jueves, 15 de diciembre de 2011

1851-Exposición Universal de Londres (1)



La mañana del 1 de mayo de 1851, día oficial de fiesta, la reina Victoria y el príncipe Alberto subieron a su carroza a las 11,30 para marchar ceremoniosamente desde el palacio de Buckingham al nuevo Palacio de Cristal de Londres, en Hyde Park. Llevaban consigo a sus dos hijos mayores: “Vicky”, vestida de satén blanco con puntillas, y “Bertie”, el futuro Eduardo VII, en traje de escocés.

Para la reina éste fue, según sus palabras, “uno de los días más grandes y gloriosos” de su vida. Las carrozas, los soldados y sobre todo las enormes multitudes le hicieron recordar su coronación. Para Alberto, aquello era la culminación de muchos meses de trabajo. El Palacio de Cristal era el centro de la primera gran Exposición Internacional de Londres, en la cual se exhibirían los productos y la maquinaria de todas las naciones. En gran parte, a él se debía el haberse hecho realidad el proyecto de tal exposición. Alberto era presidente de la Real Sociedad de las Artes, en la que se había examinado por vez primera la propuesta. En un banquete celebrado en la Mansión House en marzo de 1850, resumió el propósito de la exposición: ofrecer “una imagen viva del grado de desarrollo al que ha llegado la humanidad, y un nuevo punto de partida desde el cual todas las naciones pudieran dirigir sus futuros esfuerzos.”

Alberto era también miembro de la Comisión Real que había llevado a cabo los complicados y laboriosos planes, a veces haciendo frente no sólo a la oposición sino al ridículo. Pero al final todo había concluido bien. Mientras la carroza real avanzaba lentamente, las multitudes se extendían hasta donde alcanzaba la vista. La reina y el príncipe se sintieron emocionados al vislumbrar por primera vez aquel día el gigantesco edificio sobre el que tremolaban las banderas de todas las naciones.

Cuando la pareja real entró en el edificio sonaron las trompetas y las 600 voces de un coro entonaron el himno nacional acompañadas por un gigantesco órgano. Alberto leyó un informe sobre la gran empresa, la reina dio la réplica, el arzobispo de Canterbury recitó una oración y el coro entonó el “Aleluya” de Haendel. Durante el canto del coro se produjo un imprevisto, cuando un misterioso visitante de China “emocionado por la solemnidad de la escena”, rodeó el borde de una bella fuente y fue a prosternarse ante la reina. A continuación, una gran procesión recorrió el edificio entre ondear de pañuelos y vítores ensordecedores. La reina oyó gritos de Vive la Reine, entre los de God save the Queen.

El anciano duque de Wellington avanzó del brazo de su viejo compañero de armas Lord Anglesey, que había perdido una pierna en la batalla de Waterloo, mientras una banda militar interpretaba la “Marcha bélica de los sacerdotes”, que Mendelssohn compuso para el drama de Racine “Athalie”. Pero a pesar de la música bélica, la exposición celebraba los triunfos de la paz y el libre comercio, a los que se consideraba inseparables. Entre los numerosos dignatarios la reina vio a Joseph Paxton, diseñador del Palacio de Cristal y antiguo ayudante de jardinero del duque de Devonshire. Según una descripción contemporánea, en la concurrencia figuraban “las aristocracias de la sangre, el intelecto y la riqueza”, y representantes de las ciencias y las artes como Henry Cole, organizador de la exposición. El primer ministro, Lord John Russell, tan feliz como la reina, se sintió sumamente impresionado por “la conducta general de las multitudes reunidas” y por su “lealtad y alborozo”.

Sólo tres años antes, una marea de revoluciones barría Europa. Ahora, Londres, henchido de visitantes extranjeros, parecía un modelo de estabilidad política, de la misma forma que la economía británica parecía un modelo de progreso industrial. Uno de los colegas de Alberto en la comisión fue el ingeniero George Stephenson, hijo del constructor de la locomotora Rocket. Otro, Sir William Cubitt, presidente del Instituto de Ingenieros Civiles. También había representantes del mundo del algodón, la lana, la seda, la banca y la agricultura.

Aquel 1 de mayo de 1851 no hubo tiempo para que la reina y Alberto admiraran la enorme variedad de objetos expuestos, pero la pareja había de volver muchas veces, e incluso la reina quiso pasar allí su trigésimo segundo cumpleaños. Pero el 1 de mayo volvió a su palacio a la 1,20 del mediodía, aclamada a lo largo de todo el trayecto. Tanto ella como Alberto salieron al balcón para escuchar los vítores más enfervorizados. Luego recibieron, entre otros, al duque de Wellington, que cumplía aquel día 82 años. Después de una cena en familia, se les permitió a los niños seguir levantados algo más de lo habitual, hasta que la reina y Alberto fueran a la ópera. La lectura de los diarios de la mañana siguiente pareció ser tan estimulante y agradable para la reina Victoria como la inauguración. Un articulista del The Times comparaba la gran nave del Palacio de Cristal y su gran arco con una catedral. Decía haber visto algo “sin parangón antes y que, en la naturaleza de las cosas, jamás podría repetirse”. “Se había concebido –añadía- como un solemne tributo al arte y sus riquezas”, y “a algunos les recordó aquel día en que todas las edades y pueblos se reunirán alrededor del trono de su Hacedor”.

Pero, ¿qué exhibía la Gran Exposición? La verdadera pieza maestra fue el propio edificio. Joseph Paxton, que trazó su primer diseño de un edificio de cristal y hierro sobre una hoja de papel secante, creó una estructura que era un “matrimonio entre la belleza y la fortaleza”. Fue la revista “Punch” la que dio al edificio su nombre de Palacio de Cristal. Estaba compuesto de 300.000 paneles de cristal insertados en piezas normalizadas y con una superficie de 9 hectáreas, construido en sólo 22 semanas, justo a tiempo para recibir los productos que comenzaron a llegar al puerto de Londres el 12 de febrero de 1851, menos de tres meses antes de la fecha prevista de inauguración. El hierro era ya el material dominante de la Revolución Industrial; ahora llegaba la primacía del cristal, que Paxton había utilizado por primera vez en un invernadero.

El edificio, de 560 m. de longitud y 33 m. de altura, con una nave central, transeptos y un enorme arco, era lo suficientemente grande para albergar árboles –de hecho, los grandes olmos de Hyde Park se respetaron, construyéndose el edificio a su alrededor-. Soldados que colaboraron en la obra, corrieron y saltaron para comprobar la resistencia de los pisos antes de la inauguración. Sin embargo, más que la hazaña de ingeniería lo que más sedujo al público fue lo novelesco del edificio, y lo mismo ocurrió con muchos objetos expuestos. La Fuente de Osler, de 8 metros de altura y con 4 toneladas de cristal, parecía una fuente mágica. El diamante Koh-i-Noor, propiedad personal de la reina Victoria, encerrado en una jaula de oro, fascinó también a los visitantes, tanto a los que no entendían de diamantes como a los que no habían visto uno nunca. Cerca de la entrada de la exposición había un enorme bloque de carbón de 24 toneladas, no lejos de una colosal estatua de Ricardo Corazón de León. “Nos tememos que la maquinaria –decía el Daily News- no será el sector más popular, aunque sea el más amplio de la exposición”.

Pero el periódico estaba equivocado, pues algunas piezas de maquinaria sí atrajeron a los visitantes. La gente contemplaba sobrecogida la gran prensa hidráulica del puente Britannia, y con fascinación la máquina de fabricar sobres de De La Rue, que podía hacer 45 sobres plegados y engomados por minuto. Había varios expresos ferroviarios y un triciclo de vapor para carretera. El martillo neumático de James Nasmyth era capaz de cascar una nuez o de forjar el cojinete principal de un buque de vapor.

(Continúa en la siguiente entrada)

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