la aparición de la cultura celta.

En la actualidad, una de las ideas más aceptadas parte de las evidencias que señalan que el fenómeno
del megalitismo –en relación con los ritos de enterramiento colectivo- ya estaba presente en Palestina mucho antes del cuarto milenio. Esto ha dado pie a considerar que el germen de estos monumentos pétreos surgió, por tanto, en el Mediterráneo oriental y que desde allí se expandió hacia el norte por causas desconocidas, tal vez llevados por oleadas migratorias incentivadas por actividades pesqueras o por búsqueda de metales, siendo estos mismos pueblos los que habrían difundido por Europa el conocimiento de las técnicas agrícolas y de la ganadería.

Por el contrario, otra hipótesis defiende que la difusión de la cultura megalítica se hizo de oeste a este, es decir, en sentido inverso; esta idea se basa en presupuestos cronológicos y aduce que los restos más antiguos con características propiamente megalíticas son los conjuntos de Gran Bretaña y Francia (h. 4000-3500 a. de C.), seguidos por los de Irlanda, Escandinavia y Portugal (h.3500 a.de C.) y, por último, por los del Mediterráneo (h. 3000-1200 a.de C.). También ha sido considerada la posibilidad de que en realidad se trata de un fenómeno surgido en varios lugares de forma simultánea.

Definir su función y su significado es todavía más complejo e impreciso. La mayor parte de las construcciones megalíticas se halla asociada a enterramientos colectivos, lo que hace indiscutible su destino funerario o ceremonial. Por otro lado, su a veces precisa situación y orientación han servido para considerar a muchos de los mismos como un gran calendario astronómico.

Numerosos estudios han demostrado ciertas conexiones entre su colocación y su distribución y los
ciclos lunares y solares, pudiéndose observar cómo, en ocasiones, los megalitos señalan algunos puntos concretos del horizonte y marcan con precisión la trayectoria de los cuerpos celestes. La razón de esta extraña y compleja finalidad era, tal vez, obtener una tabla astronómica que pudiera señalar con precisión los cambios estacionales, el flujo de las mareas o, incluso, los eclipses. Es también posible que debido a esta importante función, imprescindible entre otras razones para indicar los vitales ciclos agrícolas, se convirtieran en centros sagrados y ceremoniales destinados a ritos religiosos o adivinatorios, y que estuviesen cargados de un fuerte simbolismo. De cualquier forma, en razón de su tipología y ubicación, parecen haber tenido diferentes finalidades. Es muy probable que algunos de ellos hayan servido como puntos de demarcación territorial o comunal, o como indicadores de fuentes y de cruces de caminos. En otros casos, su localización parece haber sido determinada por cuestiones defensivas.

El desconocimiento que en el pasado se tenía de estas extrañas construcciones prehistóricas y de sus autores las ha dotado de un halo sobrenatural, de superstición y de leyenda, siendo relacionadas durante siglos con ritos mágicos o de brujería, con relatos mitológicos o con fabulosos tesoros ocultos; a mediados del siglo XIX, numerosos monumentos megalíticos fueron destruidos, dañados o expoliados impunemente por buscadores ignorantes que creían que bajo ellos se escondían montañas de oro. Muchas veces se han visto asociados a relatos e historias populares sobre gigantes o demonios, seres a quienes se atribuía su construcción; la causa de tales leyendas se debía al misterio en el que todavía permanecen las técnicas de transporte e ingeniería que fueron usadas para levantar algunos de estos monumentos; dados su enorme tamaño y su complejidad estructural –y teniendo en cuenta que las culturas que los erigieron desconocían la rueda, las herramientas de metal y los animales de tiro-, el desplazamiento y la disposición de los bloques de piedra debieron requerir un enorme esfuerzo, casi sobrehumano.

Pese a la gran cantidad de construcciones megalíticas, y al margen de que debido a su distanciamiento espacial y cronológico muestran múltiples diferencias locales y regionales, la mayoría ha podido ser sistematizada y agrupada bajo unas cuantas denominaciones comunes, dadas en función de su forma básica. Los dos grandes tipos son el menhir y el dolmen.

La forma más simple es el menhir (del bretón men, “piedra”, e hir “largo”), nombre con el que se denomina a los grandes monolitos de piedra sin tallar que se hincaban en el terreno verticalmente. A pesar de que en muchas ocasiones los menhires se encuentran colocados aisladamente, su configuración más asombrosa surge cuando varios de ellos aparecen en forma de conjuntos alineados, ya sea colocados en fila o delimitando un espacio –que puede ser circular, elíptico o rectangular; en este último caso, reciben el nombre de cromlech (del bretón crum, “curva”, y lech, “piedra”) y parece ser que eran importantes centros de reunión o de culto religioso y observatorios astronómicos-.

Las muestras más notables de menhires –en cuanto a número, dimensiones y distribución- están enclavadas en la Bretaña francesa y en Gran Bretaña. En dichos lugares, los menhires surgen habitualmente alineados, pudiendo presentarse formando filas cortas, como en Dartmoor (Inglaterra), o largas cadenas de varios kilómetros, y a veces paralelos, como en Ménec (Bretaña). Algunos menhires tienen un tamaño espectacular, llegando a pesar más de 300 toneladas y a superar los 10 metros de altura.

Los ejemplos más notables por su grandiosidad se encuentran en Bretaña. El inmenso menhir de
Men-er-Hroech, o Gran Menhir Roto de Locmariaquer –así llamado por hallarse partido en cinco trozos- pesaba 347 toneladas y debió sobrepasar los 20 metros de altura. En la isla de Kerloas, se encuentra un monolito aislado de 12 metros, el de mayor altura que sigue en pie.

Es precisamente en Bretaña donde se localiza la mayor concentración de menhires; los casi 3.000 distribuidos en los alrededores de Carnac se reúnen en un radio de apenas 30 kilómetros y están alineados en largas filas de más de 4.000 metros, como las de Kermario y Kerlescan. Según una antigua leyenda popular bretona, estas alineaciones de megalitos eran en realidad una legión de soldados romanos de los que huía San Cornelio, un misionero cristiano, que los petrificó para poder salvarse. Algunos de los mismos presentan grabados en la piedra extraños signos y decoraciones de tipo abstracto y simbología desconocida.

En Gran Bretaña, se encuentran los cromlech más conocidos y espectaculares, como los de Avebury y Stonehenge. En Avebury, un largo corredor flanqueado con menhires conduce a un gran círculo –de más de 400 metros de diámetro- que, a su vez, contiene en su interior otros dos de tamaño más pequeño. En Stonehenge, los menhires tienen forma de paralelepípedos y se distribuyen en dos círculos concéntricos –el mayor, de 32 metros de diámetro-, que se unen en su parte superior por grandes bloques horizontales de piedra a modo de dinteles. En el centro del conjunto, se encuentran cinco grupos de tres menhires –trilitos- que alcanzan los 10 metros de altura.

Stonehenge es, sin duda, el conjunto megalítico más famoso del mundo. Su construcción data del año
2200 a. de C. y, en la actualidad, se mantiene en pie parcialmente. Ubicado en un bello y solitario paraje natural, se cree que pretendía ser el marco ideal para practicar el culto solar, puesto que, en el solsticio de verano, el astro se alza radiante justo sobre el eje del monumento. Pero el mayor misterio en torno a Stonehenge se debe a la inexistencia de piedras de semejante tamaño en una distancia inferior a 200 km del lugar donde se erigió el conjunto. Se ha especulado que éstas fueran trabajosamente transportadas desde Gales por medio de un sistema de arrastre que consistía en desplazar los grandes bloques pétreos sobre rodillos de madera ayudándose de correas y palancas.

La forma de menhir es la base más habitual para la construcción de otras estructuras megalíticas como el dolmen (del bretón dol, “mesa” y men, “roca”). El dolmen es el monumento megalítico más difundido; por lo general, está formado por un recinto de tamaño variado, delimitado por dos o más soportes líticos –denominados ortostatos- que sostienen a una gran piedra horizontal. Los dólmenes siempre obedecen a funciones sepulcrales de carácter familiar o colectivo, por lo que, junto a los restos óseos, se han encontrado diversos ajuares funerarios que han proporcionado la información más abundante y variada sobre el modo de vida y la cultura de sus constructores.

La estructura dolménica más común, la de cámara simple, presenta una única estancia, cuyo tamaño puede ser a veces muy pequeño. En los dólmenes de corredor, el acceso a la cámara se realiza mediante un pasillo delimitado por piedras.

En ocasiones, los dólmenes adoptan estructuras más complejas ocultas bajo pilas artificiales de rocas
y tierra que, a veces, eran reforzadas por círculos de piedra –o peristalitos- y por trincheras. En este caso, reciben el nombre de túmulos, un tipo de construcciones surgidas durante el Neolítico y la primera Edad de Bronce. Los túmulos presentan diferentes configuraciones y variantes. La más común y simple es el enterramiento alargado o tumba de galería, que básicamente consistía en una estancia más o menos larga, recta o en curva; las más complejas constan de una cámara principal –de forma diversa-, que, en ocasiones, podía tener una o varias antecámaras –o también estancias laterales- bien diferenciadas del pasillo de acceso; son las llamadas tumbas de corredor. En Holanda, las galerías megalíticas alcanzan los 20 metros de longitud y se conocen como hunebedden, que significa “cama de los hunos” –por ser a éstos a quienes en el pasado le fueron atribuidas-.

Todas estas construcciones podían excavarse directamente en roca, pero lo más habitual es que tanto sus paredes como sus cubiertas se construyeran a base de planchas de piedra en estado natural –es decir, sin labrar-. A veces las cámaras eran techadas con una falsa cúpula de mampostería, recibiendo entonces el nombre de tholos; esta forma de construcción funeraria, más perfeccionada y desvinculada del megalitismo, se siguió utilizando en tiempos posteriores. El ejemplo característico de este tipo de arquitectura megalítica lo constituyen las tumbas de Los Millares y la Cueva del Romeral (Andalucía, España), la de Maes Howe (Islas Orcadas, Escocia) y las necrópolis de Dowth, Knowth y Newgrange (Irlanda).

Newgrange es uno de los más antiguos y mejor conservados dólmenes tumulares. Fechado en torno al
tercer milenio a. de C., está enclavado dentro del imponente conjunto del Neolítico y de la Edad de Bronce de Brughna Boinne, cerca de Drogheda (Irlanda). La entrada del dolmen está custodiada por doce grandes piedras que formaban parte de un gran círculo que rodeada al túmulo. El recinto interior consiste en un largo corredor de 19 metros que conduce a una cámara cruciforme, de 6 metros de alto y techada con falsa cúpula. El enorme túmulo que lo recubre mide 12 metros de altura y 93 metros de diámetro y se calcula que para su construcción se necesitaron al menos 200.000 toneladas de piedra. Pero, al margen de su valor estructural y arqueológico, el atractivo de Newgrange reside en un mágico fenómeno que se repite todos los solsticios de invierno. En el amanecer del día más corto del año, el primer rayo de sol penetra por una pequeña abertura situada en la entrada, iluminando la estancia mortuoria.

La arquitectura megalítica adoptó muchas peculiaridades zonales. La Isla de Malta conserva un buen número de construcciones relacionadas con las formas dolménicas antes mencionadas, como las de
Hal Tarxien, unas curiosas estructuras megalíticas talladas en roca, recubiertas de tierra y revestidas de piedra caliza endurecida. En el sur de Escandinavia, Dinamarca y en las zonas adyacentes, se desarrollaron a lo largo del tercer milenio los enterramientos individuales llamados dysse, una especie de bloques apilados que recogían pequeñas cámaras funerarias, no siendo hasta mediados del segundo milenio cuando se generalizó el uso de formas de mayor tamaño y las tumbas de corredor. Las estructuras dolménicas también aparecen a cientos en las islas mediterráneas de Córcega, Cerdeña y Baleares.

Las construcciones megalíticas son las primeras formas arquitectónicas de carácter monumental erigidas por el hombre. La magia y la leyenda que las rodea es un aliciente más para su estudio y su conservación y para seguir desentrañando el misterio sobre la vida de sus autores y las razones que los llevaron a levantarlas.

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