
El físico teórico británico Paul Dirac, el primero en considerar la posible existencia de antipartículas, aseguraba en su discurso tras recibir el premio Nobel de Física en 1933 que, al igual que eran posibles dichas antipartículas, podrían serlo las antiestrellas, los antiplanetas e, incluso, los antihombres. Es decir, podía existir la antimateria.
A principios del siglo XX, proliferaron de una manera inusitada complejas teorías físicas, opuestas al sentido común y difíciles de asimilar. Por un lado, la relatividad especial asegurando extraños comportamientos para la materia a altas velocidades y relaciones sorprendentes como aquella que existe entre masa y energía –E=mc2-. Por otro, la incipiente física cuántica, proponiendo una naturaleza ondulatoria para la materia en el ámbito microscópico, donde se desenvuelven las partículas subatómicas como el protón o el electrón.

Inquietado por esta anomalía pero muy seguro de su teoría, Dirac siguió investigando en sus


La reputación de Dirac no tuvo que esperar mucho tiempo el respaldo de los físicos experimentales. Tan sólo cuatro años después, en 1932, el físico estadounidense Carl Anderson (1905-1991) decidió utilizar una cámara de Wilson –un cilindro lleno de aire cargado de vapor de agua-, introducida dentro de un electroimán para estudiar los rayos cósmicos.
Los rayos cósmicos son radiaciones muy energéticas provenientes del espacio interestelar que, al

El resultado del experimento fue que, en varias de las fotografías tomadas, se evidenciaban

Las generalizaciones, entonces, no se hicieron esperar. Si existían positrones o antielectrones, podrían existir también antiprotones y antineutrones. Sin embargo, la energía necesaria para la observación de estas antipartículas era bastante superior a la obtenida en los laboratorios de la época. Y es que, para crear partículas de masa mucho mayor que la del electrón, se necesitan también energías mucho más grandes debido a la equivalencia E=mc2 entre masa y energía.
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