jueves, 27 de febrero de 2014

Historia de los cosméticos




El hombre ha tratado de mejorar su aspecto externo desde hace por lo menos 8.000 años: se han descubierto paletas para moler y remover polvos faciales y pintura para ojos y labios de esa antigüedad.

Aunque las primeras evidencias de su uso se han encontrado en Oriente Medio, según todos los indicios, la industria cosmética como tal tuvo su origen en el Lejano Oriente. Los estuches de cosméticos hallados en las tumbas reales de Mesopotamia y Egipto contenían ungüentos, cremas faciales, colorete, barra de labios, henna para uñas, palmas de las manos y plantas de los pies y sombreador de ojos. Hacia el año 4000 a.C., proliferaban en Egipto los salones de belleza y las fábricas de perfumes y el arte del maquillaje había alcanzado una gran perfección. Una de las posesiones más preciadas del hogar egipcio era el cofre de cosméticos. Contenía un pequeño disco de cobre, usado como espejo, cuchillas para afeitar el vello corporal, peines y tenacillas para rizar el pelo, pinzas para depilar las cejas, lápices para trazar el perfil del ojo, sombra de ojos, colorete y barras de labios.


Tabillas de arcilla egipcias, datadas hacia el 3000 a.de C. revelan algunos de los remedios cosméticos usados por las mujeres y los hombres egipcios de la época. Por ejemplo, las manchas en la cara se combatían con mascarillas de bilis de buey, huevos de avestruz batidos, aceite de oliva, harina, sal marina, resina vegetal y leche fresca. La piel seca o las arrugas, con una mezcla , aplicada durante seis horas, de leche, incienso, cera, aceite de oliva, estiércol de gacela o cocodrilo y hojas de enebro molidas, o con preparaciones a base de genitales de animales jóvenes –por ejemplo, falo de buey y vulva de ternera debidamente secados y molidos-. En tiempos de Cleopatra también se utilizaban todo tipo de sustancias: leche de burra, harina de avena y habas, levaduras, miel, arcilla, lodo del Nilo, aceites de palma, cedro, almendras…

Hacia el año 4000 a.de C., las mujeres egipcias ya sombreaban sus ojos en tonos verdes con malaquita en polvo, añadiendo brillos iridiscentes al mezclar caparazones machacados de ciertos escarabajos. El perfilado de los ojos y el oscurecimiento de pestañas y cejas se hacía con una pasta negra llamada kohol, preparada con el polvo de antimonio, almendras quemadas, óxido negro de cobre y arcilla ocre, que era aplicada, tras humedecerla con saliva, con palillos de marfil, madera o metal. Esa práctica está vinculada con el ojo de Horus, el halcón sagrado, cuya vigilante agudeza visual simboliza la lucha de la luz contra las tinieblas.

El oscurecimiento de ojos también tenía su razón práctica: ayudaba a protegerlos de los reflejos del
sol y alejaba a las moscas. Además, muchas mujeres egipcias se depilaban las cejas y se aplicaban otras postizas, cubriéndose por completo el entrecejo. Se sabe también que los tonos preferidos para los labios eran el negro azulado y el bermellón, que las egipcias más elegantes se teñían los dedos de manos y pies con alheña, dándoles una coloración anaranjada rojiza y que se acentuaban con tonos azules las venas de sus senos, y con tonos dorados la coloración de sus pezones.

En cuanto a las uñas, se cree que la laca o barniz en su forma actual se originó en China, donde el color de las uñas de la persona indicaba el rango social. En el III milenio a.de C., los chinos combinaban ya goma arábiga, clara de huevo, gelatina y cera de abejas para preparar barnices, esmaltes y lacas. Según un manuscrito Ming del siglo XV, durante siglos, los colores reales para las uñas fueron el negro y el rojo, aunque, en tiempos anteriores, durante la dinastía Chou (siglo VII), se preferían el oro y la plata.

También en Egipto, el color de las uñas era reflejo del estatus social, al marcar distancias con respecto al pueblo llano, que, obviamente, no podía cuidar de sus uñas. Predominaban los matices rojizos: la reina Nefertiti se pintaba las uñas de manos y pies de rojo rubí, mientras que Cleopatra prefería un rojo más oscuro. Las mujeres de rango algo inferior se reservaban tonos algo más pálidos. Pero no sólo ellas se pintaban las uñas: antes de cada batalla, los jefes militares egipcios, babilónicos y romanos –éstos en una primera época- se lacaban y rizaban los cabellos y se pintaban las uñas con el mismo tono que los labios.

Los griegos, poco dados a cosméticos y maquillajes, veían con agrado el uso de polvos faciales y
colorete para las mejillas. Una tez pálida era considerada en Grecia más atractiva que una sonrosada, así que las mujeres se embellecían la cara con cerusa –albayalde mezclado con cera, aceite, grasa o clara de huevo-. El problema era que usaban unos polvos de plomo que, además de perjudicar a la larga el cutis, provocaban no pocas intoxicaciones. Peor aún era el llamado oropimente, producto depilatorio utilizado por los griegos de ambos sexos que al contener arsénico, era altamente tóxico.

En cualquier caso, los griegos eran más partidarios de la naturalidad. El uso y abuso de cosméticos, maquillajes y afeites, no sólo era considerado de mal gusto, sino que se asociaba a cortesanas y prostitutas. Éstas se pintaban la cara, lucían complicados peinados, se teñían de rubio el cabello con un preparado en forma de pomada de pétalos de flores amarillas, polen y sales de potasio, aromatizado con manzana –o usaban pelucas rubias o amarillas- y se perfumaban el cuerpo.

En los últimos tiempos de esplendor de la civilización helena, los usos cosméticos orientales se extenderán al grueso de la población. La cerusa, el yeso y la creta recubrirán los rostros de las mujeres. El blanco se romperá con la aplicación de phukos, orcaneta o miltos, coloretes rojos vegetales o minerales que se aplican en las mejillas, rebajándolos con el blanco. Otros rojos se obtienen con mora, higo de Egipto o espino. Los ojos se pintan con azafrán o con ceniza, pestañas y cejas se ennegrecen con antimonio o se engominan con una brillantina hecha con clara de huevo y goma de amoníaco. La ceja griega –unión de las dos cejas en una sola- se obtiene dibujando un trazo oscuro entre ellas.

Los romanos tradicionales preferían a las mujeres sin maquillar y con cabellos sin teñir. Cuando en el siglo II a.C surgió por primera vez la moda de los productos cosméticos y de los tintes, se produjo una ola de quejas de hombres descontentos que, más tarde, sin embargo, se acostumbraron a ellos. Ya en el siglo I a. de C., Cornelio Galo, en un mensaje a su esposa, le insiste en que se pinte las mejillas con un maquillaje especial importado de la India. Otras mujeres, en cambio, preferían ofrecer un aspecto más pálido, utilizando albayalde o yeso blanco.

El poeta Horacio comenta que algunas mujeres se aplicaban lodo mezclado con excrementos de cocodrilo; en cambio, Ovidio prepara una mascarilla con ingredientes más apetitosos, recomendando una mezcla de cebada, alverja (una planta gemela), huevos, bulbos de narciso, astas de venado pulverizadas y miel para tener el cutis suave y radiante.

Hacia finales de la República, las mujeres modernas hacían un amplio uso de los productos
cosméticos. Los tarritos de pomadas, pinzas, peines y agujas para el cabello de aquellos tiempos son testigos de la importancia que tenían estos auxiliares para la belleza femenina en la vida cotidiana. En la Roma de Nerón se usaban harina y mantequilla para curar espinillas y erupciones cutáneas; piedra pómez mezclada con orina de niño para blanquear los dientes; loción de amapolas como base para aplicarse blanco de cerusa sobre el rostro; y las mujeres, vinagre, arcilla y corteza de encina macerada con limón para endurecer los pechos. Juvenal menciona en sus escritos el uso del sudor de lana de oveja como crema de noche, lo cual parece muy raro si no se aclara que se trata del equivalente a la actual lanolina.

Era tal el abuso que el epigramista Marcial (40-102) criticó así a una amiga: “Mientras te quedas en casa, Galla, tus cabellos se encuentran en la del peluquero; por la noche te quitas los dientes y duermes rodeada por un centenar de cajas de cosméticos. Ni siquiera tu cara duerme contigo. Luego guiñas el ojo a los hombres bajo una ceja que esa misma mañana has sacado de un cajón”.

En tiempos posteriores se perdió en buena parte el gusto cosmético. A finales de la Edad Media, los cruzados llevaron a Europa los cosméticos orientales y, a pesar de sus efectos nocivos, el albayalde se usó como maquillaje en este continente hasta el siglo XVIII. Con el Renacimiento, el maquillaje volvió con fuerza, surgiendo costumbres muy curiosas. Por ejemplo, la reina escocesa María Estuardo
se bañaba en vino e Isabel de Baviera solía hacerlo en jugo de fresas. El rey inglés Enrique VI popularizó una pomada perfumada elaborada con manzanas y grasa de perro joven, mientras que el barón Dupuytren se aplicaba dos veces al día un crecepelo elaborado con 150 gramos de virutas de madera de boj macerada durante dos semanas en 300 mililitros de vodka, más 50 de extracto de romero y 13 de extracto de nuez moscada.

Por entonces se volvieron a poner de moda las mascarillas, fueran sencillas –un filete de ternera- o más complicadas, como la utilizada por la duquesa de Alba: cuatro claras de huevo batidas y cubiertas con agua de rosas, llevadas a ebullición y espolvoreadas después con 15 gramos de polvo de alumbre y 7 de aceite de almendras. María Antonieta, por su parte, combatía el acné, al que era muy propensa, con una emulsión cocida a fuego lento de leche, limón natural y brandy.

En la Europa renacentista se empleó con fines estéticos otra sustancia venenosa: la belladona, de
cuyo fruto se obtenía un extracto de efectos narcóticos. Dicho nombre en lengua italiana significa “mujer hermosa”, pues cuando se aplica en los ojos dilata las pupilas y las hace brillar. Pero la belladona contiene atropina, sustancia que puede lesionar el globo ocular y causar ceguera. Por otro lado, las europeas del Renacimiento también usaban colorete de labios hecho con escamas desecadas de cierta cochinilla que se criaba en los cactos de México y otros países. Dichas escamas se mezclaban con clara de huevo y alumbre, y luego, con yeso blanco o con alabastro molido para formar el lápiz labial. Una sustancia usada en el siglo XVII para eliminar pecas era el cloruro de mercurio, un veneno tan mortífero que 1 gramo basta para causar la muerte: al ser absorbido por la piel destruye los tejidos y el sistema nervioso.

En la Europa del siglo XVIII, las mujeres blanqueaban su rostro ingiriendo un preparado de arsénico, con el que conseguían, al envenenar su propia sangre, una mortecina y enfermiza palidez. Por su parte, el colorete, que en sí mismo era inofensivo al elaborarse con sustancias vegetales inocuas –por ejemplo, moras y algas marinas-, se hacía peligroso al ser coloreado con cinabrio- un sulfuro rojo de mercurio venenoso-, y mucho más cuando ese mismo producto era utilizado para pintarse los labios. El colorete, el lápiz de labios e incluso las cejas postizas, hechas con pelo de ratón, eran usados igualmente por hombres y mujeres, y la pérdida de los dientes laterales se disimulaba con pequeñas bolitas de corcho.

Los famosos lunares postizos que durante mucho tiempo adornaron el rostro de hombres y mujeres
europeos se pusieron de moda en tiempos del rey francés Enrique II y su función original era la de tapar las marcas de viruela; la moda alcanzaría su pleno apogeo llegado el siglo XVIII. Estos lunares postizos, generalmente hechos con pedacitos de seda, terciopelo o papel engomados, eran de todos los tamaños y formas imaginables: estrellas, media luna, sol, círculo, cuadrado, corazón y hasta simulando animalillos. No era cosa indiferente dónde se fijaban; según el sitio, se les daba un nombre diferente: en medio de la frente, el lunar se llamaba mayestático; en la nariz, impertinente; en los ojos, apasionado; en la comisura de los labios, besucón; sobre los propios labios, coquetón; en medio de la mejilla, galante; entre la boca y la barbilla, discreto;… las damas se los ponían incluso en sitios de no fácil y común acceso a la vista.

Llegados a este punto, es conveniente recordar que el uso de los cosméticos no siempre ha sido bien recibido por las autoridades morales de algunas épocas. El teólogo griego del siglo II Clemente de Alejandría propuso que se prohibiera por ley el uso de cosméticos, pues sólo servían para que las mujeres casadas engañaran a sus maridos sobre sus méritos físicos.

Mucho después, en 1770, el Parlamento británico no llegó por poco a aprobar una ley que, entre otras cosas, decía: “Las mujeres de cualquier edad, rango o profesión, ya sean vírgenes, doncellas o viudas, que seduzcan o induzcan con fines matrimoniales sirviéndose de esencias, pinturas, aplicaciones cosméticas, dientes o cabellos postizos, incurrirán ante la ley en las mismas penas que se aplican contra la brujería, y el matrimonio será considerado nulo”.

Similares críticas se volvieron a oír cuando el uso del colorete alcanzó de nuevo auge en Europa a finales del siglo XVIII. En la revista británica Gentlemen´s Magazine –por supuesto, masculina y misógina- se leyó: “Las solteras que siguen esta moda tienen cierta excusa, pues deben encontrar marido. Pero esta frivolidad resulta incompatible con la dignidad de la mujer casada”. Afortunadamente, la guillotina de la Revolución Francesa cortó de raíz todo lujo aristocrático y las
mujeres dejaron de perder la cabeza –por así decirlo- por el colorete.

En 1926, el francés Paul Baudecroux lanzó al mercado, con gran éxito comercial, el llamado rouge baiser (“beso rojo”), un carmín labial indeleble que tiene la erótica propiedad de dejar su huella allá donde las damas posen sus labios –un simple e inocente vaso, una prometedora mejilla o un comprometedor cuello de camisa-.

A finales del siglo XIX, se había puesto de moda la piel matizada con polvos de arroz. Esta tendencia va declinando a principios del siglo XX con la introducción de tonalidades que ofrecen variaciones cromáticas en función de los tipos de piel o del momento del día. El nacimiento del cine mudo pone de moda por algún tiempo el rostro blanco, de ojos muy pintados, labios acentuados con pintalabios de tono morado que la industria alemana ya fabrica a partir de colorantes sintéticos. Los productos se diversifican: ya empiezan a encontrarse en el mercado coloretes en polvo, sombras de ojos y el famoso rímel, que alarga y espesa las pestañas. Pero la auténtica revolución en los productos cosméticos no se produce hasta 1960, cuando empiezan a hacerse más refinados y ofrecen nuevas gamas de colores, diferentes consistencias y untuosidades.

El maquillaje se armoniza con el vestido, el pintalabios con el pintauñas y las modas metamorfosean
las caras cada vez más rápidamente. En 1930, triunfa la mujer sencilla, poco maquillada, pero en 1935 es el momento de las de aspecto joven y deportivo, con el cabello teñido de rubio platino y ondulado, labios gruesos, cejas depiladas y luego dibujadas en forma de arco, afinadas o engrosadas por la sombra de ojos.

Los modelos que se siguen, a menudo copiados de Hollywood, cambian al aparecer nuevas estrellas. Se difunden a partir de las revistas femeninas (Marie Claire, 1939; Elle, 1945) y de manuales que mediante fotos y esquemas aconsejan a sus lectoras. La mujer establece una relación lúdica con su cara: apenas se da unos toques para ir al mercado o se maquilla un poco para ir al trabajo, pero echa mano de los ocres y de los dorados para asistir a un cóctel, o se adorna como una diosa para las fiestas nocturnas. Así, afirma su singularidad jugando con caracterizaciones sucesivas que abarcan todas las horas de la jornada. Activa y dinámica, también conoce la manera de disimular bajo el maquillaje unas ojeras o un rictus.

En la era de la información, la mujer se convierte en actriz de sí misma. Ya no existe la fealdad. Tampoco la permanencia. A partir de ahora, el rostro le será infiel a todo, salvo a su antojo.

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