martes, 4 de mayo de 2010

1949- Cabeza VI - Francis Bacon


El papa Inocencio X era un príncipe de la Iglesia y un amante exigente de las artes, pero se decía que tenía menos influencia en la curia vaticana que la viuda de su hermano, cuya intercesión buscaban cardenales y embajadores. Pese a todo, se pensaba que Inocencio X era un buen papa; especialmente en España. Había tomado partido por los españoles en varias disputas reales y Diego Velázquez, el pintor del rey Felipe IV, pintó su retrato en 1650. Cerca de trescientos años más tarde, ese retrato se convirtió en la obsesión de un artista muy moderno.

Francis Bacon nació en 1909, de padres ingleses que vivían en Dublín, pero su fascinación por el cuadro no empezó hasta 1949: “Creo que es uno de los mejores retratos que se han hecho nunca y estoy obsesionado con él. Compro un libro tras otro donde aparece esta ilustración del papa [Inocencio X], de Velázquez, porque me persigue y despierta en mí todo tipo de sensaciones…”

Bacon ejecutó más de veinticinco variaciones de la obra de Velázquez, entre ellas “Cabeza VI”. El cuadro muestra el busto del papa, con la bata color lila en armonía con los tonos amarillos del fondo. El gesto de la boca proyectando un sonoro grito y la cabeza mutilada son típicos de la obra del pintor, al igual que el enclaustramiento de la figura protagónica, que aquí aparece confinada en un cubo transparente. Del birrete del cuadro de Velázquez sólo queda el cordón que baja desde más arriba del cuadro hasta la pontificia nariz entre los dos ojos ausentes. Los brochazos verticales amarillos, más fuertes hacia los costados del cuadro, generan la impresión de una cortina que difumina la realidad de la imagen, adquiriendo con ello la obra un matiz aún más onírico.

Bacon dijo que había tratado de trabajar la pintura para que se pareciera a la piel de un hipopótamo, aunque en otros aspectos pintó el cuadro para que fuera “como Velázquez”. Sin embargo, Bacon no había visto nunca el retrato original, que está en la Galería Doria Pamphili, de Roma. Bacon afirmaba que durante dos o tres años estaba tan extasiado por el retrato que intentó pintar una obra igual. Pensaba que, en parte, lo que le intrigaba era el magnífico manejo del color. O quizá, el alto cargo de Inocencio X, que contemplaba el mundo desde el trono de un soberano. El Papa tenía el aspecto de un héroe trágico. Esto es lo que Bacon quería retratar, pero, a diferencia de Velázquez, desgarraba la fachada oficial para desvelar al hombre interior. El papa Inocencio X de Bacon es una persona privada, un ser solitario en un escenario frío, indiferente y encerrado y cuyos sufrimientos, consecuencia de la soledad, le son arrancados en un grito… como si su aislamiento hubiera provocado un miedo claustrofóbico.

Es posible que “Cabeza VI” nos recuerde “El extranjero”, de Albert Camus; “A puerta cerrada”, de Jean Paul Sartre; quizá incluso “El acorazado Potemkin”, de Sergei Eisenstein. La película de la revolución rusa de 1925 contiene un primer plano brutal: una mujer que grita es alcanzada en un ojo por una bala y pierde el control del cochecito que empujaba. La escena es una destilación del miedo existencial. Bacon tenía una copia de ese fotograma colgada en su estudio mientras pintaba “Cabeza VI”.

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