domingo, 11 de agosto de 2013
La Ventaja Comparativa
Si la economía de mercado tuviera que resumirse en dos artículos de fe claves, éstos serían los siguientes: primero, la mano invisible haría que la suma de los actos interesados de todas las personas sea beneficiosa para la sociedad en su conjunto; segundo, el crecimiento económico no es un juego de suma cero, donde por cada ganador hay un perdedor. Estos credos son contrarios a la intuición, en particular el último. Forma parte de la naturaleza humana dar por sentado que cuando alguien se vuelve más rico, más gordo o más saludable es a costa de algún otro que se vuelve más pobre, más delgado o más enfermo.
Tomemos, por ejemplo, dos países, Portugal e Inglaterra, que comercian entre sí con vino y paños. Ocurre que Portugal es más eficiente que Inglaterra produciendo ambas mercancías. Puede hacer paños por la mitad de lo que cuesta producirlos en Inglaterra y vino por la quinta parte.
Nuestro Portugal tiene lo que los economistas denominan una ventaja absoluta en la producción de ambos tipos de bienes. A primera vista, la regla de la división del trabajo (según la cual debemos especializarnos en aquello para lo que somos mejores) no parece proporcionar una solución; y podríamos dar por hecho que es poco lo que Inglaterra puede hacer para competir más allá de resignarse a perder lentamente su riqueza. Pues bien, no es así.
En este caso, si Inglaterra dedicara todos sus recursos a producir paños y Portugal se concentrara en el vino, ambos terminarían, en conjunto, produciendo más paño y vino. Y luego Portugal podría cambiar sus excedentes de vino por paños ingleses. Esto se debe a que, en nuestro ejemplo, Inglaterra tiene una ventaja comparativa en la fabricación de paño, a diferencia de lo que ocurre con el vino, donde es muchísimo menos eficiente que los portugueses.
El padre de la ventaja comparativa, el economista David Ricardo, usó este ejemplo en su innovador libro de 1817, “Principios de Economía Política y Tributación”. Inicialmente esto parece ilógico porque estamos acostumbrados a la idea de que cuando se compite sólo puede haber ganadores y perdedores. Sin embargo, la ley de la ventaja comparativa demuestra que el comercio entre los países puede conducir a una situación en la que todos resultan ganadores.
La razón para ello es que cada país sólo cuenta con una cantidad limitada de personas y éstas sólo pueden dedicar una cantidad limitada de horas a una tarea particular. Incluso aunque Portugal pudiera en teoría producir algo de forma más barata que Inglaterra, no podría producirlo “todo” de forma más económica, pues el tiempo que dedica a fabricar paños, por ejemplo, reduce el tiempo que puede dedicar a la producción de vino o cualquier otra cosa.
Aunque la noción de ventaja comparativa se aplica usualmente a la economía internacional, es igualmente importante a una escala menor. En el artículo sobre la división del trabajo poníamos el ejemplo de un empresario que era más talentoso que su personal en todo, desde la gestión hasta la limpieza de las instalaciones. La ventaja comparativa nos permite explicar por qué le conviene más dedicar su tiempo a la actividad que genera más dinero (la dirección de la empresa) y dejar las demás tareas, menos rentables, a sus empleados.
Es común emplear la teoría de la ventaja comparativa de Ricardo como columna vertebral de las discusiones a favor de la libertad de comercio, en otras palabras, la abolición de los aranceles y los límites a las importaciones del extranjero. El argumento es que un país puede prosperar más comerciando libremente con otros países (incluso aquellos que, en el papel, son más eficientes que el nuestro en la producción de bienes y servicios) que cerrando sus fronteras.
Sin embargo, algunos, entre los que se encuentra el destacado economista Paul Samuelson, advierten que, pese a su elegancia, las ideas de Ricardo no pueden aplicarse al pie de la letra a la economía del mundo moderno, mucho más compleja que la de su época. En particular, estos críticos señalan que cuando Ricardo presentó su teoría a comienzos del siglo XIX había restricciones reales a los movimientos de capital (dinero y valores), algo que no ocurre en la actualidad, cuando con sólo presionar una tecla un empresario puede transferir electrónicamente activos por valor de miles de millones de dólares de un extremo a otro del mundo.
Jack Welch, otrora presidente de General Electric, acostumbraba a decir que lo ideal para su compañía sería tener “cada planta en una barcaza”, de modo que las fábricas fueran libres de ir allí donde los costes laborales, materiales y fiscales fueran menores. Hoy es posible sostener que semejante escenario es una realidad, pues las compañías, que ya no están atadas a una nación en particular como ocurría en la época de Ricardo, pueden trasladar su capital y sus empleados adonde quieran. En opinión de algunos economistas, la consecuencia de esto es que los salarios caen con rapidez y los ciudadanos de ciertos países terminan por encontrarse peor que los de otros. El contraargumento es que, a cambio, el país que ha exportado puestos de trabajo de esta forma se beneficia de los mayores beneficios obtenidos por las compañías, que éstas redistribuyen a sus inversores, así como de unos precios más bajos en las tiendas.
Otros han afirmado que la ventaja comparativa es una teoría demasiado simplista, que da por sentado, entre otras cosas, que todos los mercados son perfectamente competitivos (cuando en la realidad el proteccionismo interno y los monopolios garantizan que no lo son), que existe el pleno empleo y que los trabajadores desplazados pueden con facilidad encontrar otros empleos en los que sean igual de productivos. Por otro lado, algunos objetan que si las economías se especializaran en industrias particulares, como propone la teoría de la ventaja comparativa, su diversidad económica se reduciría de forma significativa, lo que la haría extremadamente vulnerables a un cambio en las circunstancias (por ejemplo, un descenso súbito del apetito de los consumidores por sus productos). En Etiopía, donde el café constituye un 60% de las exportaciones, un cambio en la demanda en el extranjero o una mala cosecha debilitarían enormemente la economía del país.
No obstante, la mayoría de los economistas considera que la ventaja comparativa sigue siendo una de las ideas económicas más importantes y básicas de todas, pues al demostrar que las naciones pueden prosperar más mirando hacia fuera que hacia adentro, constituye una de las bases del comercio mundial y la globalización.
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