viernes, 31 de enero de 2014

Francisco Salzillo y la imaginería española – La Edad de Oro de la escultura sacra española





El murciano Francisco Salzillo perteneció a la última generación de grandes escultores barrocos españoles que dedicaron su talento y su trabajo al a imaginería sacra. Sus pasos procesionales, por su belleza clásica, su realismo, su cuidada composición y su fuerte espiritualidad, constituyen la muestra más admirada de su prolífica obra escultórica.

Tras el Concilio de Trento (1545-1546), desde algunos sectores contrarreformistas se intentó frenar sin éxito la imparable demanda y la proliferación de reliquias, objetos y representaciones religiosas, al considerarlos un peligroso estímulo para el desarrollo de la idolatría y de la superstición. Sin embargo, lo cierto es que durante los siglos XVII y XVIII, la Iglesia fomentó más que nunca la producción del art sacro al mostrarse éste como el medio más directo para instruir y acercar a los fieles a los dogmas e ideales católicos, y a la práctica de los ritos.

En España, todos los organismos y centros religiosos comenzaron a encargar cientos de retablos, sillerías, sepulcros y, sobre todo, imágenes con destino a iglesias, monasterios y parroquias. La consideración de tales figuras como objetos de culto devocional de carácter populista propició que estas manifestaciones escultóricas adquirieran tintes cada vez más expresivos y naturalistas. De esta forma, ya se tratase de figuras individuales o de grupos, la creación artística quedó supeditada a la teatralidad y al realismo, algo que se hizo muy evidente en los pasos procesionales.

Las cada vez más numerosas cofradías, como expresión más directa de la religiosidad popular, fueron las principales impulsoras de los pasos procesionales –del latín passus, “escena de pasión”-, que se convirtieron en el reto más estimulante y difícil del escultor religioso, del imaginero. La creación de los pasos –en especial los de varias figuras- suponía pera los imagineros un arduo trabajo debido a su gran complejidad compositiva y técnica. Éstos debían ser concebidos para poder ser observados desde cualquier punto de vista sin perder el equilibro compositivo; además, al tratarse de una temática tan específica y tantas veces repetida, quedaba muy poco margen para la variedad y la originalidad creativa. Por otra parte, debido a su finalidad procesional, se requería el empelo de materiales ligeros que facilitaran su transporte.

El alto coste de materiales como el mármol o el bronce había obligado a sustituir su uso escultórico –limitado a las escasas muestras de arte profano español del periodo barroco- por el de otros más asequibles como la madera o el yeso; pero estas materias todavía resultaban demasiado pesadas para el uso procesional de los pasos, así que, en muchas ocasiones, fue necesario ahuecar las figuras, emplear elementos de cartón o construir con armazones falsos cuerpos –a veces articulados-, que quedaban escondidos bajo telas y ropajes. Esta pobreza de materiales fue la causa de los graves deterioros sufridos por muchas imágenes con el paso del tiempo.

Pero la pobreza de materiales de la imaginería barrroca se vio compensada por la gran verosimilitud
que se lograba mediante la policromía. Las esculturas de madera tallada se recubrían por una amalgama de yeso que era la verdadera receptora de la pintura; por lo general, la talla y la pintura de imágenes eran especialidades separadas, afrontadas por artistas distintos. El reclamado realismo se acrecentó aun más con el uso de postizos como ropajes y adornos –muchas veces pretendidamente contemporáneos-, dientes de pasta, ojos –y, a veces lágrimas- de cristal y cabellos naturales.

La gran demanda y la creciente expansión de la creación imaginera convirtieron al Barroco en la Edad de Oro de la escultura española. Aunque su auge se generalizó por todo el país, las creaciones más numerosas y de mayor calidad se concentraron en zonas artísticas muy concretas. Durante los siglos XVI y XVII, la mayor actividad se centró en los talleres de Castilla –Valladolid y Palencia- y Andalucía –Sevilla, Granada y Málaga-, a los que durante el siglo XVIII se añadieron los de Levante –Murcia-.

Los grandes maestros de la escuela castellana, como Alonso Berruguete (h.14989-1561), Juan de Juni (h.1507-1577) o Gregorio Hernández (1576-1636), se caracterizaron por su naturalismo y su marcada expresividad. La escuela andaluza, más sobria y emotiva, estuvo representada, entre otros, por Juan Martínez Montañés (1568-1649), Juan de Mesa (1586-1627), Alonso Cano (1601-1667) o Pedro de Mena (1628-1688). En cuanto al taller escultórico levantino, fue encabezado por el escultor español más sobresaliente de su tiempo, Francisco Salzillo (1707-1783).

Francisco Salzillo fue uno de los más destacados escultores de pasos procesionales y a esta actividad
pertenecen sus más reconocidas creaciones. Desde pequeño ya dio muestras de su gran talento, heredado de su padre Nicolás Salzillo, un escultor de origen italiano que aprovechó la prosperidad que por entonces disfrutaba la región levantina para establecer un importante taller en Murcia, cuidad en la que nacieron sus hijos Francisco era el mayor de siete hermanos; durante su infancia, compaginó su educación en el colegio de los jesuitas con el aprendizaje del arte escultórico sacro, una actividad a la que renunció cuando decidió ingresar como novicio en el Convento de Santo Domingo.

A la muerte de su padre –en 1727-, se vio obligado a abandonar sus aspiraciones monacales para mantener a su familia, haciéndose cargo del negocio paterno. Salzillo desvió entonces su fervor religioso hacia la creación escultórica. A pesar de que ya con sus primeras obras adquirió una gran reputación, esto no alteró nunca su austero y piadoso modo de vida centrado en el trabajo, tal como muestra el hecho de que sólo se ausentase de Murcia en una ocasión –cuando por cuestiones de negocios tuvo que viajar al a cercana Cartagena- y de que en su haber consten casi 2.000 obras, reflejo evidente de una inagotable actividad.

Durante más de veinte años, Salzillo se dedicó a la imaginería religiosa más variada y elaboró numerosas imágenes de Cristo, la Virgen y los santos, pero su verdadero prestigio lo alcanzó en la madurez gracias a los pasos procesionales. El primero que realizó fue “La Caída” –encargado en 1752-, composición semifrontal de cinco figuras que destaca por un marcado naturalismo y un fuerte idealismo clasicista, la impronta más característica de la obra de Salzillo, y una tendencia que se irá agudizando con el paso de los años. Tras “La Caída”, se dedicó casi exclusivamente a la creación de pasos procesionales.

Con su nombramiento en 1755 como escultor del Consejo de la Ciudad de Murcia, los encargos se
multiplicaron. De su extensa obra sobresalen los pasos que realizó para la cofradía de Jesús el Nazareno, como “La oración en el huerto” (1754), “La Sagrada Cena” (1762) o “El Prendimiento” (1763). Las cinco figuras de “La oración en el huerto” se complementan con un naturalista suelo que imita un irregular terreno natural y la curiosa inclusión de un árbol; la mitología popular que –al igual que sucediera con muchos otros imagineros- rodeó la obra de Salzillo llegó a atribuir la realización de la famosa figura del ángel de este paso –de estudiada belleza clásica- a una misteriosa mano sobrenatural.

En sus últimos años, la obra de Salzillo fue adaptándose a las nuevas tendencias clasicistas que invadieron la cultura desde mediados del siglo XVIII; la imaginería, sometida a la moderación neoclásica, abandonó poco a poco el apasionamiento y el dramatismo de los siglos anteriores, lo que, junto con el progresivo declive de las celebraciones de la Semana Santa, convirtió este peculiar arte escultórico en un vestigio del pasado. A pesar de ello, y hasta hoy en día, las imágenes creadas por Francisco Salzillo siguen siendo fuente de admiración y de veneración populares.


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