miércoles, 8 de abril de 2015
El aprovechamiento racional de los recursos naturales – La Naturaleza, un bien agotable.
El hombre siempre ha aprovechado los recursos que la Tierra ponía a su alcance. Desde las primeras sociedades humanas, el agua, el fuego y los recursos animales o vegetales fueron consolidando un proceso de humanización que aún perdura en nuestros días. Pero, precisamente la irreversibilidad de este proceso, junto a un desmesurado crecimiento de la población y de sus demandas, están poniendo al planeta al límite de su generosidad.
El concepto de “recurso” está íntimamente ligado al de “vida”. Todos los seres vivos, desde las bacterias hasta el hombre, utilizan los recursos naturales a su alcance para satisfacer sus necesidades biológicas a través de un flujo de energía. Una definición de recurso bien podría ser la de “toda forma de energía o de materia que son necesarias para lograr el funcionamiento de los organismos, las poblaciones o los ecosistemas”.
Pero el hombre, a diferencia del resto de los seres vivos, posee una capacidad transformadora sin precedentes. La mayor diferencia entre el ser humano y el resto de los organismos que componen la biosfera es que éstos destinan prácticamente todos los recursos para mantener su metabolismo interno, siendo consumidos en el mismo lugar en el que aparecen y tal y como aparecen. Los seres humanos, en cambio, han desarrollado una capacidad asombrosa para elaborar, transportar y consumir estos recursos en cualquier rincón del planeta.
Con la aparición de la cultura, el hombre destina la mayor parte de los recursos que extrae de la Naturaleza a la elaboración de productos que satisfagan sus necesidades culturales al margen de sus necesidades biológicas. Actualmente, la intensidad y la variedad en la explotación de los recursos naturales han alcanzado un nivel sin precedentes, muy superior a las de cualquier otra especie, lo que acarrea toda una serie de problemas añadidos de sobreexplotación de los recursos, acumulación de materiales, residuos y contaminación.
Durante la época de los primeros homínidos, toda la energía utilizada, procedente de la explotación de los recursos naturales, estaba dirigida a la elaboración y al consumo de los alimentos –con las importantes implicaciones sociales que esto seguramente supondría-.
El fuego se utilizó fundamentalmente para cazar, acorralando a los grandes herbívoros hacia acantilados o emboscadas donde poder apresarlos. Estos animales serían posteriormente cocinados al fuego y consumidos en torno a una reconfortante hoguera.
Hace aproximadamente 10.000 años, se utilizaba una considerable cantidad de madera y de carbón vegetal en la fabricación de cerámica para utensilios de cocina. Con la aparición de los primeros Estados, la energía eólica movería los pesados barcos que comenzaban a descubrir el mundo, mientras que la energía que genera la caída del agua se explotó intensamente en Europa durante la Edad Media. Hace tan solo 200 o 300 años, los combustibles fósiles –carbón, gas y petróleo- empezaron a dominar los ecosistemas humanos.
Las distintas fuentes de energía se han sucedido unas a otras siguiendo una progresión en la que el dominio de las formas más recientes siempre dependía del dominio de las formas anteriores. Por ejemplo, tanto en el Viejo como en el nuevo Mundo, la metalurgia estuvo precedida de la fabricación anterior de hornos de leña de alta temperatura y de hornos para cocer la cerámica, que, a su vez, dependieron del dominio de los fuegos de leña necesarios para cocinar los alimentos. El dominio del hierro y del acero precedió al desarrollo de la industria minera que hizo posible la utilización de los combustibles fósiles. El uso de éstos desembocó en la Revolución Industrial, de la cual se deriva la energía nuclear de nuestros días. Estos avances tecnológicos han incrementado de manera constante la cantidad de energía disponible por cada ser humano desde el Paleolítico hasta la actualidad.
A pesar de que las formas de obtener energía son muy variadas y están sujetas a una continua evolución, se pueden considerar dos grandes grupos de recursos naturales: los recursos de tipo biológico, constituidos por los seres vivos; y los de tipo físico, formados por la energía o la materia inerte. Excepto aquellos recursos que han de satisfacer irremediablemente las necesidades biológicas de los seres humanos como son el oxígeno, el agua o ciertos grupos de alimentos básicos-, la demanda y el consumo de los recursos naturales están condicionados culturalmente y, por tanto, pueden variar a lo largo de la historia.
Esto hace que los recursos naturales se conviertan en un concepto dinámico, ya que varían en función de la disponibilidad, de la tecnología y de la utilidad. La cantidad de energía producida y su método de producción dependen de la interacción entre la tecnología que una sociedad posee en un momento dado y las características explotables de un hábitat concreto, tales como la luz solar, los suelos, los bosques, la lluvia o los yacimientos minerales. Por tanto, lo importante para el hombre –y para cualquier otro ser vivo- no es el recurso en sí, sino la utilidad derivada de su consumo.
Como consecuencia del desarrollo cultural, los distintos recursos van modificándose y adaptándose a las nuevas necesidades. Por ejemplo, materiales que en otras épocas tuvieron una importancia vital, como el sílex durante la Edad de Piedra, dejan de cumplir su papel y de ser un recurso explotable. Por otro lado materiales prácticamente desconocidos o muy poco utilizados hasta hace relativamente poco –como el uranio o los fosfatos- pueden llegar a volverse imprescindibles.
La utilidad de cada uno de los recursos no es universal. Lo que en unas sociedades humanas se torna imprescindible y constituye el centro de la actividad económica, en otras puede carecer totalmente de valor. Por ejemplo, los matorrales, que son utilizados como combustible en algunas culturas, pueden ser un estorbo en sociedades dotadas de una tecnología más desarrollada.
Establecer un equilibrio entre el rendimiento máximo que se puede extraer de un recurso y mantenerlo explotable sin agotarlo es un compromiso difícil de cumplir, sobre todo en una época en la que la cantidad de productos elaborados y consumidos en los países más potentes económica y tecnológicamente supera con creces las necesidades reales de sus habitantes. En Estados Unidos, por ejemplo, una persona consume, durante el curso de su vida, más de 1.600 toneladas de materia prima; es decir, 50 veces más del consumo medio de una persona que viva en un país como la India.
Los recursos naturales suelen dividirse en dos grandes categorías en función de su capacidad de renovación. Los recursos no renovables son todos aquellos abocados a una disminución irreversible como consecuencia de su explotación, tales como los recursos minerales. Los renovables son aquellos que, después de ser aprovechados en un lugar y en un momento determinados, son susceptibles de volver a ser explotados en ese mismo lugar y en un periodo de tiempo relativamente corto. Este periodo de tiempo depende de la naturaleza del producto. Ejemplos de recursos renovables son los productos agrícolas, forestales o la energía procedente de las radiaciones solares.
El hecho de que los recursos que ofrece la Tierra no son eternos es algo que el hombre observó desde que apareció la agricultura como medio de producción. Mientras las primeras sociedades humanas fueron cazadoras-recolectoras, el desplazamiento continuo de una forma de vida esencialmente migratoria ofrecía siempre la oportunidad de encontrar frutos que recolectar y animales que cazar.
Los pueblos agrícolas, en cambio, vivían en asentamientos permanentes que podrían llegar a agotar las fuentes de recursos. Para practicar la agricultura, había que resolver el problema, por ejemplo, de reponer los nutrientes que las sucesivas cosechas iban tomando del suelo. Uno de los métodos más antiguos –todavía vigente en muchas sociedades actuales- se conoce como “tala y quema”. Este método consiste en cortar y dejar caer una parte del bosque y prender fuego a la tala para que las cenizas, que contienen un rico suministro de nutrientes, actúen como abono.
En nuestros días, el problema de la superpoblación, con la correspondiente necesidad de producir alimentos, junto a la industria maderera han puesto en jaque a una extensa porción de nuestros bosques. Los bosques tropicales de Centro y Sudamérica componen una de las zonas más ricas desde el punto de vista biológico de nuestro planeta. Son millones las especies de animales y de plantas las que habitan esta región inacabable a los ojos; los científicos estiman que otras tantas quedan aún por descubrir y que, desgraciadamente, cada día desaparecen especies que todavía no han podido ser estudiadas.
En Centroamérica, por ejemplo, más del 60% del bosque original ha sido destruido para crear zonas de cultivo. Vista desde arriba, la selva tropical muestra las cicatrices de una batalla sin tregua. Las pistas forestales, las granjas, las tierras de cultivo y las extensas zonas de tala representan una catástrofe ecológica de gran magnitud de la que tal vez la humanidad no se reponga nunca.
La sociedad industrial se nutre, en buena medida, del petróleo y del carbón, una especie de energía fósil que data de épocas remotas. La hulla, por ejemplo, se formó hace unos 300 millones de años como consecuencia de la acción, sobre la vegetación muerta, del calor procedente del interior de la Tierra y de la presión ejercida desde su superficie. El gas natural y el petróleo son igualmente productos derivados de materia orgánica.
La dependencia de la civilización moderna de los recursos minerales es más estrecha que la que han tenido otras sociedades a lo largo de la historia. La industria, el transporte, el modo de vida, los alimentos o el armamento dependen de estos recursos. El crecimiento del consumo de estos recursos se ha disparado en los últimos años.
Pero cimentar una sociedad entera sobre estos productos tiene un alto precio. La utilización de un sinfín de medios mecánicos para movilizar todos los productos que se extraen de la tierra consume una muy importante cantidad de energía. En Estados Unidos, por ejemplo, la extracción y el procesamiento posterior de recursos minerales suponen cerca del 25% del consumo energético total del país y dos terceras partes del total de la energía utilizada en la industria. Como para obtener energía son necesarias grandes cantidades de recursos minerales, se crea un círculo vicioso que es difícil de solucionar.
Por otro lado, el impacto ambiental que esto genera es considerable. Las grandes explotaciones mineras a cielo abierto destruyen paisajes, bosques y cultivos –con su correspondiente biomasa animal y vegetal-. Además, otros impactos menos apreciables a simple vista, como la contaminación atmosférica, la de las aguas subterráneas, el aumento del polvo en el aire o la contaminación acústica, inciden igualmente de forma negativa.
Existe un recurso natural de vital importancia que, tal vez por su aparente simpleza o por su omnipresencia –al menos en el llamado mundo desarrollado, rara vez es mimado como se merece. Se trata del agua. Para la mayoría de los habitantes de los países desarrollados, obtener agua no encierra mayor dificultad que la de hacer girar la llave de un grifo. De manera instantánea, se puede utilizar tanta cantidad de agua como se desee.
Visto nuestro planeta desde el espacio, jamás podría pensarse que el agua pudiera suponer un problema para sus habitantes. Más de dos terceras partes de su superficie están bañadas por este simple y mágico fluido. Pero, desgraciadamente, el 97% de esta líquida inmensidad es agua salada y, por tanto, no utilizable para el consumo humano. De la escasa cantidad restante, además, casi el 90% se encuentra en forma de hielo, bien en los casquetes polares o en las cumbres de las altas montañas. Por si fuera poco, el agua que realmente es aprovechable se convierte a menudo en un enorme cubo de basura al que van a parar todo tipo de residuos. La contaminación de los ríos, aún a muy pequeña escala, acaba repercutiendo en nuestra salud debido a una concentración cada vez mayor en los distintos eslabones de la cadena alimentaria.
Los índices de mercurio, de cadmio, de níquel y de otros metales pesados procedentes de la industria superan, en muchas ocasiones con creces, los límites permitidos para la salud humana.
Al problema de la contaminación de las aguas hay que sumar el del acelerado crecimiento demográfico al que nuestro planeta se ve sometido. Ya en 1975, por ejemplo, dos hectáreas cultivadas eran suficientes para dar alimento a cinco personas. Esa misma superficie debe hoy producir alimento para ocho, algo que solamente será posible si se dispone de la cantidad de agua necesaria.
El agua puede aprovecharse, además, de forma indirecta, como en la obtención de electricidad a través de una central hidroeléctrica. Estas centrales cubren alrededor del 8% de las necesidades energéticas de Europa. El agua es igualmente utilizada en las centrales nucleares, bien en forma de vapor para mover las grandes turbinas o en los circuitos de refrigeración de las instalaciones. Una central nuclear puede consumir más de 200.000 litros de agua por segundo.
Aunque los océanos no sean buenos para beber, sí lo son para comer. Antiguamente, sólo los habitantes de las zonas cercanas al mar utilizaban la pesca como recurso. Hoy en día, existen medios de transporte lo suficientemente grandes y rápidos como para mover los productos del mar de un lado al otro del planeta. Esto hace que los recursos pesqueros se hayan convertido en una parte importante de la alimentación de la mayoría de los países del mundo.
Tal vez, ninguna actividad industrial goce de tanta variedad de técnicas como la pesca. La pesca artesanal es practicada desde pequeñas embarcaciones que no suelen alejarse de su puerto por periodos superiores a 24 horas. En la pesca costera, las salidas no superan los tres días, mientras que la pesca de altura requiere periodos de más de 15 o incluso de varios meses.
A lo largo de la historia, el hombre ha desarrollado una amplia variedad de sistemas para capturar peces. El perfeccionamiento de las distintas técnicas de pesca ha llevado a la desaparición de algunas artes y a la rápida expansión de otras. Existe en la actualidad un buen número de artes de pesca que, aunque de gran efectividad y rentabilidad desde el punto de vista de las capturas, son poco selectivos.
Dado el incremento de las demandas a escala mundial, el esfuerzo pesquero, traducido en un mayor número de barcos con una infraestructura cada vez más sofisticada, ha aumentado la presión sobre las existencias de las especies comerciales. El espectacular aumento de las flotas comerciales dotadas de una alta tecnología ha llevado a ciertas especies a la extinción comercial y, en algunos casos, a la casi extinción biológica. En Canadá, por ejemplo, el colapso de las existencias de bacalao por sobrepesca dejó sin medio de vida a más de 30.000 familias.
La FAO alertó sobre el hecho de que la producción pesquera de la mayoría de los caladeros mundiales había alcanzado o excedido los límites de regeneración, lo que significa que casi todas los existencias del mundo están sobreexplotadas.
La sobrepesca y las artes no selectivas están poniendo en peligro la existencia de un recurso no renovable, dañando muchos ecosistemas marinos, amenazando la estabilidad económica y el sustento de decenas de millones de personas.
El hombre debe velar por su propio medio y por los recursos que éste le ofrece. Bien es cierto que las leyes del cambio y de la evolución prescriben que ninguna especie sobrevive eternamente y que ningún medio puede permanecer inalterable. Cinco grandes extinciones anteriores lo han demostrado. Pero el hombre, a diferencia del resto de los seres con los que comparte este único e irrepetible planeta, es consciente de lo que ocurre. Sólo él tiene los medios para no romper el equilibrio que tan caprichosamente y de manera tan exquisita ha mantenido a la Tierra con la salud necesaria. Tal vez esto le otorgue la hermosa responsabilidad de preservar el conjunto de la biosfera.
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