domingo, 8 de enero de 2012
1634-La rendición de Breda - Velázquez (2)
(Continúa de la entrada anterior)
Cuando Velázquez se encaró con el lienzo en blanco ya habían transcurrido unos diez años desde el suceso, y leyenda popular y obras de ficción lo habían distorsionado ya. El pintor, un investigador nato para sus composiciones, buscó para su cuadro una amalgama de todo ello. Ningún testigo de la época dejó escrito que Nassau le hiciese entrega de las llaves de la ciudad a Spínola. Esta escena fue una invención de Calderón de la Barca para su obra de teatro “El sitio de Breda”, escrita hacia 1626. Y ésa es la fuente de la escena central del cuadro de Velázquez: el teatro.
El pintor nunca escondió el origen teatral del lienzo: Spínola y Nassau parecen realmente estar representando una escena con un decorado de fondo. Basta con mirar a Spínola e imaginar las palabras que Calderón puso en su boca en aquel instante: “Justino, yo las recibo (las llaves) y conozco que valiente sois, que el valor del vencido hace famoso al que vence”. Un gesto que ejemplifica el valor español más universal de la época: la hidalguía, la gran idea que subyace en el cuadro.
Sin embargo, no todo es ficción aquí. El paisaje tras las figuras humanas es la verdadera Breda y sus alrededores, esbozado casi como un mapa, a la manera de los pintores flamencos: un paisaje holandés pintado a la holandesa, uno de los guiños geniales de Velázquez, puesto que nunca estuvo en aquellas regiones y se hubo de basar en grabados y pinturas mediocres y descripciones literarias. Para documentar el sitio y la rendición de Breda, la corte de Felipe IV había encargado tres cuadros al pintor holandés Peeter Snayers, conservados en el Museo del Prado. Se considera que estos lienzos reflejan mejor la realidad que el de Velázquez, y que éste incluso los utilizó como inspiración para plasmar el paraje de Breda que nunca conoció. Resulta algo bastante creíble, si se observa la composición del paisaje, típicamente flamenco, con una llanura pintada de un modo casi topográfico. La atmósfera azulada es la propia de aquellas tierras del mar del Norte, captada, además, con una perfecta perspectiva aérea (es decir, logra mediante la gradación de los colores y las pinceladas dar la sensación de lejanía, de que hay aire de por medio).
Velázquez desarrolla el tema sin vanagloria ni sangre. Los dos protagonistas están en el centro de la escena y más parecen dialogar como amigos que como enemigos. Justino de Nassau aparece con las llaves de Breda en la mano y hace ademán de arrodillarse, lo cual es impedido por su contrincante que pone una mano sobre su hombro y le impide humillarse. En este sentido, es una ruptura con la tradicional representación del héroe militar, que solía figurarse erguido sobre el derrotado, humillándolo. Igualmente se aleja del hieratismo que dominaba los cuadros de batallas. Es verista la plasmación de Spínola, a quien Velázquez conoció en una travesía entre Barcelona y Génova. El rostro de Nassau, en cambio, era ajeno al pintor y sólo pudo verlo en algún retrato: por ello, quizá, Velázquez lo colocó en escorzo.
La entrega de llaves, símbolo del poderío español, es el centro del cuadro y el colofón de la pieza teatral de Calderón. Pero a ambos lados de Spínola y Nassau, en una imperfecta simetría, están sus soldados. Podrían haber sido meros figurantes, pero Velázquez (que tampoco rehuyó inmortalizar en otras obras a los más escondidos protagonistas de la corte: los enanos y bufones) los dotó de rasgos propios. Curiosamente, casi ninguno está observando el solemne acto de entrega de llaves. Están ensimismados en sus pensamientos, son protagonistas de su propia historia. Pero todas las caras tienen un rasgo en común: cansancio, tanto las de los vencedores como las de los vencidos. Éste es un detalle que se corresponde con la verdad: el sitio de Breda y las guerras holandesas en general supusieron un esfuerzo enorme para las arcas españolas y Velázquez lo sabía. A la derecha están los soldados españoles, alzando sus picas - el cuadro también se conoce como "Las lanzas", a pesar de que las armas que aparecen son más propiamente picas (en el bando español) y alabardas (en el holandés). A la izquierda, los soldados holandeses se representan con un aspecto bisoño, pero sin que trasluzca la impresión de la derrota sufrida.
“La rendición de Breda es un inmenso espectáculo de magia pictórica donde nada está dejado al azar. ¿Quiénes son los vencedores? El grupo con armas más abundantes y mejor ordenadas, el de la derecha, los españoles. ¿Quiénes los vencidos? Los que muestran menos armas y colocadas de manera desordenada, el de la izquierda, los holandeses. Y el toque supremo, un juego con dos momentos en el tiempo: detrás, las humaredas dan a entender que el sitio sigue en marcha; delante, se sella la paz.
La composición formal es una distribución de elementos y manchas de color que sólo podría darse por pura casualidad, pero que jamás parece falsa. Ésa es la cualidad que distingue a los pintores geniales de los meros pintores. Cada personaje adopta una postura y un ropaje que le permiten destacar de los que le rodean por contraposición. La horizontalidad del cielo y el paisaje choca con la verticalidad de las armas españolas. Cuatro picas imperiales y su bandera se alinean a la derecha, dos de las holandesas y su blasón lo hacen a la izquierda.
Algunos otros detalles del cuadro que merecen la pena destacarse son:
- Velázquez colocó casi escondido, hacia el centro a la derecha, a un soldado tocando el pífano. Efectivamente, éste y el tambor eran los principales instrumentos de la soldadesca. Curiosamente, uno de los más grandes homenajes a Velázquez, efectuado por el impresionista Manet, es el “Tocador de pífano”, pintado en 1886.
- Los personajes que Velázquez colocó en retaguardia en la parte española, a la derecha, se corresponden con la imagen arquetípica de los temidos tercios de Flandes: soldados bigotudos y patilludos.
- Una cara mira hacia nosotros en el extremo derecho, tras el caballo. Esta figura, perfectamente individualizada, ha sido identificada por diversos estudiosos como la del propio Velázquez, que ya hizo lo mismo en dos lienzos más: “La adoración de los Reyes Magos” y, posteriormente, sin misterio alguno, en “Las Meninas”.
- Los dos caballos que sirven para delimitar los grupos de soldados parecen la misma figura vista de frente y de espaldas.
- Spínola contaba en el momento de la rendición más de 50 años, una edad que parece bien plasmada. Nassau tenía 10 más y, en cambio, resulta más joven que Spínola.
- Sólo dos armas de fuego en todo el cuadro. Una en cada bando y portadas por dos soldados en casi simétricas posturas. Ambos adoptan la posición símbolo de la no agresión: con el arcabuz al hombro.
Otro detalle curioso es que el cuadro, en un pequeño rincón a la derecha, muestra una hoja en blanco, en teoría destinada a albergar la firma del autor. Se trata en realidad de una especie de “anti-firma”, pues constituye una ostentación de la voluntad del artista de no especificar su nombre. A través de ese papel en blanco, Velázquez está declarando de manera orgullosa que no necesita firmar sus obras para que se reconozca su autoría, pues su estilo y calidad hablan por sí solos.
Pero la cartela en blanco –que también aparece en el Retrato ecuestre de Felipe IV- se inscribe también en un contexto más preciso y se relaciona con la posición que ocupaba o quería ocupar el pintor entre los artistas que trabajaban para la Corte. Ambos cuadros fueron realizados para el Salón de Reinos. Además de Velázquez, como hemos mencionado más arriba, en la decoración del lugar participaron muchos de los pintores más importantes que trabajaban entonces en Madrid. Ello propiciaba el enfrentamiento artístico entre dos generaciones de artistas: los que se habían formado al amparo de los pintores que llegaron para trabajar en El Escorial en la segunda mitad del siglo XVI, y una más moderna, integrada por artistas que desde sus inicios habían estado en contacto con el estilo naturalista. Ambos grupos tenían como cabezas a Vicente Carducho y Velázquez respectivamente. La relación entre ambos nunca fue buena. Carducho ocupaba una posición muy importante entre los artistas que trabajaban en la Corte, pero se vio seriamente amenazada ante la llegada del sevillano.
Para la decoración del Salón de Reinos, a Carducho se le encargaron tres de las grandes escenas de batallas, en consonancia con el lugar que ocupaba en los medios artísticos madrileños, mientras que Velázquez tuvo que ocuparse de una de ellas, además de cinco cuadros ecuestres. Una de las cosas que llaman la atención en los cuadros de aquél es que todos ellos están firmados con largas inscripciones en latín en las que además de indicar la fecha y el tema del cuadro se presenta a sí mismo como pintor del rey. Haciendo ostentación de la omisión de su firma, Velázquez estaba, entre otras cosas, respondiendo a su colega Carducho y afirmando que mientras éste necesitaba de una larga inscripción en latín para identificarse como autor de los cuadros, los suyos hablaban por sí mismos.
Que el lienzo haya llegado a nuestros días es casi un milagro: se salvó del incendio del Buen Retiro en 1640 y después volvió a esquivar las llamas que destruyeron el Alcázar (la residencia real) en 1734. De ahí pasó al nuevo hogar de los monarcas españoles, el Palacio Real, hasta que Fernando VII en 1819 lo donó como parte de la colección fundacional del Museo del Prado, donde sigue expuesto.
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