sábado, 3 de mayo de 2014

Richard Feynman – Un físico atípico


 



Fue, ante todo, un físico genial, probablemente miembro de esa élite de científicos que han marcado al siglo XX. Y sin duda fue eso, y mucho más; por ejemplo, un percusionista genial enamorado de la samba y los bongós, un pedagogo maestro de profesores y un humorista cuyo ingenio podía llegar a parecer inagotable.

Feynman había nacido en 1918 en Nueva York; sus padres, judíos no practicantes, le animaron desde pequeñito a hacer preguntas que desafiaban al sentido común y, al mismo tiempo, a no perder nunca el sentido del humor por malas que fueran las perspectivas. Y aquellas recomendaciones no cayeron en saco roto; el niño era genial, pero su carácter divergente e inquieto, sin duda estimulado en casa, le ayudó a conseguir casi todo lo que quiso en la vida. Aún no tenía 15 años y había montado un pequeño negocio para arreglar; en un laboratorio que se había montado él mismo, las radios y otros enseres domésticos de los vecinos, incluidas las cerraduras. Al mismo tiempo, y como pasatiempo casi ocioso, descubrió por sí mismo las principales reglas de la trigonometría, el álgebra, las series infinitas e incluso el cálculo diferencial e integral.

No es extraño que con esos antecedentes fuera admitido en el casi inaccesible MIT de Boston, donde se graduó en 1939. Para doctorarse eligió Princeton, en New Jersey, cerca de su Nueva York natal. Y lo hizo apenas tres años después, en 1942. Ese mismo año fue invitado por Robert Wilson, quien ganaría el Nobel en 1978 por descubrir la radiación de fondo
del Universo, a integrarse en el Proyecto Manhattan, para lo que tuvo que desplazarse a Los Álamos, en Nuevo México. Allí trabajó en el grupo liderado por Hans Bethe, quien recibiría en 1967 el premio Nobel por explicar el origen de la energía de las estrellas debido a la fusión termonuclear que transforma el hidrógeno en helio.

Cuando Feynman dejó el Proyecto Manhattan –la primera bomba atómica de prueba fue detonada en julio de 1945, en Alamogordo, también en Nuevo México, y las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki que terminaron con la guerra fueron lanzadas en los primeros días de agosto-,
Robert Oppenheimer quiso llevárselo consigo a Berkeley, en California, mientras que su hermano, Frank Oppenheimer, que sin duda admiraba las dotes pedagógicas, divulgativas y humorísticas de Feynman, quiso convencerle para montar algún sistema de enseñanza informal e interactiva de la física. Frank acabaría fundando, sin Feynman, el primer museo interactivo de las ciencias, el hoy famoso Exploratorium de San Francisco, cuyo modelo siguen en la actualidad cerca de 5.000 centros de ciencia en todo el mundo, una quincena de ellos en España.

Pero Feynman no hizo caso a ninguno de los dos hermanos Oppenheimer, ni tampoco atendió la muy seria oferta que le había hecho el Instituto de Estudios Avanzados de su propia universidad, Princeton; un centro que le ofrecía trabajar nada menos que junto a Albert Einstein y los famosos matemáticos Kurt Gödel y Von Neumann. Al final decidió seguir a Bethe, su antiguo jefe en Los Álamos, hasta la Universidad de Cornell, en Ithaca (estado de Nueva York). Allí estuvo investigando por su cuenta en cuestiones de física teórica que más adelante le valdrían el Nobel, y sobre todo dando clases, que era su pasión. Pero a los cinco años, su lado aventurero le llevó a Brasil, donde estuvo casi un decenio dando conferencias y, de paso, impregnándose de la música local. De hecho llegó a desfilar en una escuela de samba durante el famoso carnaval de Río de Janeiro. Se incorporó a finales de los cincuenta al famoso Caltech (Instituto Tecnológico de California), en Pasadena, junto a Los Ángeles. En 1968 introdujo allí nuevos conceptos en la comprensión de las subpartículas de las que podrían estar formadas las partícula pesadas; las llamó “partones”, concepto que acabaría afinando poco después Murray Gell-Mann al identificar a los quarks como componentes de protones y neutrones.

Por cierto, en aquellos años Feynman también colaboró con Gell-Mann en la puesta a punto de la
Teoría de la Desintegración Beta, característica de la fuerza nuclear débil, una de las cuatro fuerzas esenciales del universo, junto a la gravitación, el electromagnetismo y la fuerza nuclear fuerte.

En esa época, durante el decenio de los sesenta, Feynman realizó aportaciones innovadoras a muchas ramas de la física, que luego iban a conducir a la concesión de diversos premios Nobel a colegas suyos, premios que él hubiera podido muy bien compartir. Fue el inventor de unos sencillos esquemas, los famosos Diagramas de Feynman, para estudiar las interacciones y propiedades de las partículas subatómicas de manera tan simple como exacta. No solo trabajó con Gell-Mann en la comprensión de la desintegración débil, y colaboró inicialmente con él en la idea de lo que luego se llamaron quarks, sino que formuló las leyes de la electrodinámica cuántica –lo que le valió a él su propio Nobel en 1965-, como teoría para explicar de manera completa el submundo de las partículas elementales, que ya incluía a los quarks. Y abordó igualmente la explicación de la superfluidez que afecta a un tipo de helio, llamado Helio III, a temperaturas muy próximas al cero absoluto (algo menos de -273 ºC).

Por cierto, Gell-Mann recibió el Nobel en 1969 por sus investigaciones sobre los quarks; bien hubiera podido compartirlo con Feynman pero, claro, éste lo había recibido cuatro años antes por la cromodinámica cuántica, y tampoco había que abusar.

En 1986, tras el terrible accidente del transbordador espacial Challenger, Feynman fue convocado por la NASA, junto a otros sabios, para intentar determinar la causa del fallo. Pero las cortapisas administrativas –los contratistas de la NASA eran empresas privadas, muy celosas de sus procedimientos- le impidieron trabajar como él quería, por lo que cortó por lo sano y reprodujo una parte de la unión entre los diversos cohetes que conforman el lanzador, emitiendo la hipótesis de que las juntas de sellado en forma de anillo (en inglés, O-ring) habían sido construidas con una especie de silicona que podría haberse agrietado al contacto con el combustible de la nave, que está compuesto de oxígeno e hidrógeno líquidos, a muchos grados bajo cero. Feynman hizo sus propias pruebas, de manera un tanto rudimentaria pero sumamente eficaz, sumergiendo una parte de aquel material comprimido dentro de un balde con agua helada. En realidad demostró que fue un fallo tonto, casi inexplicable; pero no fue detectado por ningún control de calidad, ni de la empresa fabricante ni de la NASA.

La figura de Feynman se hizo muy pronto legendaria en el mundo de la Física. Y no solo por sus
hallazgos, sin duda geniales, sino por muchas de sus otras habilidades. Una buena muestra de ello es el hecho de que, cuando estaban encerrados en Los Álamos diseñando la primera bomba atómica, como se aburría por culpa del obligado confinamiento, se dedicaba a abrir los más complicados archivadores y cajas fuertes, en los que se guardaban documentos y materiales clasificados como alto secreto miliar. Incluso dejaba dentro una notita diciendo que aquello era una tentación para los ladrones y espías, porque era muy fácil de violar. Muchas de esas anécdotas las cuenta en uno de sus libros más divertidos, cuyo título es “¿Está usted de broma, señor Feynman?”.

Fue original y excéntrico casi para todo; por ejemplo, era un excelente dibujante pero jamás quiso firmar con su nombre obra alguna. Y eso que, con el seudónimo de Ofey, llegó a ganar dinero con esa habilidad. Y seguro que fue capaz de ver el lado insólito incluso cuando su vida llegó al final: enfermó a la vez de dos tipos de cáncer extremadamente raros que le llevaron a la tumba en 1988, cuando estaba a punto de cumplir los setenta años de edad.

La inteligencia, la mentalidad divergente y, en suma, la genialidad de un sabio no tienen por qué estar reñidas con el buen humor y las ganas de vivir con intensidad lo que nos ofrece el día a día en otro orden de cosas. El ejemplo de Richard Feynman así lo demuestra.

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