lunes, 21 de junio de 2010

Marco Polo: ¿aventurero o farsante? (1)


¿Honrado o farsante? ¿Impostor u honesto? ¿Fabulador o sincero? Es lo mismo, porque lo importante de un viaje no es simplemente ir, sino volver y contarlo para que otros puedan aprovechar las experiencias de los pioneros. Y ésta es la trascendencia de Marco Polo: antes de él, la ruta entre Occidente y Oriente era un abismo; tras su Libro de las Maravillas, una autopista señalizada.

En los siglos XIII y XIV, Europa definía el ámbito de la cristiandad, que estaba enfrentada con Oriente Próximo y África, que equivalían al Islam. En España se desarrollaba la Reconquista, y en la otra ribera del Mediterráneo, musulmanes y católicos estaban enfrentados en las Cruzadas. Lo que ocurría más allá de Tierra Santa era campo para la fabulación y la leyenda.

En este ámbito cabe interpretar las primeras noticias que se tienen en Europa de la aparición de una nación belicosa a quien se llamó, por extensión, tártaros, aunque lo correcto es decir mongoles. Así, en 1219, Jacques de Vitry, obispo de Acre, anunciaba la existencia de unos feroces guerreros surgidos de los confines del orbe para ayudar a los soldados de Cristo contra sus rivales naturales. Claro que, cuando los mongoles se asomaron por el este europeo esta percepción cambió y se terminaron las ilusiones de que turcos y árabes fueran mareados en solitario por los nómadas de las estepas.

“El mayor placer que un hombre puede tener es la victoria: conquistar los ejércitos de su enemigo, perseguirlos, privarle de sus posesiones, reducir sus familias a lágrimas, cabalgar en sus caballos y hacer el amor con sus mujeres e hijas”. Si realmente Gengis Khan pronunció estas palabras no está claro. Pero de lo que no cabe duda es que representaban una filosofía que compartía plenamente. En 1207 lideró a sus jinetes fuera de Mongolia iniciando el más ambicioso y brutal programa de conquista que el mundo ha conocido. La velocidad del avance mongol fue asombrosa: en 1233 habían tomado Persia y se habían hecho con la península de Crimea; en 1241 ya poseían Moscú, habían derrotado a los polacos, barrido Moravia y Silesia y ocupado Hungría; en 1261, Siria ya era suya y se hallaban en las fronteras de Egipto; 19 años más tarde, retomando su flanco posterior, conquistaron China, poniendo esa nación de 90 millones de personas bajo su control. Ocuparon también el norte de la India y lo único que les impidió apoderarse de Japón fue una tormenta que destruyó su flota y que entró en la leyenda como “kamikaze” o “Viento Divino”.

El secreto del éxito mongol era su movilidad, habilidad táctica y, sobre todo, ferocidad. Allá donde iban, asesinaban sin miramientos, a cientos de miles, millones, lo que aterrorizaba a la población: 700.000 murieron en Merve, 1.600.000 en Herat, 1.747.000 en Nishapur. No se daba cuartel, no se tomaban prisioneros. En Nishapur se decapitó a los supervivientes –hombres, mujeres y niños- y se hicieron pirámides con sus cráneos; se mataba incluso a los perros y gatos. Después, se saqueaban los edificios y se destruían. La ciudad, sencillamente, dejaba de existir. Y aunque el número de muertos fuera exagerado, servía como propaganda, porque era un holocausto basado en el miedo. No había refugio posible, ni siquiera la religión: cuando cayó Bagdad, entre los dos millones de muertos consignados por un historiador del siglo XIV, estaba el califa, líder espiritual del Islam. Tal y como Gengis exclamó: “Soy el azote de Dios. Si no hubierais cometido graves pecados, Dios no os habría enviado un castigo como yo”.

Hacia 1260, los mongoles habían levantado el mayor imperio terrestre de la historia del mundo, extendiéndose desde el Pacífico hasta el río Dnieper y desde Siberia a los estrechos de Malaca. No era, sin embargo, un imperio particularmente sólido: se dividía en kanatos autónomos, siendo los dos mayores el de Persia y el Imperio del Gran Khan, que comprendía China y Mongolia. Tampoco duró mucho: para el siglo XIV, los diversos kanes habían conseguido su independencia, adoptado las costumbres de las civilizaciones que habían aplastado y pronto todo volvió a ser como antes de su llegada. Sin embargo, durante un corto periodo, a finales del siglo XIII, Asia quedó unida en una especie de Pax Mongólica basada en el terror que permitió una libertad de movimiento desconocida hasta entonces. Ahora era posible para los viajeros europeos trasladarse sin los problemas de antes a las zonas más orientales de Asia.

Los Polo no fueron los primeros en pisar territorio chino. Otros lo hicieron antes. Principalmente fueron misioneros o enviados de la Iglesia. Por ejemplo, dos misioneros franciscanos, Giovanni di Piano Carpini, que viajó hasta el Imperio del Gran Khan en 1245; y William de Rubruk, que lo siguió ocho años después. No convirtieron a nadie y descubrieron sorprendidos que los Mongoles ya conocían el cristianismo y que había una no pequeña comunidad de nestorianos así como varios europeos que o bien habían sido tomados prisioneros o habían viajado por su cuenta, entre ellos, el sobrino de un obispo inglés, una cocinera francesa, un platero parisiense… Los misioneros volvieron a Europa e informaron de lo que habían visto, inspirando quizá a dos mercaderes venecianos de los que nos ocuparemos a continuación.

Marco Polo es, en buena medida, todavía un enigma. Para empezar, se desconoce el día y el mes de su nacimiento; en cuanto al año, se estima como lo más verosímil que fue 1254. Tradicionalmente, se acepta que es veneciano, pero últimamente a este postulado se ha unido la posibilidad de que en realidad fuera croata, natural de Córcula, una isla en el Adriático frente a las costas dálmatas. Los puristas pueden afirmar que en realidad este detalle añade poco a la historia, porque en aquellos tiempos Córcula pertenecía a los dominios de la ciudad de los canales.
Sabemos poco de los primeros años de su vida. Era un veneciano, criado en el ambiente mercantil y cosmopolita de esa ciudad, donde no existían grandes compañías comerciales privadas, sino que era una especie de empresa común. La suya no se contaba entre las principales familias de la república, aunque tampoco estaba en el pelotón de los torpes. En 1250, hay constancia de que tres mercaderes, ya venecianos, estaban firmemente radicados en el distrito de Dorsoduro, entre el gran Canal y el canal de la Giudeca, cerca de donde se desarrollaba el comercio de la sal. Se trata de Marco (conocido como el Viejo para distinguirlo del más popular), Nicolás (el padre de nuestro héroe) y Mateo. Como otros competidores comerciales, los Polo tenían factorías en Crimea, en el sur de Ucrania, a orillas del mar Negro, donde intercambiaban mercancías con los comerciantes rusos. Allí tenían una casa en Soldaia.

En 1260, Nicolás y Mateo Polo invirtieron su capital en joyas para emprender un viaje que tenía que abrirles nuevas fronteras comerciales. Desde su enclave en Crimea, en el mar Negro y ya controlada por los mongoles, se adentraron en Asia a través del Volga hasta Bujara. Allí pasaron tres años y conocieron a Bargu, el hijo de Gengis Kan, que era el líder de la Horda de Oro. La presencia de dos occidentales por aquellos pagos era noticia y llegó hasta los oídos del sobrino del khan, Kublai, que estaba consolidando una dinastía en China, que conocemos como Yuan, palabra que significa “el origen”

Kublai quiso verlos y envió una comitiva para acompañarles hasta su encuentro, el cual tuvo lugar en 1265 en Kanbalig, cerca de la actual Beijing y entonces capital de los mongoles. Era una ciudad impresionante, cuyas murallas tenían 10 metros de altura, 18 metros de anchura y una circunferencia de 38 kilómetros. Fueron recibidos con amabilidad por el kan, que los interrogó durante un año sobre la situación religiosa y política de Europa. Los mongoles eran gente hambrienta respecto de los conocimientos técnicos (sobre todo si podían servir a sus ejércitos) y también curiosos respecto a las cuestiones de fe y religión.

Las creencias de los mongoles eran esencialmente chamanísticas, pero Kublai tenía una mente abierta y tolerante hacia las diferentes religiones que florecían en su imperio y estaba dispuesto a aceptar aquella que demostrara ser más efectiva. No quería, sin embargo, dejarse convertir y bautizar y que luego la religión no “funcionara”, esto es, fuera capaz de realizar milagros o maravillas, ya que le haría perder credibilidad y poder ante sus barones. Así que ordenó a los Polo que volvieran a su Venecia natal con un curioso encargo: regresar llevando consigo cien hombres sabios designados por el Papa para ilustrar a la nación sobre las bondades del cristianismo y capaces de argumentar y demostrar a los idólatras que sus respectivas creencias estaban equivocadas. Pidió también algo de aceite de la lámpara que ardía en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Los salvoconductos que les entregó indicaban la riqueza y el poder de los que gozaba: ordenaban a todos sus súbditos que proporcionaran libre paso a sus portadores bajo pena de muerte. Medían 30 por 8 cm y estaban hechos de oro.

Los hermanos Polo alcanzaron Roma sin el emisario del kan que les había venido acompañando, pues había caído enfermo durante el viaje. No tenían intención de quedarse mucho tiempo, pues su propósito era volver a las tierras de Kublai con la legión de hombres sabios solicitada. Para ello contaban con que el Santo Padre les prestaría ayuda. Pensaban que deberían tratar con Clemente IV, pero no contaron con un obstáculo insalvable: estaba muerto; el Papa había fallecido meses antes de que aparecieran de nuevo por Europa.

Regresaron pues a Venecia. Era 1269 y allí se encontraron con un zagal de 15 años llamado Marco, hijo de Nicolás, que debió quedar fascinado ante la aventura de sus parientes. Los Polo esperaban y esperaban la elección de un sucesor papal. Pasaron dos años, un margen de tiempo que los exasperó. Decidieron emprender camino de vuelta a China a fin de que la ayuda papal les pillara ya cerca de los dominios del kan. De esta forma, en 1271, Nicolás y Mateo estaban de nuevo en camino, llevando consigo esta vez al joven Marco, un chaval de 17 años que marcaría para siempre el viaje que iban a emprender.

El trío esperó en Acre a que se solucionara el problema sucesorio y allí trabaron amistad con el archidiácono Tebaldo Visconti, que estaba combatiendo con los cruzados. Ese mismo año fue llamado a Roma y elegido Papa, cambiando su nombre por el de Gregorio X. A pesar de su amistad con los Polo, Gregorio X tenía otras prioridades, como por ejemplo el concilio de Lyon, que se desarrolló en 1274. De forma que no pudo facilitarles los cien hombres y rebajó el número a dos: dos frailes dominicos fueron designados para acompañar a los mercaderes en su aventura. Se llamaban Nicolás de Vicenza y Guillermo de Trípoli. Su aportación fue más bien escasa: a las primeras de cambio les vencieron las dificultades del viaje, dieron media vuelta y regresaron por donde habían venido.

La familia tardó entre tres y cuatro años en llegar a la corte de Kublai Kan. Desde Acre enfilaron hacia el golfo de Alexandreta, en el sureste de Turquía. Atravesaron Palestina, Siria y Armenia –donde los frailes abandonaron-. Llegados a Tabriz, tomaron el rumbo que les llevaría al norte de Persia. Aunque la Pax Mongolica había eliminado muchas de las guerras y disputas fronterizas que lastraban el comercio con China, el cruzar Asia de punta a punta era aún una hazaña impresionante. El continente era enorme, su geografía en muchas ocasiones hostil y las infraestructuras tan rudimentarias que pocos viajeros se atrevían a acometer tal viaje. Marco Polo describió las condiciones que habían de soportar: desiertos horribles, yermos infestados de bandidos, escasez de comida…

Llegaron a Ormuz, en el golfo Pérsico. El lugar era un infierno insalubre y decrépito, acosado por las enfermedades. Los barcos estaban en tan penosas condiciones que los Polo desecharon la idea de navegar y se unieron a una caravana que atravesaba Asia Central. De nuevo, afrontaron áridos desiertos, llegando a pasar siete días sin encontrar un pozo. Al final, llegaron a los pies de la cordillera del Pamir, región famosa por la calidad de sus rubíes, lapislázulis y cuyos caballos, según relató Marco, descendían directamente del rocín de Alejandro Magno, Bucéfalo, y como él tenían un cuerno en la frente. En estos pagos descansaron durante un año, puesto que Marco había contraído una enfermedad, posiblemente malaria. Es probable que durante este período Marco Polo visitara Kafiristán, Hindu Kush y Pakistán.

La parte final del trayecto les llevó al Pamir para tomar la antigua ruta meridional de las caravanas, hasta el norte de Cachemira –donde no se vería a ningún otro europeo hasta el siglo XIX- y los límites del desierto del Gobi para así llegar al extremo noroeste de China. Tras cruzar Mongolia llegaron a la corte de verano de Kublai Kan en Shang-tu (nombre que fue reconvertido en Xanadú por el poeta Samuel Taylor Coleridge).

El kan aceptó su obsequio del óleo sagrado junto con varias cartas del Papa y si quedó decepcionado por no recibir el centenar de sabios que había pedido, no lo demostró. De hecho, de acuerdo con el relato de Marco Polo, estaba tan satisfecho de tener a los venecianos otra vez de vuelta que les dio tratamiento real y los ascendió “a un lugar de honor por encima de los otros barones”. Más tarde, los convirtió en sus embajadores ambulantes, encargados de reunir información sobre sus dominios. Siempre según su relato, el propio Marco fue gobernador en Yangzhou durante tres años y contempló el asedio de Saianfu, donde pudo comprobar el devastador efecto de las armas que usaban los mongoles. Por su parte, su padre y su tío fueron consejeros militares del kan. En un determinado momento, encabezaron una expedición a Sri Lanka y las islas de las especias de Indonesia.

Muchas de las cosas que encontraba le maravillaban. Una era un extraño mineral que se encontraba en los márgenes del Gobi. Una vez machacado y lavado, podían tejerse fibras con él y, a partir de ellas, ropa. Era un tejido indestructible y para limpiarlo sólo había que lanzarlo al fuego. Nosotros lo conocemos como asbesto. Otra de las maravillas era una piedra negra que era combustible: el carbón, común en el norte de Europa pero completamente nueva para los Polo. En China se usaba para calentar el agua de las casas de baño. Igualmente sorprendente fueron para él el uso de papel como moneda, la fabricación de porcelana “de incomparable belleza” o el sistema de correos, cuya eficiencia y rapidez permitía que un mensaje que habitualmente hubiera tardado en recorrer una distancia diez días lo hiciera en 24 horas gracias a un sistema de relevos a pie o a caballo.

En cuanto al kan, Marco Polo se queda sin superlativos a la hora de describir su entorno. El palacio de Kanbalig tenía cuatro puertas custodiadas por 1.000 hombres cada una. Las estancias reales relucían de oro, plata y lacados y contaban con un comedor capaz de acomodar sentados a 6.000 invitados. En los banquetes de Estado, como el cumpleaños de Kublai, 40.000 comensales se distribuían por los patios adyacentes. Había un jardín botánico con árboles siempre en flor, seleccionados por el propio Kublai y traídos a lomos de elefante desde todos los rincones del imperio. Las colinas artificiales en las que se habían plantado se adornaron con trozos de lapislázuli.

En junio, Kublai trasladaba la corte a Shang-tu, abandonándola en agosto, en una ceremonia espectacular en la que intervenían más de 10.000 yeguas blancas. Las cacerías reales, de hecho una especie de ejercicios militares, comprendían dos grupos de 10.000 jinetes, cada uno acompañado de 5.000 perros, que maniobraban en formaciones por las llanuras. Cuando salía a ejercitarse en cetrería, el kan se hacía llevar en una cabaña móvil, transportada por cuatro elefantes y equipada con una trampilla por la que podía dejar salir a sus aves sin tener que levantarse de la cama. Su harén se llenaba con mujeres seleccionadas por un ejército de buscadores que realizaban concursos de belleza; las finalistas eran pasadas a las esposas de los oficiales de la corte para que las observaran cuidadosamente por la noche y asegurarse de que dormían dulcemente, sin roncar, y que su aliento era agradable y sin olor molesto. Las pocas elegidas eran entonces enviadas a los aposentos del kan en grupos de seis, para ser reemplazadas al cabo de tres días por una nueva remesa.

Y así, maravilla tras maravilla, Marco Polo desgranaba su relato. Esta claro que admiraba a Kublai e, igualmente claro, que exageró las cifras para resaltar aún más la magnificencia del kan. También trató de conectarlo con el mítico reino cristiano gobernado por el legendario Preste Juan. Pero, incluso con distorsiones, su historia no es una invención total: de ella emerge la imagen de una civilización tan avanzada y poderosa que la Europa del siglo XIII parece bárbara en comparación. Cuando Polo subraya que “todos los ricos del mundo reunidos no poseen tantas riquezas como el Gran Kan”, probablemente tenía razón.

También incluyó Polo en su recuento muchas descripciones de la gente y los lugares, desde el retrato del Kan, al sonido que en el sur del país los tallos de bambú producían al quemarse; contó como los habitantes de Hang-chow amaban los lagos y navegar; y cómo los birmanos construyeron magníficas pagodas y eran adictos a los tatuajes. Describió una batalla entre jinetes mongoles y un ejército rebelde a lomos de elefantes. Trató de interpretar la filosofía budista de la reencarnación. Dejó constancia de cómo la gente del norte bebía kumis (leche de yegua fermentada), cómo los chinos preferían el vino de arroz y cómo la gente de Sumatra recolectaba el licor directamente de la palmera. Y, ya desde el punto de vista del mercader, hizo listas de los bienes que se podían encontrar en cada región y cuánto costaban.

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