viernes, 28 de febrero de 2014
DARPA
La Agencia de Investigación de Proyectos de Defensa Avanzados (DARPA por sus siglas en inglés) es una agencia del Gobierno estadounidense encargada de llevar la investigación tecnológica al límite. Su objetivo es “mantener la superioridad tecnológica del ejército de EEUU (…) financiando investigaciones revolucionarias para darles un uso militar”. La expresión “altamente confidencial” seguramente se inventó para hacer referencia al trabajo que se lleva a cabo en DARPA
El lanzamiento del satélite soviético Sputnik en 1957 supuso un desafío que aceleró la creación en 1958 de la agencia de Investigación de Proyectos Avanzados, que más tarde se convertiría en DARP cuando se añadió la palabra “Defensa”. Con un presupuesto anual de más de 3.000 millones de dólares, esta agencia se considera la más avanzada en innovación tecnológica dentro del Departamento de Defensa. Y eso es decir mucho. Para cada proyecto se reúnen expertos en la materia y la organización se enorgullece de ser independiente de cualquier otra agencia del Departamento.
Entre sus mayores logros se encuentra la creación de ARPANET, una red informática que se desarrolló para conectar universidades y laboratorios de investigación con DARPA. Fue la primera red en usar la conmutación de paquetes, que es la base de las comunicaciones de la era moderna y precursora de Internet. Otro de los logros de DARP fueron el Proyecto Vela, con un papel vital en pruebas de detección de actividad nuclear, y el desarrollo de la tecnología del caza invisible.
DARPA está rodeado de un secretismo necesario si tenemos en cuenta que es el blanco de muchos críticos, preocupados por lo que pueda desarrollar ahí dentro un grupo de expertos que no tiene que dar ningún tipo de explicación. Tanto misterio ha dado paso a rumores de que algunos de sus logros solo se han podido llevar a cabo copiando la tecnología de naves espaciales alienígenas. Si ese fuera el caso, ¡habría que felicitarles!
En 2009 se inauguró la impresionante nueva sede de DARPA en Arlington (Virginia), en el número 675 de North Randolph Street, a poca distancia de la antigua sede en Virginia Square. El edificio nuevo tiene 13 pisos y una superficie de más de tres hectáreas. Es la primera estructura en Arlington que se construye siguiendo las medidas de prevención estándar contra el terrorismo establecidas por el Departamento de Defensa, y además puede presumir de poseer una tecnología punta en materia de seguridad. A quien le apetezca echar un vistazo por dentro debe saber que solo se entra si eres un genio de la tecnología cuyas dotes sean fuera de serie.
jueves, 27 de febrero de 2014
Historia de los cosméticos
El hombre ha tratado de mejorar su aspecto externo desde hace por lo menos 8.000 años: se han descubierto paletas para moler y remover polvos faciales y pintura para ojos y labios de esa antigüedad.
Aunque las primeras evidencias de su uso se han encontrado en Oriente Medio, según todos los indicios, la industria cosmética como tal tuvo su origen en el Lejano Oriente. Los estuches de cosméticos hallados en las tumbas reales de Mesopotamia y Egipto contenían ungüentos, cremas faciales, colorete, barra de labios, henna para uñas, palmas de las manos y plantas de los pies y sombreador de ojos. Hacia el año 4000 a.C., proliferaban en Egipto los salones de belleza y las fábricas de perfumes y el arte del maquillaje había alcanzado una gran perfección. Una de las posesiones más preciadas del hogar egipcio era el cofre de cosméticos. Contenía un pequeño disco de cobre, usado como espejo, cuchillas para afeitar el vello corporal, peines y tenacillas para rizar el pelo, pinzas para depilar las cejas, lápices para trazar el perfil del ojo, sombra de ojos, colorete y barras de labios.
Tabillas de arcilla egipcias, datadas hacia el 3000 a.de C. revelan algunos de los remedios cosméticos usados por las mujeres y los hombres egipcios de la época. Por ejemplo, las manchas en la cara se combatían con mascarillas de bilis de buey, huevos de avestruz batidos, aceite de oliva, harina, sal marina, resina vegetal y leche fresca. La piel seca o las arrugas, con una mezcla , aplicada durante seis horas, de leche, incienso, cera, aceite de oliva, estiércol de gacela o cocodrilo y hojas de enebro molidas, o con preparaciones a base de genitales de animales jóvenes –por ejemplo, falo de buey y vulva de ternera debidamente secados y molidos-. En tiempos de Cleopatra también se utilizaban todo tipo de sustancias: leche de burra, harina de avena y habas, levaduras, miel, arcilla, lodo del Nilo, aceites de palma, cedro, almendras…
Hacia el año 4000 a.de C., las mujeres egipcias ya sombreaban sus ojos en tonos verdes con malaquita en polvo, añadiendo brillos iridiscentes al mezclar caparazones machacados de ciertos escarabajos. El perfilado de los ojos y el oscurecimiento de pestañas y cejas se hacía con una pasta negra llamada kohol, preparada con el polvo de antimonio, almendras quemadas, óxido negro de cobre y arcilla ocre, que era aplicada, tras humedecerla con saliva, con palillos de marfil, madera o metal. Esa práctica está vinculada con el ojo de Horus, el halcón sagrado, cuya vigilante agudeza visual simboliza la lucha de la luz contra las tinieblas.
El oscurecimiento de ojos también tenía su razón práctica: ayudaba a protegerlos de los reflejos del sol y alejaba a las moscas. Además, muchas mujeres egipcias se depilaban las cejas y se aplicaban otras postizas, cubriéndose por completo el entrecejo. Se sabe también que los tonos preferidos para los labios eran el negro azulado y el bermellón, que las egipcias más elegantes se teñían los dedos de manos y pies con alheña, dándoles una coloración anaranjada rojiza y que se acentuaban con tonos azules las venas de sus senos, y con tonos dorados la coloración de sus pezones.
En cuanto a las uñas, se cree que la laca o barniz en su forma actual se originó en China, donde el color de las uñas de la persona indicaba el rango social. En el III milenio a.de C., los chinos combinaban ya goma arábiga, clara de huevo, gelatina y cera de abejas para preparar barnices, esmaltes y lacas. Según un manuscrito Ming del siglo XV, durante siglos, los colores reales para las uñas fueron el negro y el rojo, aunque, en tiempos anteriores, durante la dinastía Chou (siglo VII), se preferían el oro y la plata.
También en Egipto, el color de las uñas era reflejo del estatus social, al marcar distancias con respecto al pueblo llano, que, obviamente, no podía cuidar de sus uñas. Predominaban los matices rojizos: la reina Nefertiti se pintaba las uñas de manos y pies de rojo rubí, mientras que Cleopatra prefería un rojo más oscuro. Las mujeres de rango algo inferior se reservaban tonos algo más pálidos. Pero no sólo ellas se pintaban las uñas: antes de cada batalla, los jefes militares egipcios, babilónicos y romanos –éstos en una primera época- se lacaban y rizaban los cabellos y se pintaban las uñas con el mismo tono que los labios.
Los griegos, poco dados a cosméticos y maquillajes, veían con agrado el uso de polvos faciales y colorete para las mejillas. Una tez pálida era considerada en Grecia más atractiva que una sonrosada, así que las mujeres se embellecían la cara con cerusa –albayalde mezclado con cera, aceite, grasa o clara de huevo-. El problema era que usaban unos polvos de plomo que, además de perjudicar a la larga el cutis, provocaban no pocas intoxicaciones. Peor aún era el llamado oropimente, producto depilatorio utilizado por los griegos de ambos sexos que al contener arsénico, era altamente tóxico.
En cualquier caso, los griegos eran más partidarios de la naturalidad. El uso y abuso de cosméticos, maquillajes y afeites, no sólo era considerado de mal gusto, sino que se asociaba a cortesanas y prostitutas. Éstas se pintaban la cara, lucían complicados peinados, se teñían de rubio el cabello con un preparado en forma de pomada de pétalos de flores amarillas, polen y sales de potasio, aromatizado con manzana –o usaban pelucas rubias o amarillas- y se perfumaban el cuerpo.
En los últimos tiempos de esplendor de la civilización helena, los usos cosméticos orientales se extenderán al grueso de la población. La cerusa, el yeso y la creta recubrirán los rostros de las mujeres. El blanco se romperá con la aplicación de phukos, orcaneta o miltos, coloretes rojos vegetales o minerales que se aplican en las mejillas, rebajándolos con el blanco. Otros rojos se obtienen con mora, higo de Egipto o espino. Los ojos se pintan con azafrán o con ceniza, pestañas y cejas se ennegrecen con antimonio o se engominan con una brillantina hecha con clara de huevo y goma de amoníaco. La ceja griega –unión de las dos cejas en una sola- se obtiene dibujando un trazo oscuro entre ellas.
Los romanos tradicionales preferían a las mujeres sin maquillar y con cabellos sin teñir. Cuando en el siglo II a.C surgió por primera vez la moda de los productos cosméticos y de los tintes, se produjo una ola de quejas de hombres descontentos que, más tarde, sin embargo, se acostumbraron a ellos. Ya en el siglo I a. de C., Cornelio Galo, en un mensaje a su esposa, le insiste en que se pinte las mejillas con un maquillaje especial importado de la India. Otras mujeres, en cambio, preferían ofrecer un aspecto más pálido, utilizando albayalde o yeso blanco.
El poeta Horacio comenta que algunas mujeres se aplicaban lodo mezclado con excrementos de cocodrilo; en cambio, Ovidio prepara una mascarilla con ingredientes más apetitosos, recomendando una mezcla de cebada, alverja (una planta gemela), huevos, bulbos de narciso, astas de venado pulverizadas y miel para tener el cutis suave y radiante.
Hacia finales de la República, las mujeres modernas hacían un amplio uso de los productos cosméticos. Los tarritos de pomadas, pinzas, peines y agujas para el cabello de aquellos tiempos son testigos de la importancia que tenían estos auxiliares para la belleza femenina en la vida cotidiana. En la Roma de Nerón se usaban harina y mantequilla para curar espinillas y erupciones cutáneas; piedra pómez mezclada con orina de niño para blanquear los dientes; loción de amapolas como base para aplicarse blanco de cerusa sobre el rostro; y las mujeres, vinagre, arcilla y corteza de encina macerada con limón para endurecer los pechos. Juvenal menciona en sus escritos el uso del sudor de lana de oveja como crema de noche, lo cual parece muy raro si no se aclara que se trata del equivalente a la actual lanolina.
Era tal el abuso que el epigramista Marcial (40-102) criticó así a una amiga: “Mientras te quedas en casa, Galla, tus cabellos se encuentran en la del peluquero; por la noche te quitas los dientes y duermes rodeada por un centenar de cajas de cosméticos. Ni siquiera tu cara duerme contigo. Luego guiñas el ojo a los hombres bajo una ceja que esa misma mañana has sacado de un cajón”.
En tiempos posteriores se perdió en buena parte el gusto cosmético. A finales de la Edad Media, los cruzados llevaron a Europa los cosméticos orientales y, a pesar de sus efectos nocivos, el albayalde se usó como maquillaje en este continente hasta el siglo XVIII. Con el Renacimiento, el maquillaje volvió con fuerza, surgiendo costumbres muy curiosas. Por ejemplo, la reina escocesa María Estuardo se bañaba en vino e Isabel de Baviera solía hacerlo en jugo de fresas. El rey inglés Enrique VI popularizó una pomada perfumada elaborada con manzanas y grasa de perro joven, mientras que el barón Dupuytren se aplicaba dos veces al día un crecepelo elaborado con 150 gramos de virutas de madera de boj macerada durante dos semanas en 300 mililitros de vodka, más 50 de extracto de romero y 13 de extracto de nuez moscada.
Por entonces se volvieron a poner de moda las mascarillas, fueran sencillas –un filete de ternera- o más complicadas, como la utilizada por la duquesa de Alba: cuatro claras de huevo batidas y cubiertas con agua de rosas, llevadas a ebullición y espolvoreadas después con 15 gramos de polvo de alumbre y 7 de aceite de almendras. María Antonieta, por su parte, combatía el acné, al que era muy propensa, con una emulsión cocida a fuego lento de leche, limón natural y brandy.
En la Europa renacentista se empleó con fines estéticos otra sustancia venenosa: la belladona, de cuyo fruto se obtenía un extracto de efectos narcóticos. Dicho nombre en lengua italiana significa “mujer hermosa”, pues cuando se aplica en los ojos dilata las pupilas y las hace brillar. Pero la belladona contiene atropina, sustancia que puede lesionar el globo ocular y causar ceguera. Por otro lado, las europeas del Renacimiento también usaban colorete de labios hecho con escamas desecadas de cierta cochinilla que se criaba en los cactos de México y otros países. Dichas escamas se mezclaban con clara de huevo y alumbre, y luego, con yeso blanco o con alabastro molido para formar el lápiz labial. Una sustancia usada en el siglo XVII para eliminar pecas era el cloruro de mercurio, un veneno tan mortífero que 1 gramo basta para causar la muerte: al ser absorbido por la piel destruye los tejidos y el sistema nervioso.
En la Europa del siglo XVIII, las mujeres blanqueaban su rostro ingiriendo un preparado de arsénico, con el que conseguían, al envenenar su propia sangre, una mortecina y enfermiza palidez. Por su parte, el colorete, que en sí mismo era inofensivo al elaborarse con sustancias vegetales inocuas –por ejemplo, moras y algas marinas-, se hacía peligroso al ser coloreado con cinabrio- un sulfuro rojo de mercurio venenoso-, y mucho más cuando ese mismo producto era utilizado para pintarse los labios. El colorete, el lápiz de labios e incluso las cejas postizas, hechas con pelo de ratón, eran usados igualmente por hombres y mujeres, y la pérdida de los dientes laterales se disimulaba con pequeñas bolitas de corcho.
Los famosos lunares postizos que durante mucho tiempo adornaron el rostro de hombres y mujeres europeos se pusieron de moda en tiempos del rey francés Enrique II y su función original era la de tapar las marcas de viruela; la moda alcanzaría su pleno apogeo llegado el siglo XVIII. Estos lunares postizos, generalmente hechos con pedacitos de seda, terciopelo o papel engomados, eran de todos los tamaños y formas imaginables: estrellas, media luna, sol, círculo, cuadrado, corazón y hasta simulando animalillos. No era cosa indiferente dónde se fijaban; según el sitio, se les daba un nombre diferente: en medio de la frente, el lunar se llamaba mayestático; en la nariz, impertinente; en los ojos, apasionado; en la comisura de los labios, besucón; sobre los propios labios, coquetón; en medio de la mejilla, galante; entre la boca y la barbilla, discreto;… las damas se los ponían incluso en sitios de no fácil y común acceso a la vista.
Llegados a este punto, es conveniente recordar que el uso de los cosméticos no siempre ha sido bien recibido por las autoridades morales de algunas épocas. El teólogo griego del siglo II Clemente de Alejandría propuso que se prohibiera por ley el uso de cosméticos, pues sólo servían para que las mujeres casadas engañaran a sus maridos sobre sus méritos físicos.
Mucho después, en 1770, el Parlamento británico no llegó por poco a aprobar una ley que, entre otras cosas, decía: “Las mujeres de cualquier edad, rango o profesión, ya sean vírgenes, doncellas o viudas, que seduzcan o induzcan con fines matrimoniales sirviéndose de esencias, pinturas, aplicaciones cosméticas, dientes o cabellos postizos, incurrirán ante la ley en las mismas penas que se aplican contra la brujería, y el matrimonio será considerado nulo”.
Similares críticas se volvieron a oír cuando el uso del colorete alcanzó de nuevo auge en Europa a finales del siglo XVIII. En la revista británica Gentlemen´s Magazine –por supuesto, masculina y misógina- se leyó: “Las solteras que siguen esta moda tienen cierta excusa, pues deben encontrar marido. Pero esta frivolidad resulta incompatible con la dignidad de la mujer casada”. Afortunadamente, la guillotina de la Revolución Francesa cortó de raíz todo lujo aristocrático y las mujeres dejaron de perder la cabeza –por así decirlo- por el colorete.
En 1926, el francés Paul Baudecroux lanzó al mercado, con gran éxito comercial, el llamado rouge baiser (“beso rojo”), un carmín labial indeleble que tiene la erótica propiedad de dejar su huella allá donde las damas posen sus labios –un simple e inocente vaso, una prometedora mejilla o un comprometedor cuello de camisa-.
A finales del siglo XIX, se había puesto de moda la piel matizada con polvos de arroz. Esta tendencia va declinando a principios del siglo XX con la introducción de tonalidades que ofrecen variaciones cromáticas en función de los tipos de piel o del momento del día. El nacimiento del cine mudo pone de moda por algún tiempo el rostro blanco, de ojos muy pintados, labios acentuados con pintalabios de tono morado que la industria alemana ya fabrica a partir de colorantes sintéticos. Los productos se diversifican: ya empiezan a encontrarse en el mercado coloretes en polvo, sombras de ojos y el famoso rímel, que alarga y espesa las pestañas. Pero la auténtica revolución en los productos cosméticos no se produce hasta 1960, cuando empiezan a hacerse más refinados y ofrecen nuevas gamas de colores, diferentes consistencias y untuosidades.
El maquillaje se armoniza con el vestido, el pintalabios con el pintauñas y las modas metamorfosean las caras cada vez más rápidamente. En 1930, triunfa la mujer sencilla, poco maquillada, pero en 1935 es el momento de las de aspecto joven y deportivo, con el cabello teñido de rubio platino y ondulado, labios gruesos, cejas depiladas y luego dibujadas en forma de arco, afinadas o engrosadas por la sombra de ojos.
Los modelos que se siguen, a menudo copiados de Hollywood, cambian al aparecer nuevas estrellas. Se difunden a partir de las revistas femeninas (Marie Claire, 1939; Elle, 1945) y de manuales que mediante fotos y esquemas aconsejan a sus lectoras. La mujer establece una relación lúdica con su cara: apenas se da unos toques para ir al mercado o se maquilla un poco para ir al trabajo, pero echa mano de los ocres y de los dorados para asistir a un cóctel, o se adorna como una diosa para las fiestas nocturnas. Así, afirma su singularidad jugando con caracterizaciones sucesivas que abarcan todas las horas de la jornada. Activa y dinámica, también conoce la manera de disimular bajo el maquillaje unas ojeras o un rictus.
En la era de la información, la mujer se convierte en actriz de sí misma. Ya no existe la fealdad. Tampoco la permanencia. A partir de ahora, el rostro le será infiel a todo, salvo a su antojo.
lunes, 24 de febrero de 2014
El Queso
Según una larga tradición árabe, un mercader que partía de viaje, almacenó leche en unos odres confeccionados con estómagos vacíos de cordero. Al ir a consumirla, se encontró con la sorpresa de que la leche había cuajado en una masa semi.-líquida: el queso, en la que sobrenadaba un líquido blanquecino –el suero-.
Sin embargo, su invención aparece mencionada en muchas tradiciones y leyendas anteriores. Entre otras, la del mítico pastor griego Aristeo, al que dio a conocer el centauro Cirón el arte de elaboración del queso. Otras leyendas mencionan a Amaltea, nodriza de Zeus, quien al amamantar al dios dejaba rezumar la leche que se transformaba en queso –hecho que, por cierto, provocó la leyenda de la Vía Láctea-. Por otra parte, Citesia, médico griego de la corte de Nívive, cuenta que los panoteos –legendario pueblo de grandes orejas que vivían en la ribera de un río sagrado- ya lo elaboraban como ofrenda a los dioses.
No obstante las primeras referencias escritas, no mitológicas, sobre su elaboración aparecen en el Rig-Veda, un antiquísimo compendio de himnos sagrados de los pueblos de la India. De la coagulación de la leche se habla también en el tercer libro de Manu, que es un libro anterior a la redacción del Pentateuco por Moisés. Y un friso sumerio demuestra que este pueblo ya hacía queso en el tercer milenio a.C.
Durante la Edad Media, fue muy dura la batalla que debieron librar tanto el queso como los productos lácteos en general para ser considerados por la población como un alimento conveniente y no nocivo para la salud. Aún teniendo en cuenta su alto valor nutritivo, se responsabilizaba a la leche de la formación de cálculos renales, del debilitamiento de la vista, de afecciones de hígado y bazo e, incluso, se creía que producía la lepra.
Las máximas autoridades de la Medicina clásica –Hipócrates y Galeno- y, más tarde, los eruditos árabes Avicena y Averroes, desaconsejaban el queso en la alimentación basándose únicamente en lo poco digeribles que eran algunas de sus especialidades. En Italia, por ejemplo, se necesitó un verdadero tratado científico, la Summa lacticinorum, compuesto a mediados del siglo XV por Pantaleone de Confienza, médico de los Saboya, para otorgar al queso la dignidad que se merecía.
Pese a esa mala prensa, el queso fue muy apreciado universalmente y desde la Antigüedad. Sus denominaciones en el mundo occidental proceden de Roma. Etimológicamente, el término queso deriva del latín caseus y en muchos idiomas tiene la misma etimología: cheese (inglés), käse (alemán), queijo (portugués). Más aún, el francés fromage, el italiano formaggio, el catalán formatge y el gallego fromaxe hunden sus raíces en el término tardolatino formaticum, es decir, “queso con forma”.
Igualmente, hay que decir que las pretendidas contraindicaciones que se le hacían al queso no impedían que fuese manjar estimado en las mesas medievales. Al contrario, la documentación existente habla de un consumo muy difundido a todos los niveles sociales, incluso entre los más humildes. Sobre todo, a partir del siglo XII, cuando el desarrollo económico favoreció el aumento del número de animales de cría y se produjo un considerable incremento del volumen de leche destinado a la alimentación. En algunas regiones, como por ejemplo en los valles alpinos, parte de los tributos que se pagaban a los señores feudales se hacía en productos lácteos.
En la mesa de los menos favorecidos, el queso era una alternativa a la carne y, en los centros de caridad, se distribuía habitualmente a los mendigos. Era, en definitiva, “la carne de los pobres”, hasta el punto de que la Iglesia prohibió el consumo de lácteos los viernes y días de ayuno, al considerarlos alimentos grasos.
Las clases acaudaladas, para las que se producían quesos mucho más delicados, lógicamente consumían con menos frecuencia este alimento, al que consideraban complementario de otros manjares o lo empleaban en la elaboración de tartas y otros platos.
De este modo, pueden individualizarse dos circuitos alternativos en el proceso de elaboración y comercialización de los lácteos. Uno, reducido y de carácter local, integrado por quesos poco elaborados y de precios asequibles; otro, constituido por productos más refinados y caros, que incluso eran exportados. Hay noticias de la existencia de un constante flujo de productos queseros desde las regiones meridionales hasta los principales puertos del Norte: Venecia, Pisa y Génova. Desde allí, se distribuían al interior o se enviaban a Provenza y Cataluña. Incluso los quesos sardos eran apreciados, a pesar de ser unánimemente considerados de calidad inferior a todos los demás.
La península italiana importaba también quesos franceses, sobre todo el brie, originario de la región de este nombre, al este de París, que en el Medievo era considerado el mejor del mundo. Por otra parte, desde Borgoña se exporta a Alemania el denominado clon o calamón, que, probablemente, pueda identificarse con el actual bleu de Bresse.
Europa se vio también invadida por quesos ingleses, que debían ser muy semejantes al actual cheddar y que, a pesar de no ser considerados de gran calidad, captaron una cierta cuota de mercado, consumiéndose en Francia, Holanda y España.
Todo este comercio estaba respaldado por una considerable producción familiar, destinada al autoconsumo y que se escapa a cualquier posibilidad de valoración, pero que permite considerar claramente a los productos lácteos como uno de los elementos fundamentales en la alimentación medieval, a pesar de los prejuicios que la ciencia médica mostraba hacia ellos. Esta suspicacia era mitigada, en parte, por el reconocimiento de su eficacia como medicamento en algunos casos. La leche de cabra, por ejemplo, era considerada especialmente adecuada para la dieta de los recién nacidos –como complemento de la leche materna- y de los enfermos en general; por otro lado, la leche de yegua se aconsejaba a quienes tenían problemas en las vías respiratorias. Existía además el lac chalybeatum, convertido en medicamento gracias a la inmersión en la leche de un cilindro de hierro incandescente que después se dejaba enfriar, o de pedazos de mármol, un remedio que parece haber sido muy efectivo en los casos de disentería. Una variante, útil para curar las llagas, preconizaba la mezcla con escorias procedentes de la fusión del cobre.
El queso era tan popular que muchos trataban de fabricarlo, pero no todos conseguían resultados de calidad. Era la profesionalidad de los magistri formagerii lo que marcaba la diferencia, transformando lo que era una simple operación artesanal de economía doméstica en la producción industrial de unos productos apreciados y comercializados incluso a larga distancia.
El comercio del queso había alcanzado en el siglo XV tales dimensiones que atrajo la atención de los legisladores, haciendo que entrase en vigor una precisa normativa que reglamentaba su venta. Así, por ejemplo, en Ivrea, Turín, estaba autorizada solamente a determinadas horas y en la plaza del mercado, o en su defecto dentro de la muralla, de modo que pudiera controlarse fácilmente, a fin de hacer pagar al comerciante el impuesto correspondiente; también se toleraba un pequeño comercio que se realizaba de puertas afuera de la ciudad. Los vendedores estaban encuadrados, como los demás profesionales, en una corporación con los mismos privilegios y obligaciones que las otras.
Todo el proceso era controlado por el magister formagerius (maestro quesero), que sabiamente dosificaba el cuajo, los tiempos de cocción y la sal necesaria, raspaba la corteza y, finalmente, preparaba los lugares destinados a la curación del queso, con sucesivas capas de mantequilla fresca. Según la mentalidad de la época, debía tener manos suaves, de tacto delicado y casi femenino, motivo por el cual eran preferidos los individuos jóvenes, de manos todavía sin estropear por los años y el trabajo. Aunque no era una actividad exclusivamente masculina: desde el otro lado de los Alpes llegó la fama de una mujer de la región de Bresse, cuyo queso era especialmente apreciado y se vendía a un precio más elevado que el de sus colegas debido a su excelente calidad.
Las técnicas de elaboración utilizadas entonces no debían ser muy diferentes de las que se empleaban hasta hace pocos años. La primera operación era el cuajado, que se conseguía dejando reposar durante algunas horas la leche en grandes recipientes con el denominado cuajo, sustancia capaz de hacerla coagular.
Había un cuajo de origen animal y otro vegetal. El más usado era el primero, que se extraía del estómago de recentales de rumiantes, sobre todo cabras y terneras en una práctica que se remonta a la Antigüedad griega y que ya es descrita por el mismo Aristóteles. También se empleaba mucho el cuajo obtenido del estómago de las liebres.
Del reino vegetal provenían otras sustancias coagulantes, en primer lugar la leche de higo, de uso conocido desde la Antigüedad. También se empleaban con este fin las flores secas de cardo silvestre, las semillas de cártamo y el bálsamo, una sustancia gomosa producida por algunos arbustos del desierto arábigo.
En esta primera fase, la materia grasa, que tendía a subir, era separada del resto en la operación conocida como desnatado; con la crema obtenida se fabricaba la mantequilla. Para su elaboración, se acostumbraba a batir la nata con guijarros de río o bien se agitaba enérgicamente en un recipiente de madera llamado mantequera.
Obtenida la cuajada, se trasvasaba a un recipiente de gran tamaño y se ponía al fuego para cocerla. En este punto, las técnicas empleadas variaban notablemente de una zona a otra, dependiendo del tipo de materias primas existentes, y de tradiciones que se remontaban a muchos siglos atrás. La cuajada podía ser puesta en el fuego varias veces o filtrada y prensada rápidamente para extraer el suero sobrante. La pasta de queso obtenida era después manipulada por el quesero y trasvasada a los moldes adecuados. Al contrario de lo que se acostumbra hoy, probablemente el salado se hacía en seco.
Los sistemas de curado diferían también mucho de unos lugares a otros. La maduración podía hacerse en grutas húmedas y oscuras o, por el contrario, en cabañas de madera luminosas y aireadas, donde los quesos eran suspendidos mediante cuerdas, apilados en repisas, colocados sobre paja o completamente enterrados en centeno, para prolongar así el proceso de evaporación.
Productos característicos de la alimentación de muy diversas culturas y regiones, los quesos han sido objeto de numerosas clasificaciones, no excluyentes entre sí, atendiendo a muy variados criterios: las zonas geográficas de origen, la forma de coagulación, el grado de madurez (verdes, frescos y maduros), los días de curación, el prensado, el contenido de materia grasa (mantecosos, cremosos y magros) o el tipo de leche empleada (cabra, oveja, vaca…).
En España, durante las últimas décadas, el espectacular incremento en el consumo de lácteos ha impulsado notablemente la industria quesera y se ha traducido, también, en un proceso de recuperación de muchas labores artesanales que habían corrido serios riesgos de quedar reducidas a simples curiosidades antropológicas. Si en 1969 el Ministerio de Agricultura pudo publicar un primer catálogo con 36 variedades distintas de queso y, en 1990, un mapa con 81 quesos españoles, hoy ya superan el centenar. En la actualidad existen ya 23 quesos con denominación de origen reconocido por la Unión Europea. Para los amantes del queso en España -el consumo medio supera ya los 8 kg por habitante y año- queda ya lejos la vieja disyuntiva que los hacía elegir entre algunos productos industriales, frecuentemente anodinos y uniformados, y los “prestigiados” quesos de importación.
Los franceses son los mayores consumidores de queso per cápita del mundo, aunque el mayor productor mundial es Estados Unidos.
jueves, 20 de febrero de 2014
Racionalización de la explotación forestal – Hacia el uso y disfrute sensatos de un tesoro agotable.
Desde el principio de la historia, el hombre ha utilizado los recursos forestales, pero el aumento de la población mundial y el aprovechamiento masivo o incontrolado de estos recursos han originado la desaparición o la degradación de buena parte de las masas boscosas del planeta. La existencia de tecnologías como la selvicultura y la ordenación de montes permite una explotación racional de los recursos forestales, al mismo tiempo que asegura su supervivencia.
Hoy se habla continuamente del uso incontrolado y de la sobreexplotación de los recursos forestales del planeta –un tercio de él está cubierto de bosques-, que amenazan con la desaparición de las masas boscosas. La deforestación es un problema serio: alrededor del 33% de los bosques que cubrían la Tierra ha sido destruido y se ha modificado profundamente el 65% restante- principalmente maderero- debido a la explotación humana.
Los productos que ofrece el medio forestal se pueden dividir en dos grandes grupos, que han de compatibilizarse mediante una buena ordenación de los recursos naturales: a) productos directos, bienes o materias primas: madera, corcho, resinas, frutos, pastos, leña, corteza, hongos comestibles, caza, plantas medicinales y aromáticas, etc; y b) productos indirectos, servicios o externalidades: regulación del ciclo hidrológico, paisaje, funciones recreativas y educativas, mantenimiento de la vida silvestre y la biodiversidad, etc.
Si se utilizan los recursos excesiva e irracionalmente, los suelos se empobrecen y la superficie forestal decrece alarmantemente; pero si los bosques se utilizan ordenadamente, mantienen su equilibrio natural y el suelo no se deteriora. Ahí radica la importancia de las ciencias forestales, que, gracias a tecnologías como la selvicultura y el inventario y la ordenación de montes, contribuyen a la explotación racional de los recursos forestales que satisfaga las necesidades humanas de materia prima, al tiempo que asegure la pervivencia de las masas boscosas.
La selvicultura o silvicultura se define como la aplicación del conocimiento de la estructura y las formas de reproducción y agrupación de las especies vegetales boscosas de forma que se obtenga de ellas una producción continua de bienes y servicios y, a la vez, se respete el equilibrio de los ecosistemas forestales. La selvicultura es una tecnología que aplica los conocimientos aportados por ciencias como la botánica, la fitosociología –estudio de la convivencia de las distintas especies-, la climatología y la edafología –estudio de los suelos-, estableciendo unas líneas de actuación según casos reales y concretos que cumplan siempre un principio básico: la persistencia de la masa en buen estado, ya que es ésta la que proporciona los beneficios directos e indirectos.
Las actuaciones o tratamientos selvícolas se pueden definir como el conjunto de operaciones que hay que realizar para organizar los aprovechamientos y la regeneración de las masas forestales. Aunque los principios y los conceptos generales son iguales en todas partes, los tratamientos posibles son muy variados según la zona del globo y el tipo de bosque: tropical, mediterráneo, boreal…
La selvicultura, a la hora de decidir las diferentes actuaciones que se van a realizar o las especies con que repoblar una determinada zona, estudia los llamados caracteres culturales de las especies forestales; a saber, la habitación o área geográfica que ocupa de forma natural o artificial una determinada especie; la estación o conjunto de valores y límites de tolerancia óptimos de los factores ecológicos que tienen influencia en la vida –crecimiento y reproducción- de una especie forestal: temperatura, humedad ambiental, precipitaciones, viento, radiaciones solares, profundidad, fertilidad y capacidad de retención de agua del suelo, factores topográficos como pendiente, altitud y exposición…; el temperamento: preferencias o necesidades de una determinada especie en cuanto a grado de iluminación o sombra en sus primeras edades para su buen desarrollo; el porte y el enraizamiento, es decir, la morfología y las características de la parte aérea y subterránea de las plantas; el crecimiento en altura y en volumen, la longevidad y las formas de reproducción de la especie.
El inventario y la ordenación de montes son fundamentales a la hora de planificar la explotación racional de los recursos forestales. Antes de realizar cualquier actuación en el monte, es necesario que éste se encuentre ordenado; es decir, dividido en diferentes zonas de tamaño más o menos pequeño, en cada una de las cuales se llevará a cabo –en distintos periodos y de modo más o menos gradual- una serie de actuaciones en función de las características de las especies vegetales que las pueblen, de las características del suelo, del clima, etc, y de la función –recreativa, productora de frutos, de madera, etc o protectora del suelo- que se haya asignado a cada zona. Mediante estas divisiones y subdivisiones del terreno forestal se consigue distribuir en el espacio y en el tiempo los aprovechamientos y las actuaciones selvícolas y compatibilizarlos con la pervivencia de las masas forestales y del equilibrio ecológico.
Igualmente importante es haber llevado a cabo, previamente a la ordenación, un inventario de los recursos forestales y de su crecimiento y distribución espacial para así poder llevar a cabo una perfecta planificación y cuantificación de lo que se puede extraer sin perjudicar a la masa.
Las principales limitaciones actuales de un técnico forestal para establecer unos tratamientos, ordenar los montes y racionalizar la explotación de sus productos son de tipo técnico –falta de maquinaria, materiales adecuados o medios económicos- y social –trabas administrativas y legales, presiones sociales y, sobre todo, inexistencia de una política forestal racional y equilibrada-. Al ser la sociedad al mismo tiempo destinataria y reguladora de los bienes y servicios del bosque, el sector forestal –una de las infraestructuras básicas- debe ser amparado por una correcta política forestal.
La evolución histórica del estado de los bosques y de su aprovechamiento racional ha estado ligada en la historia a los respectivos niveles culturales, sociológicos y políticos. La evolución de la selvicultura como ciencia aplicada ha sido paralela a la constatación social de que era necesario controlar racionalmente el proceso, al aumentar la demanda de productos forestales a causa del aumento de población y del desarrollo industrial, mientras que la oferta permanecía constante o incluso se reducía. Se produjo simultáneamente el avance científico en las disciplinas básicas de la selvicultura, lo que posibilitó su aplicación y la revisión de las prácticas aplicadas hasta la fecha.
Aunque ya a principios de la era cristiana los antiguos romanos realizaron prácticas de tipo selvícola y enriquecieron sus bosques con nuevas especies, la preocupación por el estado de los bosques y por su tratamiento es algo relativamente moderno: surgió en Alemania a principios del siglo XIX como un movimiento científico en pro de la defensa de los montes. Entonces, la sociedad empezó a darse cuenta de que había que proteger los bosques, degradados por una serie de circunstancias históricas: guerras, talas incontroladas para la construcción naval, roturaciones excesivas, pastoreo desordenado e incontrolado..-. Surgieron así varias escuelas forestales en las que se enseñaba la nueva ciencia. Una de las figuras más importantes fue Heinrich Cotta (1763-1844), considerado como uno de los creadores de la moderna selvicultura tras la publicación de su libro “Consejos selvícolas”.
A partir de entonces, la selvicultura fue evolucionando e incorporando nuevas tendencias y enfoques. El profesor muniqués Karl Gayer propugnó en 1880 una selvicultura próxima a la Naturaleza, que flexibilizara las hasta entonces rígidas ordenaciones de montes y que diese un mayor protagonismo a la regeneración natural de los bosques. En el siglo XX, la selvicultura ha estado marcada por corrientes diversas y modas a menudo pasajeras, mientras se iba formalizando lo que se ha denominado selvicultura general y se iban desarrollando multitud de técnicas específicas aplicadas a casos en concreto.
lunes, 17 de febrero de 2014
¿Se puede encontrar agua con una vara de zahorí?
Los radiestesistas pretenden detectar la existencia de una capa freática con la única ayuda de una rama de avellano o de nogal. Otros se sirven de un péndulo, es decir, de una pieza de hierro, cobre, cristal de roca o incluso madera, suspendida de una cadenita metálica o de un hilo (por ejemplo de cáñamo). Esa pieza puede tener las formas más variadas: bola, gota de agua y placa hexagonal, entre otras. Ésos son los instrumentos del delito.
El radiestesista, a menudo de buena fe, avanza por el campo armado con su famosa varita mágica en forma de Y, sujeta fuertemente por los dos brazos en V. Y ¡milagro!, en el punto decisivo la rama se pone a temblar o, más espectacular, apunta hacia el suelo, como marcando el punto donde hay agua. Sólo le falta gritar “¡aquí, aquí!”.
Eminentes científicos se han ocupado, evidentemente, de esta cuestión, empezando por el químico Eugène Chevreul (1786-1889), que hizo una serie de experimentos a partir de 1812. Los explica en una carta de 1833 al físico André Marie Ampére. En un primer momento, Chevreul observa que un anillo suspendido de un hilo de cáñamo oscila cuando se le coloca sobre el agua o sobre un bloque de metal. A continuación observa que los movimientos se atenúan, e incluso se paran, a medida que su brazo se apoya “en un soporte de madera que hace avanzar a voluntad entre el hombro y la mano”.
Chevreul repite la experiencia “con los brazos perfectamente libres”, y anota: “Sentí muy bien que al mismo tiempo que mis ojos seguían el péndulo que oscilaba, había en mí una disposición o tendencia al movimiento que, por involuntaria que me pareciera, era tanto más marcada cuanto más grande era el arco que describía el péndulo”. Entonces el químico decide repetir la experiencia con los ojos vendados. ¡Y el péndulo no se mueve!
En otras palabras, Chevreul había demostrado lo que otros científicos confirmaron más tarde: que el mero hecho de concentrarse en la oscilación del péndulo produce un movimiento muscular del brazo, imperceptible por el sujeto, que hace que el péndulo deje la posición de reposo (siempre que el brazo no esté sujeto). “Una vez comenzadas, las oscilaciones aumentaron enseguida por la influencia que ejercía la vista al ponerme en ese estado particular de disposición al movimiento”, subraya agudamente Chevreul.
Y el químico demostró que el movimiento se para (o se atenúa mucho) si se intercala una placa entre el metal y el péndulo, a condición de estar convencido de que esa “pantalla” anula la oscilación. Chevreul había demostrado así que hay una relación íntima entre el pensamiento y el movimiento, antes incluso de que se transmita la orden al músculo. Después, gracias a sensores extraordinariamente sensibles, los investigadores han multiplicado los experimentos que han confirmado el principio de Chevreul.
Por ejemplo, en una persona en reposo y totalmente relajada, el solo hecho de sugerirle que levante los brazos (sin que ejecute la orden ni haga el más mínimo movimiento aparente) produce un influjo muscular que el sujeto no nota en absoluto. Es más, afirma que no se ha movido, pero sin embargo el músculo ha recibido una orden imperceptible. ¡Precisamente la que desencadena el movimiento del péndulo!
Es decir, el solo pensamiento produce un impacto involuntario sobre el movimiento, del que la visión refuerza y amplifica el fenómeno esperado. He aquí por qué ningún radiestesista puede actuar con los ojos vendados. Y hasta hoy ninguno ha demostrado su talento sometido a un experimento científico.
Una de las últimas intentonas serias tuvo lugar en la universidad de Sofia-Antípolis el 12 de julio de 2001. Provisto de su varita mágica, un mago aceptó el reto: detectar la presencia de agua en unos tubos, ocultos y llenos de forma aleatoria. El experimento se hizo en una zona definida y controlada por el propio mago. Éste anunció que iba a acertar el 100% de las veces. ¡Fracaso total! No acertó ni una, de acuerdo con las leyes de la probabilidad.
Ya se habrán dado cuenta: ni la rama de nogal ni el péndulo son capaces en modo alguno o en cualquier lugar de encontrar agua, petróleo, tesoros ocultos, un misterioso metal enterrado o una persona desaparecida. Sin embargo, todavía algunos iluminados, generalmente inofensivos, practican su “arte” con inusitada aplicación, para convencer apenas a los soñadores…convencidos de antemano.
Otros, más peligrosos, se esfuerzan por propagar este tipo de pamplinas, como si les hiciera falta mantener en la ignorancia a más personas para que se aprovechen de tales sandeces charlatanes de medio pelo. Porque hacer suponer (o peor, hacer creer) que un desdichado trozo de madera, aunque sea de avellano, puede reaccionar ante una capa de agua oculta veinte metros bajo tierra, no indica simple idiotez, sino más bien manipulación.
domingo, 16 de febrero de 2014
El grafeno, material bidimensional
El Nobel ganado en 2010 por dos científicos de la Universidad de Manchester, Andrei Geim y Konstantin Novosiólov, reconocía el valor del “descubrimiento del carbono en capas monoatómicas, denominado grafeno, y de sus asombrosas propiedades”, según rezaba a su vez el discurso de concesión de la Medalla de la Royal Society británica, entregada igualmente en 2010 a estos mismos investigadores. Hasta aquí, todo normal: dos científicos excelentes, aunque desconocidos –como casi siempre- por el gran público, reciben premios, entre ellos el más importante del mundo, por unas investigaciones… que nadie entiende. ¿Material bidimensional, capas monoatómicas, grafeno?
Una capa monoatómica significa que se trata de una superficie extremadamente delgada, una finísima hoja cuyo espesor sería de un solo átomo, es decir, 0.00000000001 metros o bien 0.0000001 milímetros. Lo que significa que para alcanzar el grosor de un milímetro habría que apilar ¡10 millones de esas finísimas capas! Pues bien, ése es el famoso grafeno descubierto por Geim y Novosiólov, un material en el que los átomos de carbono están ordenados en forma de hexágonos planos de un solo átomo de espesor. Tan fina que parece que solo existen las dos dimensiones de un plano, longitud y anchura, puesto que la tercera, la altura, es tan pequeña que parece como si no existiera. De ahí lo de material bidimensional.
El grafeno así obtenido posee unas características absolutamente fantásticas: además de su extremada delgadez, lo que le hace ser transparente como el vidrio y al tiempo muy maleable, capaz de ser enrollado sobre sí mismo para formar tubos o adoptar cualquier forma, el grafeno es el mejor conductor del calor que se conoce y también un excelente conductor de la electricidad –mejor que el cobre más puro-. Y, además, es un material tan duro como el diamante que, recordémoslo, también es carbono cristalizado, pero no de forma plana sino en tres dimensiones.
A nadie se le ocultan las perspectivas industriales de un material semejante… De ahí el Nobel, a pesar de la juventud de ambos científicos. Geim lo recibió cuando tenía 52 años. Novosiólov sólo 36.
Andrei Konstantin Geim nació en Sochi, ciudad rusa en la costa del Mar Negro, en 1958. Muy poco después su familia se mudó a otra población no lejana, Nalchik, donde sus padres –judíos germano-rusos exilados- sabían que había un instituto inglés cuyo sistema educativo era el que deseaban para su hijo. Con todo, éste se licenció en Moscú y luego se doctoró en el Instituto de Física del estado Sólido de la Academia de Ciencias rusa, a los 29 años.
Un poco cansado de la dureza y la rigidez del sistema de ciencia soviético, consiguió becas postdoctorales sucesivas en Inglaterra y Dinamarca. Le encantó la libertad de acción de la investigación occidental, y al final aceptó en 1994 un puesto fijo de profesor-investigador en la Universidad de Nimega, en los Países Bajos. Allí fue donde tuvo como discípulo, por cierto muy aventajado, a un joven estudiante posdoctoral, Konstantin Serguéievich Novosiólov, también nacido en Rusia, en Nizhny Tagil, capital de los Urales centrales. Ambos trabajaron en superconductividad y nuevos materiales. Geim optó por quedarse en occidente y se nacionalizó en los Países Bajos.
Los dos científicos se entendían perfectamente, pero Geim, espíritu inquieto y divergente donde los haya, acabó disgustado con la rigidez académica holandesa, que le recordaba la de su país natal, y recordando la libertad de acción del sistema investigador británico acabó consiguiendo un puesto como responsable del Centro de Mesociencia y Nanotecnología de la Universidad de Manchester. Allí se mudó en 2001 y poco después su discípulo siguió sus pasos. Fue entonces cuando comenzaron a trabajar con el grafeno, que obtenían a partir de la mina de grafito de un lápiz, a la que adherían una especie de cinta adhesiva similar a la existente en todas las oficinas. Publicaron diversos trabajos cuya originalidad no pasó desapercibida para la comunidad científica; tanto que a pesar de lo reciente de sus descubrimientos, todo el mundo pronosticaba un Nobel para ellos. Como así fue.
Geim, siempre inconformista, regresó después del Nobel a Nimega como Director del Departamento de Materiales Innovadores y Nanociencia, y allí sigue ahora dando rienda suelta a su creatividad. Por su parte, Novosiólov se ha quedado en Manchester, donde sigue investigando. Ambos han adquirido la nacionalidad británica y poseen el título nobiliario de Sir.
Lo anecdótico del caso es que Geim había ganado en el año 2000 el premio Ig-Nobel de Física (que suena como “innoble”, en inglés), con el que la revista Anales del a Investigación Improbable parodia los Nobel de verdad, premiando investigaciones “que hacen reír y luego hacen pensar”. Geim lo ganó junto a un distinguido investigador británico de la Universidad de Bristol, sir Michael Berry, por explicar cómo se puede hacer levitar una rana mediante campos magnéticos. Estos premios Ig-Nobel los entregan auténticos premios Nobel en una jocosa ceremonia que tiene lugar en la Universidad americana de Harvard, y no siempre son recogidos por los científicos “galardonados”; no todos tienen sentido del humor… No fue el caso de Geim, que en su discurso aludió a la importancia de las investigaciones insólitas porque… llevaban a premios como aquél.
En todo caso, el grafeno tiene por delante una vida llena de posibilidades, no todas imaginable en el estado actual de la tecnología: nanotubos de carbono, superconductores que pueden revolucionar el mundo electrónico en prácticamente todas sus facetas, amén de mil y una aplicaciones de un material finísimo pero muy duro y al tiempo ultraflexible, conductor del calor y la electricidad, transparente… Al parecer, ya se están diseñando pantallas de ordenador, de televisión, de teléfonos móviles que se pueden enrollar como el más fino papel de seda. O placas solares que podrían envolver, como la tela más suave, cualquier vehículo con la máxima eficacia. Incluso es probable que la microelectrónica del día de mañana pueda prescindir del silicio y utilizar grafeno, mucho más ventajoso y sencillo de obtener. Y, con visión algo más futurista, nada impide pensar en trenes de levitación magnética o en sistemas electrotécnicos o electroópticos de cualquier tipo, en los que el cobre y otros materiales tan costosos como no renovables fueran sustituidos por el grafeno, que quizá pueda obtenerse… de la mina de un simple lápiz.