El atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 fue de una índole imprevista. La bomba utilizada por Al Qaeda liberó una energía equivalente a mil ochocientas toneladas de TNT, una cantidad considerablemente mayor que la de los ensayos nucleares que llevó a cabo Corea del Norte el 9 de octubre de 2006.
La causa de los destrozos no fue el impacto de la aeronave. El avión pesaba 131 toneladas y se movía a 960 km/h. La fórmula E=1/2 mv2 permite calcular la energía del movimiento o energía cinética. Para aplicar esta ecuación, hace falta usar las unidades de medida adecuadas –y averiguarlas suele ser lo más difícil-; una vez hechos los cálculos, vemos que la cantidad de energía en cuestión fue apenas el equivalente a una tonelada de TNT, o lo que es lo mismo, mil ochocientas veces menor que la que realmente usaron los terroristas. Lo que destruyó los edificios no fue la energía cinética; de hecho, cuando recibieron el impacto de los aviones, las torres del World Trade Center apenas se tambalearon. Si el lector es capaz de soportarlo, le recomiendo que vea otra vez las imágenes, pero esta vez prestando atención a la parte alta de los rascacielos, por encima de donde impacta el avión. Fíjese en que esa parte del edificio apenas se mueve. El impacto en sí no hizo mucha mella.
El verdadero origen de la energía que destruyó las Torres Gemelas sorprende por su simpleza, a saber: las sesenta toneladas de queroseno que cargaba cada uno de los aviones para cruzar Estados Unidos. He aquí la sorprendente base física del atentado: una tonelada de queroseno o de gasolina, cuando arde en el aire, libera una energía equivalente a 15 toneladas de TNT. Así pues, 60 toneladas de gasolina liberan una energía equivalente a 900 toneladas de TNT. Teniendo en cuenta que eran dos aviones, el total de energía que se generó fue de 1.800 toneladas, o 1,8 kilotones.
La causa de los destrozos no fue el impacto de la aeronave. El avión pesaba 131 toneladas y se movía a 960 km/h. La fórmula E=1/2 mv2 permite calcular la energía del movimiento o energía cinética. Para aplicar esta ecuación, hace falta usar las unidades de medida adecuadas –y averiguarlas suele ser lo más difícil-; una vez hechos los cálculos, vemos que la cantidad de energía en cuestión fue apenas el equivalente a una tonelada de TNT, o lo que es lo mismo, mil ochocientas veces menor que la que realmente usaron los terroristas. Lo que destruyó los edificios no fue la energía cinética; de hecho, cuando recibieron el impacto de los aviones, las torres del World Trade Center apenas se tambalearon. Si el lector es capaz de soportarlo, le recomiendo que vea otra vez las imágenes, pero esta vez prestando atención a la parte alta de los rascacielos, por encima de donde impacta el avión. Fíjese en que esa parte del edificio apenas se mueve. El impacto en sí no hizo mucha mella.
El verdadero origen de la energía que destruyó las Torres Gemelas sorprende por su simpleza, a saber: las sesenta toneladas de queroseno que cargaba cada uno de los aviones para cruzar Estados Unidos. He aquí la sorprendente base física del atentado: una tonelada de queroseno o de gasolina, cuando arde en el aire, libera una energía equivalente a 15 toneladas de TNT. Así pues, 60 toneladas de gasolina liberan una energía equivalente a 900 toneladas de TNT. Teniendo en cuenta que eran dos aviones, el total de energía que se generó fue de 1.800 toneladas, o 1,8 kilotones.
¿La gasolina contiene más energía que el TNT? Sí, mucha más. De hecho, hasta las galletas de chocolate contienen más energía que el TNT. Si queremos destruir un coche, podemos usar un barreno de TNT, pero la misma cantidad de galletas de chocolate, ingeridas –por ejemplo- por unos adolescentes armados con mazos, pueden causar una destrucción mucho mayor. Las galletas de chocolate proporcionan unas cinco kilocalorías por gramo, cifra que podemos encontrar en cualquier libro sobre dietética, mientras que el TNT sólo proporciona 0.65 kilocalorías por gramo, es decir, nueve veces menos.
La mayoría de la gente se sorprende ante el dato, pero si se piensa, resulta lógico. El TNT no se usa por su alto contenido energético, sino por lo rápido que libera su energía. El motivo de esta rapidez es que, a diferencia de la gasolina o de las galletas de chocolate, no necesita combinarse con aire. Los átomos de las moléculas de TNT son como muelles comprimidos y sujetos por un seguro; si se suelta el seguro, la energía sale disparada. De modo análogo, si se rompe una molécula de TNT, la energía resultante rompe los “seguros” adyacentes y se produce una reacción química en cadena que hace detonar todo el TNT. En una millonésima de segundo, la energía de los “muelles” se transforma en energía cinética. Las moléculas tienen una gran velocidad, lo que significa que están calientes.
Hay muchas formas de medir la energía. En los tratados de armamento nuclear, la unidad de medida estándar es la equivalencia en toneladas de TNT. Según la definición de los controladores de armas, una tonelada de TNT posee la energía de un millón de kilocalorías, aunque el verdadero TNT sólo proporciona dos terceras partes de esa energía. La unidad favorita de los físicos no es la kilocaloría sino el julio; una kilocaloría contiene unos cuatro mil doscientos julios.
El contenido energético de diversos materiales es un factor clave, no sólo para el terrorismo, sino para muchas aplicaciones benignas. Por ejemplo, una batería de ordenador de gran calidad apenas proporciona un 1% de la energía contenida en una cantidad de gasolina del mismo peso. Esta cifra tan baja es la razón física fundamental por la que casi nadie conduce aún un automóvil eléctrico.
El elevado contenido energético de la gasolina –y de otros derivados del petróleo, como el queroseno- la convierte en una sustancia ideal para utilizarla como arma. Este uso bélico, conocido desde hace mucho tiempo, probablemente se remonta a Bizancio y tal vez sea el secreto del famoso “fuego griego”. La gasolina era el ingrediente fundamental de los cócteles Molotov que se usaban en España en la década de los treinta –el nombre ruso se acuñó después-. En las dos guerras mundiales, lo que realmente lanzaban los lanzallamas era gasolina ardiendo. El napalm, un compuesto de gasolina, se hizo tristemente famoso en la guerra de Vietnam. En Afganistán las tropas estadounidenses emplearon las llamadas bombas de combustible para causar bajas entre los talibán y minar su moral. Se trata de un explosivo temible por la misma razón por la que los atentados del 11-S fueron tan eficaces, a saber: por la enorme densidad energética de la gasolina. Siete toneladas de gasolina, mezcladas con aire y detonadas desde un paracaídas, liberan una energía equivalente a más de cien toneladas de TNT. Moraleja: en lugar de lanzar bombas de TNT, que malgastan la capacidad de carga del avión, es mejor transportar y lanzar gasolina, que tiene quince veces más poder explosivo por tonelada.
Los autores de los atentados del 11-S no hicieron uso de una gran potencia para destruir las Torres Gemelas, sino que aprovecharon el alto contenido energético del queroseno. La energía desatada provocó que la estructura de acero de los edificios alcanzase una gran temperatura, es decir, que las moléculas del acero se moviesen –en rigor, vibrasen- a gran velocidad. Cuando las moléculas se agitan adelante y atrás, desplazan a las moléculas cercanas: por eso los objetos calientes se expanden. El problema es que ese aumento de la separación entre las moléculas también debilita su fuerza de atracción. En consecuencia, el acero caliente es más endeble que el frío. El reblandecimiento de la estructura de acero terminó provocando el derrumbe de los edificios.
Los terroristas del 11-S sacaron un tremendo partido de estas particularidades. Cuando Mohamed Atta subió a bordo del vuelo 11 de American Airlines en el aeropuerto de Boston, lo único ilegal que llevaba encima eran sus intenciones: ni armas de fuego, ni explosivos, ni cuchillos. A pesar de las deficiencias –más que documentadas –de los controles de seguridad de las compañías aéreas, el riesgo de que los sorprendiesen con un arma era demasiado grande como para que Atta y sus secuaces se aventurasen a correrlo. Además, tampoco les hacía falta.
La genialidad de la operación residió en su escaso riesgo. No eran necesarios explosivos. No había que introducir armas a bordo ilegalmente. Prácticamente no se requería ninguna infraestructura organizativa. El peligro de que se descubriese el plan era mínimo porque los únicos terroristas que tenían que estar al corriente de los detalles de la misión eran los pilotos. El plan de Atta dependía de una norma de las líneas aéreas –a la sazón en vigor, aunque ya nunca más volverá a estarlo- según la cual los pilotos debían cooperar con los secuestradores: no discutan ni los amenacen: limítense a hacer lo que les pidan. Hasta entonces, la táctica había salvado vidas… y aviones.
Atta y sus compinches eligieron vuelos a primera hora de la mañana para minimizar el riesgo de que saliesen con retraso y así poder atacar Nueva York y Washington simultáneamente. Y lo que es más importante, escogieron vuelos transcontinentales, para garantizar que los aviones estuviesen cargados de combustible.
Atta sabía que el 11 de septiembre sería el último día en que se podría secuestrar un avión con facilidad. Desde esa fecha, no parece muy necesaria la presencia de policías a bordo, pues ningún piloto volverá a ceder voluntariamente los mandos de la aeronave a un terrorista. Y en el caso de que un secuestrador mate a los pilotos, sólo conseguirá desatar la furia y el coraje de los pasajeros y la tripulación, como ocurrió apenas una hora y cuarto después del atentado contra las Torres Gemelas, cuando los pasajeros del vuelo 93 de United Airlines asaltaron la cabina.
1-El control de pasajeros
Los autores de los atentados del 11-S aprovecharon sus nociones de seguridad aeroportuaria. No es que tuvieran un conocimiento muy profundo ni especializado: se trataba de cosas sabidas por cualquier persona que poseyese una mínima pericia técnica y se hubiese informado sobre secuestros aéreos anteriores. Recordemos cómo eran los controles de seguridad antes del 11-S.
Antes de embarcar en un avión, había que pasar el equipaje de mano por una máquina de rayos X. Este aparato es capaz de detectar objetos escondidos mediante un análisis de su silueta, pero las imágenes no tienen la suficiente resolución como para revelar un objeto camuflado con astucia. Sería bastante fácil ocultar un cuchillo introduciéndolo en una funda hecha con el mismo material pero que tuviese una forma de aspecto inofensivo. Probablemente los terroristas no tuvieran intención de usar este tipo de camuflaje, pues les bastaba con las pequeñas armas legales que llevaban encima. Si los servicios de seguridad descubren a un pasajero con un cuchillo de gran tamaño, se pondrán en alerta ante la posibilidad de un secuestro. Dado que el plan consistía en secuestrar varios aviones, era importante no despertar ninguna sospecha hasta tomar el control de la aeronave.
Los detectores de metal están diseñados para detectar cuchillos y armas de fuego. Se basan en el hecho de que los metales, al contrario que la mayoría de los materiales, conducen electricidad. El pasajero tiene que pasar por un arco que, desde el punto de vista de la física, no es más que una gran bobina de alambre. El paso de la corriente eléctrica por el alambre lo convierte en un electroimán de gran tamaño. Este electroimán provoca que la corriente fluya por todo metal que pase por debajo, con lo cual lo magnetiza al instante y podrá detectar su presencia. Si el pasajero lleva un imán permanente, aunque esté hecho de cerámica –material que no es buen conductor-, el detector de “metales” también lo descubrirá. Por eso muchos libros ocultan entre sus páginas material magnético, para que los detectores instalados en las librerías avisen de que alguien intenta salir de la tienda con un libro robado.
Los detectores de metales no detectan cuchillos ni pistolas: detectan conductores e imanes. Dado que los seres humanos somos un poco conductores –principalmente a causa de la sal disuelta en nuestra sangre-, los detectores de metales no pueden ser demasiado sensibles, una limitación que deja un resquicio por el que pueden introducirse armas. Es posible fabricar un puñal mortífero de cerámica –en especial, de circonia, que también se usa para fabricar diamantes falsos- y que el detector no lo perciba. Hoy día existen hasta pistolas de cerámica, aunque la mayoría tiene un cañón metálico que activaría el detector de metales o se vería en la pantalla de rayos X.
Los terroristas del 11-S, sin embargo, no tuvieron necesidad de introducir clandestinamente armas de alta tecnología, ni siquiera de baja. Simplemente, se aprovecharon de que el reglamento de seguridad de la época permitía llevar a bordo un cuchillo, siempre que la hoja midiese menos de diez centímetros de largo. La norma era de lo más arbitraria: ¿por qué una hoja de diez centímetros y no de veinticinco? Se trataba de una concesión a aquellas personas que, como los Boy Scouts, llevan navaja por sistema, por ejemplo una de esas del ejército suizo con múltiples utensilios.
Los terroristas, en cambio, escogieron cuchillas de cortar papel –cúters-, que tienen una hoja corta pero, por lo general, mucho más afilada que las navajas; casi tanto como las cuchillas de afeitar. Asimismo, son armas más eficaces por que no se pliegan como las navajas, luego no hay peligro de que, al usarlas como puñal, se cierren accidentalmente (precisamente por eso son ilegales los cuchillos con bloqueo, como las navajas automáticas o los llamados “cuchillos de gravedad”). La hoja del cúter es retráctil y va guardada dentro del mango, con lo cual, hasta que no se usa, parece un objeto inofensivo. De hecho, ni siquiera parece un arma, sino un simple utensilio como el que podría llevar cualquier alumno de Bellas Artes; fue una elección muy acertada. Además, antes del 11-S era perfectamente legal llevar cúters a bordo.
Si el personal de seguridad de un aeropuerto percibe algo sospechoso –por ejemplo, el operario de la máquina de rayos X ve algo raro en el equipaje de mano-, podrían registrar al pasajero en cuestión, pero lo más probable es que se limiten a examinarlo con un dispositivo de rastreo: el operario de turno cogerá una varilla con la punta de algodón y la pasará por el equipaje o por la ropa del pasajero. La varilla va dentro de una caja que tiene un sistema que reconoce los explosivos más corrientes. Si el sospechoso ha fabricado una bomba, lo más probable es que se detecten los vapores de los explosivos empleados. El dispositivo no tiene por qué descubrir la bomba propiamente dicha, y, si está bien envuelta, puede que ni siquiera sea capaz de detectarla; pero es muy difícil eliminar completamente el olor a explosivos de la ropa, cabello, uñas y otros objetos que el pasajero lleve consigo. La mayoría de la gente no huele a explosivos, pero quienes han estado manipulándolos, sí.
Los terroristas, conscientes de todo esto, planearon un atentado que no requiriese explosivos ni armas detectables. Probablemente pasaron sus cuters por una máquina de rayos X, o quizá se los entregaron a los agentes de seguridad, quienes se los devolvieron una vez hubieron pasado por el detector de metales. No fueron los agentes de seguridad los que fallaron en el 11-S; lo que falló fue la normativa que aplicaban. Como también falló la capacidad de prever la posibilidad de un atentado de semejante naturaleza. Los estadounidenses no se imaginaban que alguien lo bastante inteligente como para secuestrar un avión estuviese dispuesto a suicidarse. (Continuará)
Los terroristas, en cambio, escogieron cuchillas de cortar papel –cúters-, que tienen una hoja corta pero, por lo general, mucho más afilada que las navajas; casi tanto como las cuchillas de afeitar. Asimismo, son armas más eficaces por que no se pliegan como las navajas, luego no hay peligro de que, al usarlas como puñal, se cierren accidentalmente (precisamente por eso son ilegales los cuchillos con bloqueo, como las navajas automáticas o los llamados “cuchillos de gravedad”). La hoja del cúter es retráctil y va guardada dentro del mango, con lo cual, hasta que no se usa, parece un objeto inofensivo. De hecho, ni siquiera parece un arma, sino un simple utensilio como el que podría llevar cualquier alumno de Bellas Artes; fue una elección muy acertada. Además, antes del 11-S era perfectamente legal llevar cúters a bordo.
Si el personal de seguridad de un aeropuerto percibe algo sospechoso –por ejemplo, el operario de la máquina de rayos X ve algo raro en el equipaje de mano-, podrían registrar al pasajero en cuestión, pero lo más probable es que se limiten a examinarlo con un dispositivo de rastreo: el operario de turno cogerá una varilla con la punta de algodón y la pasará por el equipaje o por la ropa del pasajero. La varilla va dentro de una caja que tiene un sistema que reconoce los explosivos más corrientes. Si el sospechoso ha fabricado una bomba, lo más probable es que se detecten los vapores de los explosivos empleados. El dispositivo no tiene por qué descubrir la bomba propiamente dicha, y, si está bien envuelta, puede que ni siquiera sea capaz de detectarla; pero es muy difícil eliminar completamente el olor a explosivos de la ropa, cabello, uñas y otros objetos que el pasajero lleve consigo. La mayoría de la gente no huele a explosivos, pero quienes han estado manipulándolos, sí.
Los terroristas, conscientes de todo esto, planearon un atentado que no requiriese explosivos ni armas detectables. Probablemente pasaron sus cuters por una máquina de rayos X, o quizá se los entregaron a los agentes de seguridad, quienes se los devolvieron una vez hubieron pasado por el detector de metales. No fueron los agentes de seguridad los que fallaron en el 11-S; lo que falló fue la normativa que aplicaban. Como también falló la capacidad de prever la posibilidad de un atentado de semejante naturaleza. Los estadounidenses no se imaginaban que alguien lo bastante inteligente como para secuestrar un avión estuviese dispuesto a suicidarse. (Continuará)
Estupendo reportaje.
ResponderEliminarEspero leer pronto la continuación.
Gracias