
En 1959, un grupo de rebeldes encabezados por el comandante Fidel Castro alcanza el poder en Cuba tras derrocar al régimen, vendido a Estados Unidos, que encabezaba Fulgencio Batista. Una consecuencia inmediata de la revolución es que muchas empresas estadounidenses se ven perjudicadas, pero también varias organizaciones mafiosas que controlaban los negocios del juego y la prostitución en la “isla del placer”. Para colmo de males, Castro es un ferviente “antiamericano” que odia a cualquier persona o empresa que huela a yanqui.
Todos estos elementos y la proximidad geográfica de los dos países hacen que apenas dos años después de la revolución el presidente Eisenhower apruebe el programa de acciones clandestinas contra el régimen de Castro. Según un documento de la CIA se pretendía “sustituir al régimen de Castro por otro más fiel a los verdaderos intereses del pueblo cubano y más aceptable para Estados Unidos, por medios que impidan que se vea la intervención americana”. Una impresionante declaración de principios.
A comienzos de 1961, John F.Kennedy es elegido presidente de Estados Unidos y se encuentra sobre la mesa un plan de la CIA, puesto en marcha por su antecesor, para que 1.500 exiliados cubanos desembarquen en la bahía de Cochinos y arrebaten el poder por la fuerza a Castro. Es difícil explicar la razón por la que el recién llegado presidente no se opone radicalmente a una operación con tanta dosis de locura. Sin embargo, cuando se produce la invasión se niega a prestarle el imprescindible apoyo de su aviación, lo que convierte el intento de golpe de estado en una salvaje escabechina que acaba con los mercenarios cubanos en manos de un victorioso y reforzado dictador Castro. Quizás ese comportamiento extraño –cuentan que Kennedy se sintió engañado por su cúpula militar- se deba a que el presidente, que odiaba sobradamente a Castro, quería acabar con él, pero sin que se notara lo más mínimo su intervención directa.
Un mes después de esta monumental chapuza, Kennedy decidió ordenar al consejo Nacional de Seguridad que la prioridad de su trabajo recayese en acabar con el régimen de Castro. Daba igual qué medios se emplearan: el fin era trazar un plan para conseguir que hechos reales o inventados justificaran a los ojos del pueblo estadounidense y de todas las democracias occidentales que las fuerzas militares de Estados Unidos se habían visto obligadas a invadir Cuba.
El programa subversivo se puso en marcha en noviembre de 1961 y recibió el nombre de “Plan Mangosta”. Se le dio tal importancia que participaron en él la CIA, la USIA (Agencia de Información de Estados Unidos), el Pentágono y el Departamento de Estado. Y para darle el máximo nivel de dirección y conocer personalmente al detalle cada uno de sus movimientos, el presidente colocó al frente del proyecto a su hermano Robert Kennedy, Fiscal General de Estados Unidos.
En un par de meses elaboraron un programa de acciones encubiertas contra Cuba que derrochaban una imaginación sorprendente y bastante calenturienta. Se trataba de promover la subversión interna, el aislamiento político internacional de Cuba, el asesinato de Fidel Castro y otros líderes importantes de la revolución, la guerra psicológica e incluso la biológica, para concluir irremediablemente con la inevitable y anunciada invasión de los marines estadounidenses.
El listado de propuestas fue largo. Una de las más curiosas tuvo como protagonista al astronauta más conocido del mundo, John Glenn. El 20 de febrero de 1962 fue lanzado al espacio en una

Otra acción más desestabilizadora consistía en que se produjera un furibundo ataque cubano a la

Otro de los planes alternativos para provocar tal horror en la opinión pública estadounidense que permitiera una intervención militar en Cuba era igual de cinematográfico, pero todavía más despiadado. Se trataba de dar una mayor dosis de realismo a la batalla supuesta, y no se escatimó el cuidado de los pequeños detalles. La inteligencia pensó en hundir uno de sus propios barcos, para lo cual el Grupo Especial Ampliado tenía decidido solicitar la colaboración de la Armada. No se les ocurrió otra cosa que pedirles que uno de sus buques hundiera en aguas próximas a Cuba a otro de sus barcos, simulando que era atacado por las fuerzas armadas cubanas, y que después procediera a salvar a los náufragos –supuestos, aunque nadie los iba a librar de un chapuzón-. El plan preveía incluso un efecto final demoledor: facilitar en poco tiempo a los medios de comunicación la lista de los fallecidos, aunque no se sabe qué clase de nombres pondrían y si estaban dispuestos a contratar plañideras para dar más realismo a los funerales. Una operación que recuerda mucho al hundimiento del Maine y la subsiguiente guerra con España para arrebatarle Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
Otra acción que se les ocurrió para imputársela a Castro fue el derribo de un avión de pasajeros

Otra de las ideas geniales de este grupo de alto rango, encargado de buscar pretextos para acabar con Castro, fue organizar la colocación de una potente bomba en Miami o incluso en

Más aparentemente altruista pero mucho más inhumana, sería la aplicación de otro de sus planes. Consistía en que un avión exactamente igual a los que utilizaban los cubanos, pintado con la enseña de la isla, bombardeara uno de los países vecinos de Cuba. La bomba, de fabricación rusa, como todas las que estaban en poder de los militares castristas, provocaría un número indeterminado de muertos –no supuestos, esta vez de verdad-. Estados Unidos, el país más solidario con la desgracia ajena, no tardaría en intervenir militarmente para castigar al malo.
Sin embargo, lo más alucinante de todo fueron los planes diseñados para asesinar a Castro. Si antes de la llegada de Kennedy a la presidencia, Estados Unidos había montado la “Operación 40”, cuyo fin era agrupar a asesinos profesionales contratados por la CIA para preparar atentados que acabarían con la vida del mandatario cubano, después el más exquisito de los sibaritismos presidió estas acciones criminales.
La CIA estudió el proyecto y llegó a una conclusión rotunda: los mejores asesinos eran los de la mafia, por lo que si llegaban a un acuerdo para acabar con la vida del dictador contaban con la ventaja de que el sagrado honor de los mafiosos garantizaría el secreto del encargo. Eso sin contar con que la mafia tenía suficientes motivos para querer asesinar voluntariamente a Castro, ya que la llegada del revolucionario había acabado con sus suculentos y prósperos negocios en la isla. Con mayor o menor conocimiento del presidente Kennedy, cuando todo el comité organizador de estos planes estuvo de acuerdo, le encargaron a John Roselli y a su jefe, Sam Giancana, que mataran a Castro a cambio de 150.000 dólares, una fortuna para la época. No tardaron en aceptar, pero como consideraron un honor segar la vida del cubano, no aceptaron recibir ni un duro por cumplir la misión.
En tres ocasiones los matones del clan mafioso intentaron sin éxito acabar con la vida del dictador. Con productos químicos que les facilitaron los agentes de la CIA, primero intentaron

El 19 de junio de 1975, el capo mafioso Sam Giancana fue citado para declarar por el Comité de Inteligencia del Congreso, donde debía explicar su participación en las conspiraciones de la CIA para acabar con Castro. Ese día, cuando salía de su casa de Illinois, fue asesinado a tiros por personas desconocidas.
Excepto los intentos de asesinato impulsados por la CIA, el presidente John F.Kennedy no aceptó ninguno de los proyectos propuestos en la operación “Mangosta” que él personalmente puso en funcionamiento con el deseo de terminar como fuera con el régimen castrista. Kennedy no emprendió acciones fantasma para justificar la invasión de Cuba, aunque cabe la posibilidad de que si no hubiera sido asesinado el 22 de noviembre de 1963, quizás se habría terminado embarcando en una guerra contra su odiado Fidel Castro.
Su sucesor, Lyndon B.Johnson, fue informado de la existencia de “Mangosta”, pero dio la orden de dar “carpetazo” al proyecto, dicen que para evitar un enfrentamiento con Rusia. Lo hizo sabiendo que una de las propuestas era bastante cara, pero absolutamente genial: lanzar sobre Cuba, desde un avión, billetes de ida gratis para que los cubanos huyeran de la isla. Eso sí, ningún billete debería tener como destino los Estados Unidos.
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